Cuentos de Unamuno (2): Batracófilos y batracófobos (1917)

Cuentos de Unamuno (2): Batracófilos y batracófobos (1917)

Cuentos de Unamuno (2): Batracófilos y batracófobos (1917)

Las ranas no paran de croar. Y en ese preciso momento surge la discordia…

Steffi Wacker. / Pexels

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Andreu Navarra

 

En esta ocasión, lo que escribe Miguel de Unamuno en agosto de 1917 no es una distopía sino una sátira, ya que parece claro que se está mofando de las disputas internas en el seno del Ateneo de Madrid hablando del Casino de Ciamaña, topónimo inventado que parece descender de Ciudad Magna. Pero lo hace con tanta habilidad que su parábola valdría también para cualquier casa célebre de cultura del país, tipo Ateneu Barcelonès o El Sitio de Bilbao, instituciones que el autor conocía muy bien.

También parece evidente que Unamuno se está divirtiendo a costa de la polémica sangrante entre aliadófilos y germanófilos, y lo confirman tanto Óscar Carrascosa (estudioso y recopilador de la narrativa breve unamuniana, y su editor para la editorial Páginas de Espuma) como los críticos anteriores. Tuve ocasión, hace exactamente diez años, de examinar este cisma literario e ideológico nacional en mi libro 1914. Aliadófilos y germanófilos en la cultura española (Madrid: Cátedra), una pugna que llegó a alcanzar considerables cotas de virulencia y ridiculez, y puedo certificar que este cuento de Unamuno, destacado líder de los aliadófilos, fue escrito en lo más agudo y crudo de la Primera Guerra Mundial, cuando incluso bajo la égida del Conde de Romanones llegó a haber un riesgo real de que España participara en aquella carnicería, y realmente está reflejando aquel ambiente dividido y turbio como ningún otro.

La habilidad del autor en este caso consiste en cómo supo, en agosto de 1917, combinar la polémica de aquel momento con otras muchas anteriores que cualquier lector mínimamente informado podía recordar, por ejemplo, la que dividió a clásicos y románticos hacia 1820, la que enfrentó en la ‘Polémica sobre la Ciencia Española’ a partir de 1876 a los seguidores del positivista Azcárate y el casticista Marcelino Menéndez Pelayo, o la que dividió a partidarios del Naturalismo e idealistas moralizantes. De hecho, por su diseño exterior, la polémica unamuniana liderada por Don Restituto, hombre práctico, y Don Herminio, el poeta, a la que más se parece es a las dos crisis de la segunda mitad de siglo XIX, puesto que los partidarios de la batracofobia enarbolan el ideal de la ciencia, mientras que los batracófilos, el del Arte. Se trata de un enfrentamiento típicamente postromántico, sin el foco en las cuestiones tecnológicas ni los futurismos que llegaron a protagonizar los discursos de principios del siglo XX.

Y aunque no escatimó ataques durísimos contra Eduardo Dato, Jefe de Gobierno neutralista a quien acusaba sin descanso de ser un cuco y un vendido a los alemanes (sin embargo, hace diez años se demostró que más bien, y en secreto, Dato había maniobrado para ponerse al servicio comercial con el gobierno francés), y esgrimió el látigo uno y otra vez contra los germanófilos, en el cuento evita tomar partido explícito. Y es que, en el fondo, como el socialista Araquistáin, lo que execraban era la inercia de la sociedad civil española, que creían inexistente. Tanto Ortega como Araquistáin y Unamuno expresaron su desesperación ante un país que rechazaba conectar con los grandes procesos de la Modernidad, dedicados a francachelas, festividades, distracciones y siestas.

Pues bien, la polémica entre batracófilos y batracófobos es otra de las ignaras crisis que van marcando una vida nacional ridícula: se trata de una lucha de casino totalmente idiótica y con sabor castizo.

El cuento es esquemático y sencillo, como todos los cuentos de Unamuno, cuentos de ideas y no de aventuras: el patio del Casino de Ciamaña es decorado con un gracioso estanque, y la consecuencia es que los lectores de la biblioteca empiezan a ser molestados por nubes de inoportunos mosquitos. Parémonos aquí: éste es el primer símbolo del texto: se construye artificialmente una ciénaga artificial, y los insectos ya no dejan leer ni estudiar a los “lectores”, perturbados por un elemento externo que no permite la concentración ni el trabajo paciente. De la ciénaga política surge una molesta prensa, llena de gritos y aguijones. Nuestros mosquitos de hoy podrían ser, por ejemplo, los teléfonos móviles, o el continuo goteo de titulares hiperactivos.

Para arreglarlo, se acuerda llenar el estanque de ranas. Las ranas deberían comerse a los mosquitos y solucionar el problema, pero surge un contratiempo nuevo: no paran de croar. Y en ese preciso momento surge la discordia: los poetas y los lectores desean leer y escribir, pero no pueden; y los espíritus científicos, los llamados “prácticos”, no pueden dormir la siesta. Volvamos a detenernos: en principio, Unamuno teóricamente debería encontrarse enclavado en la bandería romántica, la que rumia y trabaja, pero aporta una solución nietzscheana de la que hablaremos luego. Es curioso que los vagos, los durmientes, sean los científicos. Enemigo de la Kultur mecanicista, cuyo símbolo máximo es la Alemania del Káiser, no nos ha de extrañar que el autor considere alienados y espiritualmente dormidos a los positivistas, incapaces de bucear y soñar en la Intrahistoria nacional, el auténtico jugo eterno de la identidad castellana.

Los que leen son los que saben soñar, los que duermen son los que se han abandonado a cuatro tópicos pseudoprogresistas. Pero, tras meses de discusión enconada entre partidarios y detractores de los batracios, surge una tercera vía: un filósofo llamado Don Sócrates propone una solución de compromiso: eliminar la charca. En términos nacionales, eso equivaldría a arrancar y silenciar a la opinión pública, e imponer la mordaza. La salida de compromiso es aceptada y el estaque es secado y retirado: ya no hay polémica entre batracófilos y batracófobos. Sin embargo, todos echan de menos la charca política, porque el hombre no puede vivir sin lucha y sin marcha intelectual, que es conflicto per se. En nuestro debate pedagógico actual, la solución de este Sócrates sería el pedagogismo competencial: “¿No saben ustedes cómo educar mejor? Pues dejan de educar, y listos”. La solución a tan aguda polémica es la pura y simple nada.

¿Hasta qué punto ha avanzado moralmente el país? ¿No resulta ridícula la polarización actual y no se magnifican en unos medios tan histéricos como histriónicos una serie de cuestiones menores que no son más que distracciones de lo que de verdad debería preocuparnos? La cansina discordia entre profesaurios e innovadores, por ejemplo, sería una guerra civil incivil típicamente batraciana: sin matices, sin utilidad, sin referencia a algún tipo de solución práctica; es decir, una farsa. Nuestro hiperpartidismo, nuestras redes sociales totalmente batracias, y estos croares idióticos que forman nuestro acompañamiento coral cotidiano, ¿acaso no son capítulos y procesos dignos de risa como el enfrentamiento entre los amigos de las ranas y los de los mosquitos llegando a las manos en instituciones de cultura?


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

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