- Opinión
- 2 de abril de 2025
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Escuela Pública» y «bananeo»

Escuela Pública» y «bananeo»

Desde los primeros tiempos de la LOGSE quedó muy claro que mientras en la escuela pública se procedía a la demolición de cualquier criterio de estructuración académico y se la obligaba a aplicar toda suerte de majaderías pedagógicas, con la privada –concertada o no-, se hacía en cambio la vista gorda con total desfachatez. El contraste entre el exceso de celo, en un caso, y el indisimulado laissez faire, en el otro, por parte de una inspección reconvertida en guardia pedagógica militante, era y es evidente. Y no nos equivoquemos: no se trata tanto de un trato de favor a la concertada, como de uno de desfavor a la pública, explícito y descarado. Era imperativo desestructurarla, desvertebrarla.
A su vez, las oportunas reformas administrativas transmutaron la función de las direcciones de los centros en un comisariado político el disfrute de cuyas prebendas y eventuales opciones de medro pasaba por la obediencia ciega a las consignas. Siendo pues en la práctica la fidelidad ideológica el único criterio de selección de «cuadros», las direcciones se convirtieron en correa de transmisión de consignas y se las dotó de amplios poderes en lo tocante a la designación y creación de plazas –LEC y decretos de autonomía, de direcciones y de plantillas-, procediendo a una desfuncionarización de facto de los cuerpos docentes de la enseñanza pública catalana. Lo mismo por lo que refiere a proyectos de dirección y educativos de centro, siempre que estuvieran en sintonía con la doctrina oficial; por lo demás, vía libre. Ha habido y hay honrosas excepciones, cierto, y en su honor hay que decirlo, pero cuando el funcionario pierde su independencia ideológica del poder político, la Administración acostumbra a llenarse de estómagos agradecidos i de mediocres anhelantes de resultar agradosos a sus jefes.
Se hubiera podido optar por una consolidación mejorada del modelo anterior, con la dirección elegida por el claustro y ratificada por el consejo escolar del centro, como gestor y administrador, pero con las cuestiones académicas en manos de los departamentos didácticos y de los currículos; o por la profesionalización, creando un nuevo cuerpo de funcionarios, como en el modelo francés, con funciones idénticas a las del modelo anterior. Pero no, se optó por la arraigada vía del capataz/comisario político y el tan cacareado como grotesco «liderazgo» pedagógico. Lo mismo en el caso de la inspección educativa; no sólo se eliminó la inspección especialista por materias y se fusionaron la de Primaria y la de Secundaria –toda una declaración de intenciones-, sino que a la vez que se dejó de convocar oposiciones a inspección y se nombró a dedo a los «elegidos» -generalmente con carné político afín- en eufemística «comisión de servicios». Y luego, cuando tras más de veinte años de enchufismo, se convocan las correspondientes oposiciones –no de grado, sino a muy a pesar, obligados por sentencia judicial interpuesta por ASPEPC·SPS-, el «mérito» principal resulta ser la antigüedad como inspector «interino». Ni Juan Palomo, el de yo me lo guiso, yo me lo como. De los docentes de a pie, ya ni digamos.
En lo que afecta a las direcciones, de todo esto resultó algo en principio paradójico. Al pasar el director de un centro público a ser un mero capataz de la Administración a la cual está obligado por deberle su cargo, también su dependencia de la Administración es mucho mayor que la de un director de cualquier centro privado, no funcionario, que depende en todo caso de quienes le han contratado: los propietarios del centro. Un modelo de relación laboral propio de la lógica de la empresa privada, pero ontológicamente incompatible con la misma idea de Administración pública, en la cual su adopción produce la forma de degradación que se conoce como «clientelismo», con sus inevitables y consiguientes nepotismos, simonías, regalías y sinecuras. Es lo que ocurre cuando la Administración «bananea».
Es verdad que ha habido muchos centros concertados que se han apuntado al carro con experimentos pedagógicos extravagantes que son auténticas tomaduras de pelo; y que los seguirá habiendo, hasta puede que cada vez más. Pero entonces es que hay negocio de por medio, que es en definitiva de lo que se trata. El problema es que para poder vender truños tecnológicos y metodologías pedagógicas de chichinabo, antes hay que convertir la educación en un negocio, mercantilizarla, y para esto era preciso neutralizar a una pública que seguía enseñando, con más o menos fortuna, pero enseñando.
Deberíamos recordar que no hace tampoco tanto tiempo que la pública tenía más prestigio que la privada, porque enseñaba mejor y sus docentes eran universitarios especialistas en la materia. Con la LOGSE y sus sucesivos avatares, dejó de ser así. Simplemente, había que crear el problema para poder justificar la solución mercantilizada que, fraudulenta o no, produjera en cualquier caso pingües beneficios. Y esto no se podía hacer si, desde la mismísima base del sistema, los alumnos seguían aprendiendo a sumar sin necesidad de ordenadores ni aplicativos informáticos. Primero había que pasar por la pedagogía del entretenimiento, y después dar el salto a la de las pantallas. Sólo cuando ya no se aprende porque se ha dejado de enseñar, entonces ya sí que podemos aparecer con el invento de la sopa de ajo; y si seguimos sin aprender nada, que nadie se preocupe, forma parte del modelo. Ya aparecerán nuevas soluciones futuriblemente fracasadas; la segmentación, la renovación del bien de consumo y su obsolescencia programada son esenciales a la moderna lógica del mercado.
Sorprende también que muchos de los que se han lucrado con sus imaginarios nuevos trajes para emperadores estúpidos, y que coadyuvaron activamente a pergeñar el actual modelo educativo se lamenten e indignen ahora que (una vez más) se están cerrando líneas en la pública mientras se mantienen y hasta se abren de nuevas en la concertada. Una queja y una indignación que comparto plenamente, pero por razones muy distintas: hace décadas que estamos en las mismas y no era preciso ser muy perspicaz para verlo. Muchos sólo miraron a la luna de papel que el dedo señalaba, sin reparar en el dedo que, con su señalamiento, nos estaba desvelando sus intenciones. Incluso en el caso de algunos actuales plañideros, el dedo señalador era el suyo… Con franqueza, sorprende la sorpresa de algunos después de haber estado más de tres décadas comulgando con ruedas de molino, o lucrándose fabricándolas. No sé de qué se escandalizan, como no sea de sus tragaderas. Suena demasiado al “aquí se juega” del inefable capitán Renault de ‘Casablanca’, ellos también con sus comisiones ya previamente cobradas. Carecen de la menor credibilidad, así que a otro perro con este hueso.
A ver si nos enteramos de una vez: bienvenidos sean los recursos, pero el problema fundamental de nuestro sistema educativo público no es ahora mismo ni solamente de falta de recursos, sino a qué se destinan y, sobre todo y fundamentalmente, de concepto. Mientras sigamos atrapados en la lógica mercantilista cuyo amanuense educativo es el pedagogismo, no hay salida. Lo dicho, nuestro problema educativo fundamental es de concepto, y una Administración que le gustan las bananas.
Fuente: educational EVIDENCE
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