- Opinión
- 27 de mayo de 2024
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Pinocho y la metáfora cancelada
Pinocho y la metáfora cancelada
Pinocho como un ser de madera es la metáfora de la infancia, del niño constituido de pulsiones
Para muchas generaciones, el personaje de Pinocho está asociado a la adaptación cinematográfica que llevó a cabo Walt Disney (1940) de la novela de Carlo Collodi (1882). Las críticas al carácter ideológicamente reaccionario de Disney y su filmografía, como acostumbra a ocurrir cuando no se quiere o no se sabe distinguir el grano de la paja, predispusieron sin duda a la inhibición, cuando no al abierto rechazo y peyoración. Al igual que otros cuentos «infantiles» decimonónicos que adaptó al cine.
Luego resultó que, comparadas con otras adaptaciones cinematográficas posteriores, las de Disney resultaron ser de una fidelidad al espíritu original que ya quisieran para sí muchos de los que posteriormente las readaptaron. O quizás fue que no querían, y que el «espíritu» que había animado tales críticas no era la exigencia de fidelidad al original, sino más bien la de alterarlo y desnaturalizarlo; en algunos casos, hasta dejarlo irreconocible. Efectivamente, tan pronto como el buenismo ramplón y políticamente correcto se sintió suficientemente empoderado para mostrar su verdadera faz, se dedicó con frenético e inusitado ahínco a censurar estos mismos cuentos «infantiles», como Caperucita, Bambi o Peter Pan, subvirtiéndolos por completo, así como los relatos de Hergé, de Roald Dahl y de tantos otros. Eso sí, no mediante la clásica prohibición inquisitorial con su siempre encendida hoguera, sino de forma mucho más inteligente y perversa: no se prohíbe, pero se cancela, a menos que se altere la obra desnaturalizándola a conveniencia, no fuese lo escrito a herir la sensibilidad de algunas almas timoratas; no fuera el explotado a enterarse de que lo está y se nos enfade o, peor, se nos disguste.
Tal vez el pecado original de Pinocho sea la extrema dificultad que entraña la alteración del espíritu que anima el relato –no en vano, Collodi era masón- y la eventual imposibilidad de reconvertirlo en un texto blando y pastoso, tan del gusto de los inquisidores en nómina responsables del control de calidad moral de la ideología woke. Ni siquiera un actor y director tan tramposo como Roberto Benigni lo consiguió (Pinocchio, 2002). Quizás por eso se optó por cancelar a Pinocho y dejarlo, por imposible, en el olvido. Curioso: una novela de formación, de iniciación, de nulo interés educativo. Eppur si muove…
En el relato original Pinocho es un muñeco animado de madera construido por Gepeto, un anciano carpintero con vocación monoparental putativa. No es (todavía) una persona, sino un pedazo de madera con forma humana de niño. Habla, se mueve y siente como un niño, pero carece de conciencia. Tampoco es un animal, ni adulto ni cachorro. Los animales son de carne y hueso, algo acabado como diseño, cuyas potencialidades se irán actualizando, hilemórficamente hablando, según corresponda. No, Pinocho es un proyecto de persona que está por hacer y que no se hará (solo) por y a sí mismo, aunque, eso sí, se lo tendrá que ganar. Tendrá que poner de su parte; tendrá, en definitiva, que aprender a decidir con criterio, algo de lo que carece. Toda una metáfora de la infancia como etapa de un recorrido más amplio.
En ayuda de Pinocho acude el hada, también con las limitaciones propias de su condición -como los dioses griegos, puede procura y aconsejar, incluso utilizar sus poderes mágicos, pero no determinar; puede jugar más o menos con los hilos del destino, pero no los teje ella-, que le proporciona una suerte de ángel de la guarda o super-yo freudiano: Pepito Grillo, Il Grillo Parlante –en la versión original-, un ortóptero que le hace las veces de «conciencia». Pero a Pinocho, que se mueve a golpe de pulsión, no le gusta que le digan qué ha de hacer y mata al grillo, aunque luego reaparecerá en otros momentos de la obra. Pinocho está aprendiendo, y aprender es duro, no puede hacerlo solo y no le gusta que decidan por él; es sólo pulsión y carece de capacidad de discernimiento. En otras palabras, Pinocho es amoral, pero no quiere serlo: ésta es su característica distintiva.
En fin, Pinocho está a prueba y sólo va consiguiendo salir precariamente airoso de los peligrosos líos en que se mete por intercesión del hada o de su ayudante Grillo. Sólo al final, cuando cuida y rescata a Gepeto del vientre de la ballena, es cuando toma la decisión por su cuenta y entonces, sí, se convierte en un ser humano, moral, bajo la metáfora de su metamorfosis de un ser de madera a uno de carne y hueso. De nuevo en casa, Pinocho sueña que el hada le visita y le da un beso. Por la mañana, al despertar, se ha convertido en un niño de carne y hueso y el muñeco de madera yace inanimado a su lado. Ah! y ya no le crecerá la nariz cuando mienta, porque ya sabe que mentir no está bien, ni aunque luego mienta como todo el mundo. Pero será ya bajo su propia responsabilidad, no porque se haya visto mecánicamente impelido a ello. La infancia ha quedado definitivamente atrás.
Pinocho como un ser de madera es la metáfora de la infancia, del niño constituido de pulsiones mientras su propia conciencia se va formando, moral, intelectual, social y culturalmente, hasta que sea capaz de tomar el control de sí mismo. Pinocho está aprendiendo, y si no aprende, se quedará en el trozo de madera del que surgió.
Uno de los episodios más educativamente ilustrativos es el de la isla de los juegos. Con su amigo Polilla –Lucignolo, en el original de Collodi-, un patán presumido con vocación de vividor, se suben al carromato del «cochero» que va recogiendo niños y embarcan hacia la isla de los juegos. Un paraíso infantil, que en la versión de Disney resulta ser toda una paradójica némesis de su propia Disneylandia; en Collodi con tintes más tabernarios y «tuguriales». Un lugar donde los niños sólo juegan y se divierten, donde nada está prohibido.
Pero la cosa tiene trampa. Entre tanta gamificación organizada, a sus entretenidos usuarios les va creciendo mientras tanto cola de asno, sin que les importe demasiado hasta que se dan cuenta de que se han convertido en pollinos que ya no saben hablar, sino solo rebuznar, a los que el taimado dueño del negocio vende al malvado propietario de un circo, que los utiliza para grotescos numeritos de chanza y, cuando exhaustos ya no pueden trabajar, son substituidos por la nueva leva que llega de la isla, al tiempo que la caducada sirve de comida para los leones.
Toda una metáfora de la carne de cañón laboral. Aunque a la vista del destino de los perfiles de salida establecidos por nuestro sistema educativo actual, de la gamificación de la enseñanza donde sólo hay de lo primero y nada de lo segundo, del facilismo y del cultivo prioritario de las emociones y las pulsiones, todo en aras a una felicidad tramposa, la verdad es que la única metáfora detectable es la de servir de comida para los leones.
Pero sí hay metáfora, sólo que interna al propio recorrido del relato como pieza literaria. En la primera versión de Collodi, Pinocho acababa ahorcado y alimentando un fuego de chimenea, víctima de sus errores. No porque fuera culpable de nada, no podía serlo. Simplemente, sus decisiones resultaron ser erróneas. Fue en una versión posterior que decidió un final feliz que lo convirtiera en niño de carne y hueso.
En ambos casos Pinocho tuvo las mismas oportunidades y ayudas. En el primero, no supo aprovecharlas, en el segundo sí. Y esto es irreductible nos guste o no, no hay otra. Pero la auténtica metáfora es que sin ayudas, sin aprendizaje y enseñanzas, estamos irremisiblemente condenados. ¿Qué cabe pensar entonces de un sistema educativo que, como el nuestro, se ha reconvertido en una réplica de isla de los juegos? Ni el tan denostado Walt Disney osó jamás llegar tan lejos.
Fuente: educational EVIDENCE
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