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  • 20 de junio de 2025
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Elegir escuela y otras bromas de la propaganda

Elegir escuela y otras bromas de la propaganda

Elegir escuela y otras bromas de la propaganda

«The fool and his money», de Louis Dalrymple, 1899. Biblioteca del Congreso.

Licencia Creative Commons

 

Santiago García Tirado

 

Elegir centro educativo, ese dilema preveraniego. La vida posmoderna se construye a base de dilemas y dilemas. Todos parecen estar dirigidos a aniquilar por una temporada la precaria paz interior de individuos, familias, incluso organizaciones que parecían incardinadas en un orden eterno. La hiperaceleración de la historia se empeña también en arrasar la paz mental. Que nadie pase un día sin torturarse por uno o varios dilemas. Todos parecen insoslayables, todos parecen definitivos. Elegir el centro donde estudiarán nuestros hijos y no equivocarse, por ejemplo.

Elegir se presenta como el rito máximo de un sistema que se dice democrático, aunque a la vista está que queda lejos de ser ese momentum de la libertad con que nos engolosinamos. Nos condicionan -¿nos determinan?- las opiniones ajenas, las leyendas urbanas, formas múltiples y proteicas de la superstición, entre las que cabe una enorme cantidad de argumentos no sujetos a verificación, pero que contaminan. Sentimos la carga de responsabilidad convencidos de que estamos solos ante la verdad, pero nos envuelve una nube de bulos e infundios que acaba por adherirse a nuestra capacidad volitiva aunque orgullosamente democrática. Lo que propongo en este artículo es que por una vez hagamos un alto, que tomemos un respiro y pongamos en pause la maquinaria electiva a la nos hemos aclimatado antes de empezar con el tema de elegir escuela.  Nada mejor que una pregunta para inaugurar ese instante de calma, y aquí va la primera. ¿por qué habríamos de elegir escuela para nuestros hijos?

No elegimos la policía municipal que nos gusta, el barrio en el que votar, los jueces que nos tocan en el momento de un pleito. Tampoco elegimos dónde tributar, ni en qué barrio vivir, a menos que tengamos una cantidad importante de dinero y -algo mucho más determinante- no dependamos de un sueldo por cuenta ajena, de una nómina. Nos obligan a acudir a las administraciones que nos corresponden por zona, a soportar los malos olores y las penurias del barrio que nos corresponde por nivel de ingresos pero nos han convencido de que la elección de centro educativo es el acto libérrimo que no se le puede negar a ningún ciudadano o ciudadana. Pero ¿por qué habríamos de elegir escuela? ¿No es función de las administraciones certificar que todo centro, cualquier centro, cumple los requisitos para acoger a nuestros hijos y darles la formación que se espera? ¿No está en su mano verificar que todos están dotados de personal cualificado y que cuentan con los mejores medios? La escuela, el instituto de mi barrio, deben ser tan excelentes como los mejores, ¿por qué, entonces, se introduce un hiato de incertidumbre y se dice que ahí, en ese impass, el ciudadano sensibilizado con la educación tiene que ejercer con bizarría y elegir? ¿Elegir qué, si todos son de confianza? ¿O es que la propia administración está deslizando que ciertos centros, ciertos barrios -¡oh!- son confiables, pero en un rango menor? Que son públicos, que cuentan con la certificación de nuestro estado democrático, europeo y altamente primer mundo, pero que mejor que te lo pienses. Y es entonces cuando este momento de calma que nos ha desatado un torrente de preguntas culmina con otra, y que más o menos va así: ¿nos están diciendo que el dilema de elegir escuela es, en definitiva, lo que en cualquier aspecto del sistema capitalista, a saber, un asunto de elegir pero pagando?

Planteado así el problema, todo parece delatar al Estado como ejecutor de una economía de la enseñanza que miraba a otros intereses. Intereses del país, por supuesto, pero intereses que no son los nuestros, que somos del país sin dinero. En esa línea interpretativa podemos leer ahora a qué se referían cuando nos dijeron que los ciudadanos iban a poder elegir centros educativos. Y que, desde ese mismo instante, se abría la veda para que los centros educativos se pusieran a competir entre sí. Competir, ¿con qué finalidad?, y jugar las cartas ¿contra quién? Esa era la parte se había explicitado al principio, la que dejaba en el subtexto el detalle de que la escuela pública iba a pasar a cotizar en un mercado salvaje -todo mercado es salvaje, en alguna medida-, el nuevo mercado de la enseñanza. ¿Qué otra forma mejor de vaciar lo público que arrancarlo de sus reglas de servicio y ofrecerlo al mercado, con todas sus artes de especulación y lucha salvaje por el beneficio? Se trató de una idea particularmente brillante, cuando quienes vivíamos bajo anestesia, confiados en que nuestros gestores de lo público velaban por lo público, desconocíamos categorías como crisis de reputación, fluctuaciones de mercado, publicidad engañosa, OPAs hostiles. Nos dijeron que había que adaptarse a los tiempos, y que eso implicaba empezar a competir entre nosotros. Nos pareció extraño. No lo entendimos, entonces, y todo porque había quedado sin explicitar la mayor, que el dilema que se le iba a proponer en adelante a una familia, a cualquier ciudadano con hijos era el propio del buen capitalismo: un simple decidir entre comprar o no comprar. Ahí entraba lo que ya habían puesto a circular las escuelas privadas para que compraras sus matrículas: una buena dosis de propaganda.

Décadas de degradación de la enseñanza pública, al tiempo que se silenciaban las alarmas que daban profesoras y profesores, no podían ser consecuencia solamente de la incuria. Había, aunque no lo supiéramos, una finalidad -crematística-, y el enorme y creciente mercado de la enseñanza iba a saber aprovechar bien el descrédito que, supuestamente, se había ganado la enseñanza pública. Con el tiempo una propaganda sutil, a veces camuflada como periodismo, se ha ido expandiendo -¿recuerdan algo similar con las noticias de okupas?- hasta consolidar en el imaginario colectivo la idea de centros públicos violentos, o mal gestionados, o poblados de una fauna espantosa de profesores embrutecidos y alumnos fuera de control.

Lo peor de cada casa se ha hecho fuerte en esos espacios de pobres que son las escuelas e institutos públicos. A nadie que tenga unos euritos disponibles y una conciencia elevada se le podrá ocurrir en adelante que su hija, su hijo, tengan que mancharse el babi en un centro educativo donde todo se ha degradado y es apestoso. A nadie, queremos decir, tan incauto que no eche de ver la operación colosal de propaganda que se ha desatado en las últimas tres décadas contra la escuela pública. Porque lo cierto, lo auténticamente cierto y verificable es que la escuela pública sigue siendo la mejor opción, la más sana. Negar lo evidente ha sido solo posible con la propaganda, que para eso se diseñó e implantó. Para negar la realidad, para que el sentido común y la verdad no se impongan sobre la superstición. Para que lo evidente quede siempre oculto bajo una capa luminiscente de verdad impostada.

Un feed acelerado de noticias mientras escribo este artículo: crecen los cambios de centro a mitad de curso; la causa es el bullying, sobre todo. Las noticias de bullying tolerado o minimizado en colegios privados son de escándalo, pero de eso no se dan cifras. Otra noticia habla de lo que llaman NESE B -Necesidades Educativas especiales por razones económicas-. La estadística apunta a quienes son enviados a la concertada religiosa, con ayudas incluidas pero que, ni por esas pueden mantenerse. Enviados allí con dinero público, se encuentran con que el centro les sigue pidiendo más colaboraciones, y claro, son familias que no pueden. A ellas el sistema de excelencia las invita amorosamente a abandonar el centro.

Hoy ha venido a casa un nuevo amigo de la clase de mi hijo. Él y su familia llevan unos meses en España, son peruanos, de clase media-alta. Al principio se habían dejado arrastrar por la propaganda, y habían matriculado a los hijos en un centro privado-concertado. A los pocos meses estalló un caso de bullying contra el chico, y la propaganda dejó paso a la cruda realidad: el centro decidió no actuar, mientras el resto de padres quitaba importancia al asunto. Eran cosas de críos, y ya está. El hijo ahora es compañero de mi hijo en un centro público, y parece feliz. La hermana mayor continúa en el centro educativo privado. Y religioso. En el viaje de estudios de este mismo año los aleccionaron para que las borracheras y otros desfases ocurridos durante el viaje fueran silenciados: lo que pasa en Suiza, se queda en Suiza, era la consigna.

Hablo ese mismo día con mi sobrina, profesora de primaria en un centro privado de enseñanza en Alemán. Ha sufrido mobbing, o como se le quiera decir a lo que siempre ha sido acoso laboral. Como se trata de la privada, los problemas del centro deben quedar en el centro. A los padres se les explica la desavenencia entre ella y el equipo directivo como un conflicto motivado por la falta de experiencia. Se trata de una profesora muy joven -pero antigua alumna del colegio, por cierto, y titulada con las máximas calificaciones-, y el discurso se va trufando con abundantes bulos que buscan desacreditar a la profesora. La trasparencia no casa con la propaganda. Mi sobrina acaba de poner una querella contra el centro. El abogado y el psicólogo se los pagará de su bolsillo, por supuesto, pero ha decidido que su prestigio está por encima de todo. Ese acoso al talento no aparece en la propaganda de esa escuela, ni en ninguna de la privada. Allí los centros son siempre modélicos, y los profesores, individuos dóciles que responden bien si se les hace restallar el látigo.

En otro artículo que tengo a la mano un grupo de nueve profesionales de La Vanguardia firman un documento cuya tesis es que la enseñanza privada cristiana -insisten mucho en ello- se caracteriza por unos valores superiores. Se da por supuesto que en la pública, donde se atiende a toda la ciudadanía sin excepción, sea de la clase que sea, y sean cuales sean sus circunstancias, no rigen conceptos como valores o excelencia. Nadie parece reparar en que se da atención por igual a alumnos buenos, a alumnos difíciles, a alumnos voluntariosos, a los que salen de centros de menores, o viven en casas de acogida, porque todo se merecen una, o cien, oportunidades. Para eso existe algo que se llama sistema educativo público. Pero no, en la propaganda, la privada levanta un mundo paralelo donde esa gente con problemas no va a ser admitida, porque no se avienen a sus valores. En matices de valores y excelencia no entra, desde luego, la propaganda.

Me encuentro con una noticia más -insisto en que son todas de estos días-. Podría parecer otra de tantas anécdotas, pero encuentro en ella detalles de lo que parece ser un modo de actuación tipo de las privadas y privadas-concertadas cuando está en juego su valor de mercado. Los hechos son estos: un grupo de niños se masturba y agrede sexualmente a un compañero de clase durante un viaje a unas olimpiadas en Málaga. Se trata de alumnos de un centro de un barrio pudiente, en el Ensanche valenciano, uno de los de renta más alta. Los hechos ocurrieron en 2023 pero la noticia de hoy dice que la investigación acaba con un solo alumno imputado. Hay más datos en la noticia, como que el alumno víctima había recibido previamente otras agresiones, y amenazas para que no denunciara. El relato es escalofriante, pero es que además ha sucedido en un centro de los que llevan a gala trabajar en valores. Últimamente los prohombres valencianos usan mucho la palabra; será porque valores rima con bemoles. El chico que sufrió los abusos pasó 35 días hospitalizado en La Fe, pero el centro privado no se iba a dar el lujo de ponerse de su parte y abrirle una crisis de reputación a su marca.

En esa nube de dilemas sobrevenidos, a la escuela le queda uno, cuando menos, que sí creo pertinente. Es el dilema entre el silencio que le ha sido habitual y la publicidad -la necesidad de hacer público todo aquello que hace. A diario, y en la humildad del aula, se viven historias luminosas cuyo resplandor no llega afuera, y deberían hacerse conocidas. Los centros educativos participan en proyectos diversos, de ciencia, de periodismo, de recuperación del legado histórico, de sensibilización ecológica, de teatro, de STEAM, de servicio a la comunidad y un sinfín de aspectos que hacen más grande el capital simbólico de un centro, y urge darlos a conocer. Muchos de ellos llevan a nuestras escuelas e institutos a ámbitos internacionales, en forma de encuentros online, o con viajes al extranjero en los que nadie nunca se quedará fuera por limitaciones económicas.

Y todo esto es preciso que se cuente, porque hay que contrarrestar la propaganda hostil publicitando con orgullo el trabajo diario de nuestras escuelas e institutos públicos. Pero ro no solo por esto, también porque cada centro educativo público tiene que volcarse en el barrio, en la ciudad a la que se debe, y para ello es preciso un retorno en forma de noticia. Publicitar, en nuestro caso, consiste en devolver lo público a lo público a través de un relato. Como en tantos otros aspectos que últimamente se hallan bajo acecho, la publicidad también tiene que volver a estar en manos públicas.


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

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