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- 30 de abril de 2024
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De cuando iba a estudiar
De cuando iba a estudiar
No nos iría tan mal recuperar algunos de los valores morales positivos de aquellos años con un desenfadado ¡Fuera prejuicios!
Joaquim Piujoan
Los recuerdos y breves reflexiones que evocaré no son sino imágenes, después de transcurridos casi 75 años, de la infancia que viví en un pequeño pueblo del valle de Aro, durante los años 50 del pasado siglo. Y lo haré para describir esquemáticamente los contrastes, pedagógicos y sociales, que desde mi modesta atalaya percibo entre aquellos estudios primarios, tan limitados –a los catorce años dejábamos la formación escolar y nos adentrábamos en el mundo del trabajo- y el mundo de hoy. No recuerdo que ningún compañero de mi generación cursara estudios superiores. Ninguno de la cosecha de los 50 llegó a la universidad; hasta que ya bien entrados en la década de los sesenta, con el abandono de la autarquía económica impuesta por el franquismo, y el comienzo de los planes de desarrollo, la universidad dejó de ser algo fuera de alcance.
Éste es el marco en el que recuerdo este ir a estudiar a que aludía, a aprender letra, que es como nos referíamos al hecho de empezar los estudios primarios en la escuela.
El señor maestro, para compensar el miserable sueldo que en aquella época percibían los docentes, tenía casa franca. La separación de sexos era absoluta. Sólo coincidíamos cuando íbamos a «doctrina». Eran los tiempos del nacional-catolicismo, y aun no siendo una escuela religiosa, era una «Escuela Unitaria Nacional de Niños», la religión tenía una presencia destacada y ubicua; todos, niños y niñas, asistíamos a misa en la iglesia parroquial los domingos por la mañana; y por la tarde, puntuales, a las tres, el mismo sacerdote nos impartía a niños y niñas la doctrina. Era un catolicismo muy primario, que se nos explicaba en nuestra propia lengua. A los siete años hacíamos la primera comunión; a los doce, la comunión solemne, que era como una reválida, o una bar mitzvah judía, la entrada en la adolescencia; el preludio al abandono de la escuela y la consiguiente entrada en el mundo laboral. En aquellos tiempos, el valle era eminentemente campesino, y el turismo, aún muy incipiente.
Comentar estos recuerdos con alguno de mis actuales vecinos, amigo, conocido o saludado del barrio barcelonés del Guinardó es algo así como introducirnos en aquella película francesa que tenía por título ‘Los chicos del coro’. Acaso quien la haya visto pensará que estoy exagerando y que estoy incurriendo más en una ficción que en una realidad vivida. Y no es así. En la escuela también teníamos un coro, y hacíamos una fiesta final de curso, con el coro amenizando con sus actuaciones estelares a familiares y amigos, después de todo un curso de ensayos. Y a los que no afinábamos, el señor maestro, factótum de todo lo que allí se hacía, decretaba que los que no teníamos ni buen oído ni buena voz quedábamos excluidos. Y se nos adjudicaba un poema que nos permitía participar en la fiesta. Con un poco de suerte nos tocaba Maragall, La sardana és la dansa més bella de les que es fan i es desfan [1]; o Verdaguer, aires del cel i clarors dels cims [2]. Y así, de esta manera, nos alejábamos de Espronceda y su viento en popa a toda vela, lectura obligatoria incluida en los libros de gramática. La buena literatura española no la vimos prácticamente en los planes escolares de aquellos años; la catalana era inexistente.
No sé si estará de más recordar que cada mañana cantábamos el Cara al Sol y que en la pizarra nos encontrábamos escrita la consigna del día, frases de autores como José Antonio Primo de Rivera, Onésimo Redondo o cualquier otro ideólogo del fascismo, tan presentes en la escuela como fuera de ella. Tampoco sé si vale la pena recordar que en el aula, maestro y alumnos, lo hacíamos todo en castellano, pero que a la hora del patio, que llamábamos recreo, imperaba lo pus bell català del món [3], y que los primeros niños de la inmigración española se integraron en este catalán que, a su vez, estaba excluido, negado y vejado en el aula.
Tengo miedo de que el lector de hoy, muy probablemente más al corriente de la crisis pedagógica escolar actual, piense que estoy pretendiendo describir todo aquello como un pequeño paraíso, y pasar por encima de los problemas escolares actuales volviendo al franquismo más puro y duro. Un reaccionario que nos quiere dar gato por liebre, pensará el lector. Nada más lejos de mi intención. Si describo con brevedad, como un decorado o telón de fondo, aquellos años 50, es para remarcar algunos aspectos positivos que, a mi juicio, tenía aquella vida escolar, por otro lado tan sectaria y criticable, pero con un respeto al maestro que hoy se ha perdido.
Él nos domesticó enseñándonos las cuatro reglas, los temidos quebrados, las reglas de tres sencillas y compuestas, y llegamos hasta las raíces cuadradas… Escribíamos y leíamos –con frecuencia en voz alta-, aprendíamos de memoria, tal vez como loros, lo que se nos imponía en lengua foránea. Y aquel señor maestro hacía cuatro horas diarias de clases extraescolares, que llamábamos conferencias, de francés, comercio, cálculo y gramática, a cambio del pago de una modesta cantidad: 75 pesetas al mes. Tal vez no era vocación, quizás lo hacía por pura necesidad, para redondear su humilde sueldo y poder mantener lo más dignamente posible a su esposa y a sus tres hijos.
Éramos unos 40 alumnos de entre 5 y 13 años. ¿Aprendíamos todos por igual y sin problemas lo que acabo de relatar? No.
Me ha quedado en la memoria la explicación que un maestro de aquellos tiempo me dio para saber qué, según su experiencia, debía tenerse en cuenta a la hora de plantearse un método pedagógico. Decía lo siguiente: “Hay una minoría, pequeña, que enseñes como enseñes, aprenderán mucho. Hay otra minoría, también pequeña, que por más que te esfuerces, no aprenderán casi nada. Y en medio hay una mayoría que, según cómo enseñes, aprenderán más o aprenderán menos”.
Por nada del mundo quisiera estar dando lecciones de nada con estos breves recuerdos. No añoro el pasado, pero ante el naufragio escolar y social actual, no podemos obviar que en aquel ir a aprender letra había alguno valores que se han perdido o que ya no se llevan, que ya no están de moda. Creo firmemente que recuperarlos no nos haría ningún daño. El mundo ha cambiado mucho en estos tres cuartos de siglo que ahora estoy evocando, y el progreso material ha sido tan real como incuestionable. Sin embargo, no nos iría tan mal recuperar algunos de los valores morales positivos de aquellos años con un desenfadado ¡Fuera prejuicios!
No tengo la varita mágica para aportar soluciones al cómo, al cuándo y al qué ha de producir esta sacudida pedagógica, escolar y social. El pasado siempre se tiende a idealizarlo o a demonizarlo. Creo que no es el momento para lo uno ni para lo otro. Si ahora escribo lo que escribo y más o menos se me entiende en mi lengua propia, que me fue totalmente negada en la escuela, es porque por encima de la ideología nefasta de las consignas fascistas –aquello de la unidad de destino en lo universal- había alguna cosa más. Y esto es lo que se mantiene como inmutable en el espíritu humano. No todo está perdido. Hay algunas cosas, pocas, que no se pierden nunca del todo. No quiero dar lecciones. Cada cual ha de situarse en su propio lugar. El mío es expresar esta breve memoria. No es ninguna solución revolucionaria, ni un milagro de la divinidad. Puede que incluso no sea nada.
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[1] Poema de J. Maragall en catalán original. Traducción: La sardana es la danza más bella de las que se hacen y deshacen.
[2] Poema de J. Verdaguer, en catalán original. Traducción: Aires del cielo y claridad de las cumbres.
[3] Trad: el catalán más hermoso del mundo.
Fuente: educational EVIDENCE
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