- Opinión
- 21 de marzo de 2025
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La venganza de la realidad o el síndrome de Montecristo

La venganza de la realidad o el síndrome de Montecristo

Decía Ortega, creo recordar que en ‘La rebelión de las masas’, que si perseveramos en ignorar la realidad, ésta acaba vengándose. Podríamos añadir que si tal ignorancia es deliberada, ya sea por voluntad de desconocimiento o por estar supeditada a otro tipo de imperativos, entonces estaríamos hablando de ignorancia dolosa, culpable.
No sirve de nada entonces apelar a la inmoralidad de la venganza, porque el orden de lo moral es humano, y aunque la acción humana transforma y moldea en sus efectos la realidad, no por ello ésta entra en los dominios de lo moral. En otras palabras, la realidad no se venga, esto es sólo una forma humana de decirlo; son los efectos de nuestras acciones sobre ella los que repercuten en nosotros, para bien o ara mal. A ver, caerse por un precipicio no es inmoral, es simplemente la fuerza de la gravedad; empujar a alguien para que se despeñe por él sí lo es. La realidad no se equivoca ni comete errores, somos nosotros los que nos equivocamos y los cometemos al actuar sobre ella, y los que acarreamos con sus efectos.
Tan perjudiciales son en este sentido la falacia naturalista –pensar que lo que ha sido siempre así es porque es como ha de ser-, como la idealista –entender que nuestras ideas sobre la realidad se corresponden con la possibilitas de ésta. No, la teoría de la adequatio del viejo Aristóteles no va por ahí; todo lo contrario. Las políticas educativas llevan decenios incurriendo en la falacia idealista, cuyos reiterados fracasos no hacen sino apuntalar paradójicamente la falacia naturalista. Seguimos contumazmente creyendo que la altura moral de nuestras intenciones se corresponde con el imperativo de su materialización efectiva sobre la realidad. Y ocurre entonces que si nuestras acciones no sólo no producen los efectos perseguidos, sino que incluso nos alejan más de ellos, o tomamos cartas del asunto, o seguimos perseverando en el error.
Podemos pensar que enseñando menos se aprenderá más (mejor), o incluso que sin enseñar se aprenderá espontáneamente en ingentes cantidades y cualidades. O que la escuela mata la imaginación, y convertir todo el curso en un carnaval y los días antaño a este efecto reservados en un simulacro de lo que una vez fue un curso escolar. Pero toda vez que partamos, como humanamente no podemos sino hacer, de un previo contexto dado y lo hagamos en términos razonablemente dimensionados, no hay nada que nos permita considerar tales creencias como principios generales válidos. Si aun así los ponemos en práctica y vaciamos los currículos de contenidos, dejando a niños y adolescentes al albur de sus impulsos y voliciones, lo más seguro es que en unos centenares de generaciones estuviéremos de nuevo al nivel de Atapuerca. Y si detectamos que los niveles bajan, lo lógico es asumir que nos hemos equivocado y rectificar, aceptar que nuestras ideas no eran viables y, con esta conclusión enriquecer a su vez nuestro conocimiento de la realidad para así equivocarnos menos la próxima vez.
También podemos decidir desterrar los exámenes de la escuela, ora porque cada cual tiene sus propios procesos de aprendizaje, ora porque no demuestran nada. O exigen memorizar y crean ansiedad, y no queremos ni lo uno ni lo otro para nuestros alumnos, además de no ser ético evaluar su aprovechamiento o pretender que dispongan de un acervo común de conocimiento estandarizado más o menos válido para todo el mundo. Pero si luego nos encontramos a las puertas de la facultad de Medicina con gente incapaz de distinguir conceptualmente un músculo de un hueso, o, poniéndonos competenciales, que para conocer tal diferencia hayan tenido que vivir la experiencia de una fractura ósea y una contracción muscular –solo se aprende experimentando y por autodescubrimiento, dicen algunos-, la culpa no es de la realidad, ni de los afectados por tal ignorancia, sino de la estupidez de la idea que ha tenido tales efectos.
O podemos prohibir la repetición de curso y decretar por ley la promoción y la graduación automáticas, pero si luego resulta que toca explicar el Teorema de Pitágoras a quien no ha aprendido ni a sumar, la culpa no es del automáticamente promocionado, sino del orate que dispuso su promoción y graduación para proseguir con una ficción que solape el despropósito de sus ilusas ideas educativas.
Igualmente podemos considerar, desde la absoluta convicción que el ser humano es bueno y bondadoso por naturaleza, la abolición absoluta de la autoridad y el castigo, pero si luego nos encontramos los centros educativos convertidos en pueblos de Spaghetti Western enseñoreados por matones de 14 y 15 años, no le echemos tampoco la culpa a la realidad, sino al botarate que, ignorante de la condición humana, de lo que significa educar y dotado de un poder que jamás debió habérsele confiado, promovió tal situación confundiendo sus deseos con la realidad; o del farsante que la pergeñó en beneficio propio.
Podemos sospechar también que los bajísimos rendimientos académicos lo son a causa de la situación socioeconómica y renunciar con ello a enseñar a los más vulnerables para así no tensar más aún su frágil situación vital. Y entretenerlos con bagatelas. Todo un acto de nobleza emocional. Pero si con ello resulta que los estamos privando del único recurso que les hubiera podido permitir salir adelante y superar su situación, tampoco la profecía autocumplida es esta vez culpa de la realidad ni de que sean pobres, sino de un modelo educativo al servicio de una ingeniería social depredadora que cínicamente los ha abandonado a su suerte.
Y seguiremos ignorando la realidad sin afrontarla o atribuyendo su deterioro a imponderables de todo jaez e inventando añagazas que auguren la ya inmediata cercanía de la olla de oro situada debajo del arco iris que tenemos a nuestro alcance. O culpando a las víctimas por no ser como hubieran debido, como si habiéndonos salido el cochino mal capado, vamos y culpamos de ello al pobre animal. Todas las excusas, pretextos y presuntas fatalidades que queramos imaginar y aducir. Todo vale, menos afrontar la realidad.
Pero sólo servirán al que sirvan para ir tirando mientras tanto, hasta que llegue la inexorable venganza de la realidad. Aunque puede que estemos ya tan doctrinariamente sedados que muchos ni lo vayan a notar. O culparán a la realidad de ser malvada, inmoral… Y no, la realidad es amoral, los inmorales son todos los que han pergeñado tamaña aberración educativa. El mal ya está hecho, y lo que nos estamos encontrando actualmente con los pésimos resultados en los informes internacionales, el desvergonzado falseo sobre los datos del fracaso y el abandono escolar y masas escolarizadas durante más de diez años en estado de práctico analfabetismo funcional, eso sólo es el principio.
Como cuando en ‘El conde de Montecristo’ llega a París un misterioso personaje cuyo origen nadie conoce, instalado en la más ubérrima opulencia, y a algunos hasta entonces suertudos altos dignatarios empiezan a acaecerles adversidades y desgracias que atribuyen a la fatalidad, hasta que descubren, demasiado tarde, que la novela había empezado mucho antes, y que sus desgracias eran el efecto de sus pretéritas felonías, tan olvidadas que ya ni creían merecer un castigo por ellas.
Tal vez nuestros Mondegos, Danglars y Villeforts, con sus inefables Caderousses, tampoco lo recuerden ya… Habrá que irles refrescando la memoria.
Fuente: educational EVIDENCE
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