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  • 18 de diciembre de 2024
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Libros sin lectores, futuro sin ciudadanos

Libros sin lectores, futuro sin ciudadanos

Libros sin lectores, futuro sin ciudadanos

Eli Digital Creative . / Pixabay

Licencia Creative Commons

 

Enrique Benítez Palma

 

Existe toda una galaxia de publicaciones periódicas que proporcionan información relevante para entender el mundo en que vivimos, los cambios sociales, la incertidumbre que trae la tecnología, los vaivenes políticos. Escribe Jorge Carrión en una de estas revistas, Mundo Diners, que el mundo se está ya dividiendo entre quienes estamos dispuestos a pagar las correspondientes suscripciones por el acceso a “contenidos” de calidad y quienes se conforman con lo gratuito. Un cambio importante, ya que la financiación de los contenidos influyentes parece quedar en manos de quienes tienen el dinero, frente a un océano de micro-suscriptores con intereses dispersos, elevados gastos cotidianos y escasa lealtad a las heroicas y muy diversas formas de resistencia cultural.

Viene esto a cuento de la lectura en The Atlantic -una de esas publicaciones periódicas aconsejables- de un texto firmado por Rose Horowitch sobre las dificultades que encuentran los profesores estadounidenses de las escuelas de élite para encontrar estudiantes capaces de leer libros completos. Su investigación pone de manifiesto una creciente preocupación sobre la bajada de los índices de lectura y de la capacidad de comprensión de los más jóvenes, algo que puede lastrar tanto su empleabilidad (que es lo que preocupa a quienes quieren un sistema educativo orientado a las necesidades de las empresas y la economía) como a su pensamiento crítico, como reclaman o reclamamos los que seguimos creyendo en una Escuela, con mayúscula, que debe sobre todo formar a los futuros ciudadanos, en el sentido más democrático de la palabra.

El reportaje de Horowitch dio pie a Nicholas Thomson, CEO (Chief Executive Officer) de The Atlantic a preguntar en Silicon Valley qué opinaban los desarrolladores de las más modernas herramientas tecnológicas -con la Inteligencia Artificial Generativa como nueva frontera- sobre esto. La respuesta asombra: se considera el libro como un instrumento ineficiente para la transmisión de conocimiento, y en Silicon Valley afirman que disponen de mejores herramientas, mucho más avanzadas y precisas. Nunca pensé que los libros fuesen ineficientes, pero ese fue el calificativo utilizado.

El artículo de Horowitch estaba bien fundamentado, pero no es nuevo. Es el último ejemplo escrito de una preocupación recurrente. En su formidable invitación a Construir lectores (editorial Vaso Roto), el profesor Vicente Luis Mora -a quien auguro una futura entrada en la RAE, al igual que a Jorge Carrión- ya recuerda que “para cualquier humanista, de cualquier época, cada generación desciende el nivel cultural que poseía la suya, o la inmediatamente anterior”. Esto mismo sostienen los profesionales entrevistados para el reportaje de The Atlantic, que afirman que el alumnado ni siquiera es capaz de estar concentrado durante la lectura de un soneto, y mucho menos tiene la capacidad de interpretarlo.

Entre los sospechosos habituales del declive lector están las pantallas y las redes sociales. Un culpable fácil y evidente que permite cerrar el caso sin más complicaciones. Lo decía Mía Couto, escritor mozambiqueño, recogiendo el premio de la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, hace unos días: “la realidad que nos llega por una pantalla luminosa es un muro que no nos deja ver nuestra propia humanidad”. Hemos sabido también estos primeros días de diciembre que la palabra del año 2024 para Oxford ha sido “Brain rot”, un término propio de la cultura de internet, y que la Wikipedia define, citando a Oxford University Press, como “el supuesto deterioro del estado mental o intelectual de una persona, especialmente visto como resultado del consumo excesivo de material (ahora particularmente contenido en línea) considerado trivial o poco desafiante”. Sin embargo, el enigma del declive de la poca lectura de los jóvenes y de su limitada capacidad crítica no parece tan sencillo de resolver. Jonathan Malesic, por ejemplo, escribía en el New York Times que los jóvenes leen menos como una respuesta racional a los modelos de éxito que conocen: “la productividad ya no tiene que ver con el trabajo, y el salario tiene poco que ver con el talento o el esfuerzo”. Los influencers y creadores de contenidos parecen vivir a todo trapo sin más que retransmitir en directo su vida íntima o colgar videos más o menos originales, pero sobre todo entretenidos y virales.

El propio Vicente Luis Mora se pregunta si es la ausencia de interés de los niños el verdadero problema para construir lectores, o si puede ser la ausencia de interés de docentes y progenitores. Para tratar de responder su pregunta, aporto un dato de la última encuesta de OfCom, el regulador británico de las comunicaciones, sobre los hábitos de uso de internet en el Reino Unido (Online Nation report): en 2024, la media de horas que pasan conectados los adultos encuestados es de 4 horas y 20 minutos. Viendo estas cifras, cabe preguntarse entonces cuánto tiempo destinan esos adultos a sus hijos: diría que menos que a Netflix.

La preocupación por el declive lector de niños, adolescentes y jóvenes tiene otras muchas ramificaciones. La censura de libros en el sistema escolar estadounidense parece una pandemia paranoica de difícil freno: la American Library Association denuncia que hay ya más de 4.000 títulos censurados, todos de manera injustificable, muchos de manera completamente incomprensible. ¿Cómo conciliar este afán medieval con la necesidad fundamental que tienen los más jóvenes de aproximarse a “emociones inadecuadas para su edad, mediante lecturas que les hagan asomarse a partes de su ser que no conocen”, como sostiene con acierto Vicente Luis Mora? ¿Acaso no hemos crecido todos leyendo a destiempo novelas y novelas gráficas, o viendo películas y series de televisión recomendadas para etapas más adultas?

Sin ese desafío, sin ese acceso a “contenidos” que son ya “obras”, siguiendo el texto inicial de Jorge Carrión, difícilmente podremos construir no ya lectores, sino personas adultas autónomas y con criterio propio, dotadas de una literacidad crítica acorde con los enormes desafíos de las sociedades contemporáneas y dispuestas a promover una sana convivencia colectiva, pacífica, respetuosa y no excluyente. La muerte de la lectura no supone sólo la muerte del libro, porque los libros han sido los instrumentos que han permitido diseminar los valores comunes del progreso colectivo y también la transmisión del conocimiento acumulado a lo largo de la Historia. Y ese eslabón fundamental parece ahora en peligro de extinción.

Pero ¿de verdad lo está? Hoy se lee y se escribe más que nunca, pero en otros formatos. Nuestro mundo es textovisual, como afirma Vicente Luis Mora. Y quizás la muerte del libro no esté tan cerca. Tirando del hilo del artículo de Horowitch se puede llegar a otro texto -delicioso esta vez- de Jeff Jarvis, también en The Atlantic (septiembre de 2023: I Was Wrong About the Death of the Book), en el que reconoce que estaba equivocado sobre la muerte del libro, que él mismo había vaticinado quince años atrás. Recuerda Jarvis, citando a Jessica Pressman, que a lo largo de la Historia el libro ha simbolizado la privacidad, el placer, el individualismo, el conocimiento y el poder. Y es precisamente todo ese capital simbólico lo que daría la razón a Umberto Eco, y no a su oscuro y pesimista vaticinio. Jarvis también cita un texto maravilloso (Dead again) de 2012 de Leah Price (New York Times), que recordaba que ya en 1831 Teóphile Gautier escribió que los periódicos estaban matando a los libros, y que a su vez deriva a otro texto maravilloso de 1992, de Robert Coover (en pie, lectores), titulado The End of Books, que señalaba al hipertexto como la nueva amenaza real para los libros.

En todo caso, el panorama no es optimista, y si coincidimos en la importancia de los libros más allá del entretenimiento, del pragmatismo, de la autoayuda, y si coincidimos en la función social de la lectura, o como queramos llamarlo, conviene tomar medidas, pasar a la acción. La presunta ineficiencia de los libros supone una buena pista para anticipar por dónde ataca la nueva amenaza: la de la hiperproductividad que parece marcar hoy las necesidades de los poderes salvajes que señalaba Luigi Ferrajoli. Hablar de libros, de lecturas y de lectores supone entonces hablar de humanidad, de lo que nos va a diferenciar de las máquinas y los autómatas. Leer para sobrevivir, otra vez, otra vez.


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

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