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  • 7 de junio de 2024
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Menores, móviles y salud mental: correlación no es causalidad

Menores, móviles y salud mental: correlación no es causalidad

Menores, móviles y salud mental: correlación no es causalidad

La prensa anglosajona ha recogido con rigor las luces y sombras del libro de Jonathan Haidt (La generación ansiosa), que establece una relación simple entre el tiempo que pasan los menores con los móviles y sus problemas de salud mental

Imagen generada mediante IA 

Licencia Creative Commons

 

Enrique Benítez Palma

 

La publicación del esperado libro de Jonathan Haidt, y la subsiguiente promoción, han tenido una notable cobertura en los medios del ámbito anglosajón. Quizás uno de los momentos culminantes fuese la entrevista para The New Yorker que le hiciera al autor, el 20 de abril, el mítico periodista David Remnick, premio Pulitzer y biógrafo de Muhammad Alí, entre otros muchos méritos destacables.

Hay una complicidad generacional entre ambos, ya que Remnick tiene 65 años y Haidt 60. La conversación fluye, el texto es la transcripción de una entrevista radiofónica. Haidt establece el origen de los males que denuncia –se ha pasado de la sobreprotección de los chavales en el mundo real a su abandono en el mundo virtual– en los años que van de 2005 a 2010, cuando se introducen todas las novedades tecnológicas (smartphones: la incorporación de las cámaras a los móviles es crucial) y digitales (configuración de las redes sociales tal y como las conocemos hoy en día) que dan lugar a ese “gran recableado” o “gran reconfiguración” (great rewiring) de los cerebros jóvenes y adolescentes, menos preparados que los de los adultos para gestionar el universo de posibilidades de distracción inmediata y acceso a contenidos infinitos que tienen al alcance de sus manos.

Portada en español del libro de Jonathan Haid

La tesis de Haidt es atractiva, lógica e intuitiva. Advierte sobre un cambio a gran escala de la “conciencia humana”, de nuestra forma de ver, interpretar y narrar el mundo. Y las recetas que propone son sencillas, aunque un tanto contradictorias, desde mi punto de vista, como señalé en la primera entrada de esta serie: la responsabilidad es de las grandes corporaciones, la pasividad corresponde a gobiernos y legisladores, pero la obligación de actuar se coloca sobre los hombros de familias y educadores. No todo es tan sencillo, y mucha gente así lo ha visto.

En marzo, medios como The Washington Post (WP), The New York Times (NYT), The Wall Street Journal (WSJ) o The Guardian (TG) reseñaron el libro de Haidt. También le han prestado atención publicaciones especializadas como Wired, Político, The Conversation o The Atlantic. Un breve resumen puede ser de utilidad para identificar las principales ideas que se han comentado en público a raíz de la publicación de La Generación Ansiosa.

The Guardian publicó un extracto editado de su libro el 21 de marzo. En esos mismos días, Judith Warner, experta en salud mental juvenil y autora de varios libros de gran impacto, había advertido en una solvente colaboración para WP que la propuesta de Haidt era “arriesgada”, ya que “demostrar la causalidad (en lugar de la mera correlación) es una proposición dudosa”, sobre todo por la existencia de “un gran cuerpo de literatura académica sobre los daños psicológicos de los medios sociales que es ambiguo en el mejor de los casos”. Una línea argumental común en las críticas mediáticas y académicas al libro de Haidt, y que los economistas conocemos bien, ya que la correlación no siempre supone o implica causalidad.

Otra idea que no se debe pasar por alto la introduce Haidt en la entrevista de Mark Novicoff para Político: “una población ansiosa, temerosa y amenazada va a estar más abierta a un hombre fuerte, a un líder autoritario, a alguien que prometa detener el caos y acabar con las amenazas”. De esta manera, descubrimos que la preocupación de Haidt ya no sólo tiene que ver con la salud mental de los más jóvenes, sino también con las posibles consecuencias sobre la vida pública y democrática que esta ansiedad colectiva puede tener. Para sorpresa de todos, en esas mismas fecha se declara en el NYT “tremendamente optimista” con respecto a la Generación Z -en línea con sus últimos artículos firmados con Zack Rausch-, ya que la considera “consciente de estar en una trampa”. “No hay, por tanto, que empujarles, sino que hay que ofrecerles una salida”, sostiene en esta ocasión.

En abril, pasada la resaca inicial, comienzan algunas críticas incipientes, que arreciarán en mayo. Abre la veda Blake Montgomery en TG, el 27 de abril, acusando al libro de Haidt de tener una “lógica antitecnológica sesgada” y de sobresimplificar el problema de la salud mental de los jóvenes al centrarse sólo en los dispositivos móviles. El 10 de mayo, Steven Levy escribe en Wired que el libro es una “jeremiada contra las redes sociales”, y que “la conectividad digital es ahora parte de la infancia”. Más incisivo se muestra Hugh Breakey en The Conversation, al alertar sobre los peligros de aceptar sin críticas argumentos intuitivos, y sobre el papel de los sesgos ideológicos, en los que puede haber caído el propio Haidt, cuyo éxito de ventas anterior ya alertaba sobre el hiper proteccionismo de los más jóvenes y la debilitación de su carácter, a partir del nuevo concepto de “safetyism”, que ha llevado a muchos padres a exigir entornos seguros para ellos y para sus familias a cualquier precio, incluso al de la censura de libros, música o películas consideradas perjudiciales para los más jóvenes.

El 6 de mayo, Ellen Barry dedica un reportaje en el NYT con las primeras críticas académicas a la tesis de Haidt. Citando diversos artículos, Barry apunta algunas líneas que merecen ser tenidas en cuenta: “el verdadero problema es un sombrío panorama social de tiroteos en las escuelas, pobreza y calentamiento global. O la presión académica. O una atención sanitaria insuficiente. Un grupo de investigadores británicos propone ahora otra explicación, al menos parcial: hablamos demasiado de los trastornos mentales. Esta hipótesis se llama ‘inflación de prevalencia’. Sostiene que nuestra sociedad se ha saturado tanto con la discusión sobre la salud mental que los jóvenes pueden interpretar un sufrimiento leve y pasajero como síntomas de un trastorno médico”. El 9 de mayo, el WP ya se plantea abiertamente que en un op-ed que es complicado afirmar o sostener que los smartphones están destruyendo la infancia. Un día después, la reconocida experta en tecnología y familia del WSJ, Julie Jargon, no sólo cuestiona la causalidad que establece Haidt, sin demasiada evidencia, sino que pone sobre la mesa la olvidada perspectiva de género: un capítulo del libro está dedicado en exclusiva a las chicas, a las que Haidt presenta como víctimas más propicias para la depresión, porque los chicos la gestionan aislándose, encerrándose con sus videojuegos o viendo pornografía en solitario.

El tramo final de las críticas en los medios lo protagoniza una prestigiosa académica, citada por muchos periodistas, que escribe un gran texto para The Atlantic el 21 de mayo. Se trata de Candice Odgers, que presenta una panorámica de la literatura científica más reciente -incapaz de afirmar con la certeza de Haidt que existe una correlación directa entre el tiempo que se pasa conectado a una pantalla y los desórdenes mentales-, y que denuncia algunos riesgos derivados de la proliferación de titulares alarmistas: no es bueno sembrar el pánico sobre el uso de los móviles por los más jóvenes; el miedo sólo hará que los investigadores se queden sin las herramientas para seguir investigando la compleja relación entre menores y móviles y redes sociales y videojuegos y tantas otras cosas del mundo digital; y, lo más importante, que es la vida real, la vida offline, la que de verdad influye en la salud mental de los jóvenes y en su exposición a contenidos online violentos o inadecuados.

En definitiva, al libro de Haidt no se le puede negar el sentido de la oportunidad, aunque sea necesario leerlo en contexto y conocer las críticas académicas que ha recibido. También conviene preguntarse cuál es el modelo ideal de educación y formación de los jóvenes que propone Haidt. Todo ello, claro, sin perder de vista en ningún caso la mención que hace Candice Odgers a la influencia decisiva de la vida offline en la salud mental de los jóvenes. Valga como muestra el dato que aporta Craig Sewall, investigador especializado en la relación entre tecnología y salud mental: en las últimas dos décadas, casi 1’2 millones de jóvenes estadounidenses han perdido a uno de sus padres a causa de las drogas o de tiroteos e incidentes con armas de fuego. La media es de sesenta mil cada año. Con estos datos, lo raro sería que nada les afectara. Quizás los dispositivos que tanto usan sean, entonces, más un refugio -un síntoma- que un peligro -una causa-. Dejamos esta reflexión para la tercera y última entrega sobre ‘La generación ansiosa’.

Ver primera reseña del libro de Jonathan Haid


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

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