• Opinión
  • 21 de noviembre de 2024
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La pregunta filosófica por el “concepto”: más allá de Kant

La pregunta filosófica por el “concepto”: más allá de Kant

La pregunta filosófica por el “concepto”: más allá de Kant

El cuadro Kant y sus compañeros de mesa de Emil Doerstling (1892). / Wikimedia

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Steen Knudsen Esquerda

 

Definir el término “concepto” puede parecer ya una tarea complicada, pero intentar definir el mismo concepto de concepto es un reto aún mayor. Esta cuestión ha sido objeto de estudio a lo largo de la historia de la filosofía y muchas son las tradiciones y pensadores que han abordado su naturaleza. Durante los últimos siglos, la herencia kantiana ha sido la más importante. Pero, ¿existe una forma contemporánea de hablar del “concepto”, desde una óptica alejada de las clausuras definitivas?

Según Immanuel Kant, un concepto es un patrón cognitivo que nos permite reconocer algo como lo que es, más allá de sus apariencias superficiales. Así, el concepto no depende de las manifestaciones lingüísticas, sino que está en el ámbito del entendimiento humano, actuando como filtro a través del cual entendemos el mundo. Esta concepción del prusiano tuvo un gran impacto en el pensamiento filosófico posterior, especialmente en las corrientes neokantianas, que influyeron profundamente en pensadores del siglo pasado como Reinhart Koselleck. Para el historiador alemán, los conceptos no son entidades cerradas, sino que transforman la experiencia humana (Erfahrung) en vivencias subjetivas y personalizadas (Erlebnis). Así, los conceptos hacen de mediadores entre la percepción sensorial y la capacidad de comunicarla lingüísticamente.

Sin embargo, esta visión no ha quedado exenta de críticas. Las preguntas que suscita el paradigma kantiano —por ejemplo, ¿cómo se dan los conceptos?— son importantes. ¿Un concepto puede ser tan abstracto como el de “democracia“, y al mismo tiempo parece que todo no puede ser un concepto –¿podemos hablar del “concepto de perro”? Las limitaciones de esta aproximación se han hecho más evidentes a partir del giro lingüístico en la filosofía y su cuestionamiento de la separación entre pensamiento y lenguaje.

En este contexto, es relevante que un pensador como Michel Foucault, kantiano a pesar de todo, no tematizara explícitamente el problema del “concepto” en su obra. Sin embargo, su arqueología de las regularidades discursivas estableció un marco para entender cómo aparecen, distribuyen y dispersan los enunciados, también en cuanto a los conceptuales. Su legado ha sido puesto en valor por Adi Ophir, en un artículo reciente, donde propone pensar el concepto como “performado” en el acto de “conceptualización”. En definitiva, desplazar la pregunta de “¿qué es un concepto?”, a “¿Qué debe pasar para que un concepto aparezca?”

Un concepto aparece bajo determinadas condiciones. Éstas tienen que ver con su relación con el campo de objetos con los que se asocia —sean pasados, presentes o posibles—, con los sujetos que lo enuncian y sostienen, con el resto de conceptos adyacentes y con los que entra en contacto, y con los aspectos de su materialidad, es decir, las prácticas discursivas que le encarnan.

¿Qué es, pues, una “conceptualización“? No es una justificación o defensa de un término. La conceptualización no es más que la exposición de la multiplicidad del concepto, esto es, la presentación de una enumeración, de un diagrama. El concepto, entonces, funciona como un esquema unitario de dos movimientos: por un lado, el de individuación, que lo va concretando en relación con diversos contextos específicos, y por otro el de generalización, que expande el concepto aplicándolo a una variedad de contextos o eventos más amplios. ¿Cuándo aparece en el espacio una conceptualización? En el momento en que se duda del plano discursivo del lenguaje, de su función denotativa. Es necesario que emisor y receptor tengan un interés especial en el concepto, y que el diálogo admita la pregunta: “¿qué quiere decir x?” No es necesario que la discusión acabe en consenso. De hecho, el consenso puede ser enemigo del concepto, puesto que sólo permanece vivo siempre que haya aspectos de su definición no completamente resueltos o aceptados.

Esto no es sólo cierto en lo que respecta a la estructura interna del concepto: su relación permanente con otros términos, ideas y prácticas le empujan a transformarse, así que seguirá siempre dependiendo de la estructura exterior que, al mismo tiempo, lo sostiene. Un concepto aparece siempre que lo desplazamos de su discurso original y le forzamos a quedar entre campos enunciativos. En su entorno original, no lo reconoceríamos como tal, pero es en ese “entre” que podemos interrogarlo. Pero, ¿de qué manera podemos sostener el concepto en este interregno? Ophir define la materialidad del concepto a partir de dos características: es necesario que tengamos tiempo para la conceptualización —un tiempo específico, un “tiempo por perder”—, y al mismo tiempo es necesario que exista un medio o espacio público que permita el intercambio necesario para la conceptualización –como escribía Kant, “hacer un uso público de la razón”.

El acercamiento de Ophir, más allá de la analítica, nos recuerda que ni el concepto ni la conceptualización son un acto neutral, que debemos estar atentos a que las condiciones materiales para la conceptualización no mermen. Un concepto, por tanto, es un proceso abierto, dinámico y lleno de posibles reinterpretaciones. Lejos de quienes predican que la filosofía debe buscar los significados fijos, las respuestas perennes, y los cuidados ocultos, haríamos bien en pensar esta disciplina como la que tiene la misión de mantener las condiciones para poder dar vida a los conceptos, es decir, un tiempo por perder y un espacio para vivirlo en común.


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

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