- Opinión
- 22 de mayo de 2025
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Salvador de Madariaga y la universidad

Salvador de Madariaga y la universidad

En 1975, la casa Destino publicaba una recopilación de ensayos políticos del veterano escritor, profesor y diplomático liberal Salvador de Maradiaga A la orilla del río de los sucesos. El libro tuvo cierto éxito, porque aún se reimprimía diez años después. Cuando Madariaga evitaba la petulancia, era un autor aún lleno de interés. “La Universidad” es uno de los artículos que Destino recuperó en la fecha señalada de la muerte del dictador, por lo que podríamos decir que este pequeño libro, un eslabón entre la cultura de pre guerra y la transición inminente, era una especie de carta al futuro inmediato.
El ex ministro de Instrucción Pública republicano escribía: “La organización universitaria de España es tema de actualidad desde que se anunció el propósito oficial de crear tres Universidades nuevas; pero el tema está en perenne debate por ser la universidad el cerebro de la nación, de modo que donde no rige la universidad no rige el cerebro”. Madariaga recordaba haber recibido una carta de un lector comunista que definía la universidad como “un nido de parásitos”, y para rebatir esa definición se puso a repensar un plan de desarrollo académico.
La primera conclusión a la que llega es que la Universidad es mucho más que un centro docente, porque es también un centro de especulación científica e investigación. Y aquí es donde ofrece un calco de Ortega y Gasset, cuyo ensayo Misión de la universidad era de 1930. Ortega ya dejó escrito que los centros de docencia y los de investigación tenían que compartir institución, pero no edificio ni personal. Madariaga lo argumentaba así: “El tipo de inteligencia y aun de temperamento que se requiere para la enseñanza es muy distinto del que hace falta para la investigación. Yo he tenido como profesores en París a dos de los genios más eminentes de la ciencia europea: Henri Poincaré y Henri Becquerel; y eran dos profesores pésimos; pero recuerdo un profesor de álgebra superior y otro de geometría que no han pasado a la historia como matemáticos, pero que eran geniales como profesores”.
Luego se cambia de tema y se traza un plan universitario de naturaleza territorial, o dicho de otro modo, la reorganización universitaria española es para Madariaga, sobre todo, un tema de política regional. Escribe, hacia la mitad de su artículo, que “hoy estamos en pleno régimen burocrático y mecánico”. Desencaminado no iba, cuando en la actualidad parece que las ayudas europeas tienden a separar al personal de investigación de las plantillas docentes, y la burocratización ha alcanzado límites insospechados. Lo que meditaba Madariaga no era otra cosa que la articulación de las naciones sin Estado españolas a través de la Universidad, es decir, un bosquejo de autonomismo basado en las construcciones académicas. ¡Y esto en 1975!, cuando los planteamientos liberales del Ortega de España invertebrada (1922) iban a barnizar el Estado autonómico a través también de recuerdos, supervivientes y discípulos eslabón como Julián Marías.
Madariaga concibe el Estado español como un complejo mecanismo de interacción centro-periferia, en el que el centro no cede soberanía (la obsesión de Ortega) pero en el que la periferia sirve de estímulo permanente para la activación de la administración. Las nuevas universidades tendrían dos rangos distintos: uno nacional (Madrid, Salamanca y Barcelona) y otro regional que garantizaría la variedad interna y el pluralismo, con universidades menores pero imprescindibles como engranajes de encaje territorial y desarrollo nacional.
Madariaga era un adalid de la España diversa, pero no nos engañemos: su esquema sigue siendo menendezpelayano. Si bien comporta un liberalismo evolucionado y consciente de las complejidades del siglo XX, ni se le ocurre relanzar ningún tipo de diseño federal o políticamente serio, limitándose a señalar que tanto el centralismo uniformizador como los separatismos son “disparates”. Su visión moderada es, lo hemos dicho, la que terminó triunfando. Lo mejor de su trabajo es el desparpajo cosmopolita, un buen sentido conservador que conseguía equilibrar la irrealidad de algunas oposiciones atifranquistas y superar el paleotecnocratismo de la cúpula franquista.
Concluía Madariaga, en su análisis de lo que debe ser una Universidad: “Hay dos extremos que evitar: vivir en el aire abstracto o convertirse en una plaza pública”. Esto lo captó a la perfección: sin sentido elitista, entendiendo “elitismo” como elevación cultural y científica desligada de privilegios sociales, no podía llenarse la nación de estudios serios; pero con exceso de elitismo, se podía caer fácilmente en la irrelevancia. La Universidad, pues, debía ser también un reloj complejo en el que se contaminaran libremente los campos de investigación, suficientemente aislado del mundo como para crear ciencia base o saber especulativo, pero sabiendo luego devolvérselo a la sociedad en forma de mejoras materiales y éticas, sin caer en el populismo ni los utilitarismos contemporáneos. Lo sabía bien Madariaga, que había ejercido la docencia en Oxford.
Fuente: educational EVIDENCE
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