Que nada se sabe (1581), de Francisco Sánchez

Que nada se sabe (1581), de Francisco Sánchez

Pequeños libros de filosofía olvidados (1)

Que nada se sabe (1581), de Francisco Sánchez

Curso de filosofía en París, ilustración de Grandes crónicas de Francia. / Wikimedia

Licencia Creative Commons

 

Andreu Navarra

 

¿Qué sabemos de este discurso de cien folios sobre los límites del conocimiento, publicado por primera vez en Lyon en el año 1581, aunque redactado en 1576? Que se trata de un clásico del escepticismo, y que se debe a la pluma de un médico enigmático formado en Montpellier, que había estado en Roma y que ejercía con notable éxito en Toulouse. Sabemos que el librito, escrito originalmente en latín,  fue reimpreso en Frankfurt (1618), Toulouse (1636), Rotterdam (1649) y Stetin (1665); en español también ha sido traducido y reeditado cinco veces, aunque sin haber logrado llamar mucho la atención del público lector, la última en Tecnos preparada por Mª Asunción Sánchez Manzano (2020).

Sabemos que este texto intensamente heterodoxo se inserta de lleno en la crítica de la Escolástica común a todo el Humanismo renacentista (Vives, Erasmo, a quien Sánchez seguía y leía con atención), pero de un modo frontal que anuncia las revoluciones de Descartes y Francis Bacon. También es un notorio precedente de Hume, puesto que llega a poner en duda explícitamente que pueda existir un principio de causalidad. Sánchez, nacido en Tuy, hijo de una familia judeoconversa que tuvo que huir de Portugal, fue realmente un precursor. Lo notamos especialmente en el sorprendente “Prólogo al lector”, en el que declara su inconformismo con el estado de los saberes que le han llegado: “Revisaba las enseñanzas de los que me habían precedido, examinaba el pensamiento de los contemporáneos; me respondían los mismo. No había nada en absoluto que me diera satisfacción”.

Que nada se sabe” es el leit motiv fundamental del libro, pero no es el único pensamiento que se repite una y otra vez en las páginas de Sánchez, que abomina explícitamente del saber totalmente teórico y basado en silogismos para proponer una “nueva ciencia” que provenga de la “observación perfecta” de la Naturaleza. Llama la atención su vivaz primera persona, que nos recuerda el tono que emplean Descartes y Spinoza cuando, más de medio siglo después, nos relatan sus aventuras intelectuales: “En consecuencia”, escribe Sánchez, “me he dirigido a mí mismo la pregunta, y poniendo todo en duda, como si nadie hubiera dicho nunca nada, comienzo a examinar las cosas, que es la manera verdadera de saber”.

La ciencia ha de aprender a volar por encima de las limitaciones del lenguaje y ha de huir de la lógica escolástica. El lenguaje humano, imperfecto, parece una maldición para este médico obsesionado con la exactitud. Los silogismos, según Sánchez,  son una auténtica rémora y una tomadura de pelo: “Y ahora, ¿qué es aquello de la demostración? Otra vez volverás a definir: “Un silogismo que suscita la ciencia”. Has cerrado el círculo. Y por añadidura, me has defraudado y también te has defraudado. Pero, ¿qué es el silogismo? Sorprendente, endereza las orejas, despliega la fantasía, pues quizá no vaya a contener tal torrente de palabras”. En definitiva, lo que odiaba era la palabrería. Las cadenas de inferencias cíclicas le parecían juegos de malabaristas, propios de pillos, mediocres, falsos científicos y prestidigitadores. “En definitiva, ¿qué es ser? No lo sabes, como antes. ¿Qué has conseguido con estos silogismos? No has probado que el hombre es ser”.

Su defensa de un protoempirismo está muy claramente planteada: “Para no verme envuelto en ellas [las contradicciones], libre de ellas, me he dirigido a las cosas reales”; o “por lo que es fácil ver qué estúpidos son los que buscan la ciencia completa y sola, sin considerar nada en la realidad”. Spinoza, tan similar en tono e intención, pero tan distinto por ser partidario de las verdades internas, hubiera considerado abominables estas conclusiones disolventes.

Otro rasgo sorprendente, en este caso una ausencia, es la falta de continua apelación a los clásicos que lastra las obras originales de otros humanistas contemporáneos. Aristóteles, Sócrates, Cicerón, Lucrecio, Horacio y el Eclesiastés aparecen en el libro, pero libres de afectación y de forma notablemente discreta. Esta ligereza aporta un extra de frescura a la prosa de Sánchez, y también (¿por qué no decirlo?) un extra de amenidad, porque este médico filósofo se mostró totalmente capaz de expresar sus inquietudes y hasta su indignación contra el dirigismo ortodoxo tomista sin obstaculizar sus argumentos con inoportunas citas de autoridad; y es que no las necesitaba. Ojalá hubiera escrito más obritas como esta. Sánchez es tan moderno que anunció polémicas recientes, como por ejemplo la reciente protagonizada por Markus Gabriel, quien afirmaba que el mundo no existe, y lo afirmaba con el mismo argumento sanchista de 1576: “También nuestra ignorancia tiene otra causa: la sustancia de ciertas realidades es tan enorme que no la podemos percibir completamente”.

Su conclusión era clara, sigamos aplicándola: “¡Construye otra ciencia, (…) pues la primera es ya falsa!”. Hay que seguir desafiando siempre las ortodoxias consolidadas. Ese fue su gran mensaje.


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

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