• Opinión
  • 14 de noviembre de 2024
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La pedagogía de «Los siete samurais»

La pedagogía de «Los siete samurais»

La pedagogía de «Los siete samurais»

El problema, precisamente, es que nos empeñemos en impedirles que evolucionen, que maduren

Póster de película japonés de 1954 para la película japonesa Los siete samuráis de 1954. / Wikimedia

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Xavier Massó

 

Los niños, a veces, son mejores que los adultos

-Sí, cuando se les trata como adultos

Este breve diálogo de la inolvidable película «Los siete samuráis» (Akira Kurosava, 1957), evoca una vieja idea de acuerdo con la cual la niñez y la adolescencia son etapas cuyo sentido es la preparación para la vida adulta. Para convertirse en adulto, en definitiva, no basta con un cuerpo morfológica y biológicamente adulto, sino que es necesario haber recorrido un proceso que consiste en la preparación para llegar a serlo. Una meta no siempre fácil de alcanzar. Un trayecto en el que se deben aprender ciertas cosas y pasar por ciertas otras. Indefectiblemente.

Todas las sociedades humanas han tenido sus respectivos rituales iniciáticos y de tránsito, que marcan simbólicamente el paso a la consideración social de adulto. Condición que supone estar en disposición de criterio y autonomía moral suficientes para vivir, orientarse e interactuar socialmente; intelectual y emocionalmente. Intelectualmente, en lo que corresponde a la adquisición de conocimientos y destrezas, para ganarse la vida profesionalmente y decidir libremente lo que uno quiere hacer con ella; emocionalmente, dotarnos psíquicamente para la asunción de la propia identidad y circunstancias en la interacción social y, en definitiva, en la vida. Dicho de otro modo, que las cosas no siempre son como nos gustaría que fueran y enfrentarse a la frustración es también un aprendizaje. Como afirmaba Hannah Arendt, la función de un sistema educativo es enseñar como es el mundo, no el arte de vivir en él. Esto último ya lo decidirá cada cual de acuerdo con su propio criterio y libre decisión, siempre en función de las circunstancias orteguianas indisolublemente ligadas al «Yo».

En este sentido, la primera paradoja de la pedagogía posmoderna, por no decirle oxímoron, consiste en que, cuanto más teorizaciones haya involucradas, más parece todo encaminarse a preservar un estado ideal infantil, una especie de escuela-bonsái, aislando a niños y adolescentes en una suerte de burbuja protectora que los ponga a salvo de cualquier interferencia de la vida adulta –o lo que es lo mismo, del mundo real- para la que se supone, por otra parte, que los deberíamos estar preparando. Vamos, como si convertirse en adulto fuera el resultado de un proceso exclusivamente biológico. Nos esforzamos para que no tengan que esforzarse, nos afanamos para que no experimenten ningún tipo de afán, y nos frustramos pugnando por evitar que experimenten frustración alguna… Pero nada de eso evita que luego se encuentren con una sociedad que les requerirá que se esfuercen, ni con situaciones cuyas expectativas no se vean en muchas ocasiones defraudadas, que sólo podrán superar con la entereza adquirida de experiencias anteriores, que, si no han tenido, los sitúa en una posición de clara indefensión. Nadie dice que no se los deba proteger, sino que también se los ha de preparar para lo que se encontrarán; no serán siempre niños bajo la tutela adulta de padres, maestros, jueces… En otras palabras, no siempre serán menores de edad.

En el trasfondo de todo esto está la famosa idea de Rousseau, según la cual el hombre es bueno por naturaleza y bueno nace, pero la sociedad lo pervierte. De acuerdo con esto, se tiende a ver el proceso de conversión en adulto como la pérdida de la inocencia natural. Y se tiende, también, a ver estas etapas de tránsito como un fin en sí mismas, desde un voluntarismo «fijista» digamos que más bien poco o nada evolutivo, menos aun dialéctico. Desde esta perspectiva, la educación y la escuela tradicionales no serían sino un fingimiento amanerado que reprime los impulsos del individuo y lo enajena de su propia naturaleza. Si, en cambio, permitimos que brote el instinto natural, florecerán por doquier la bondad, la espontaneidad y la creatividad innatas en la especie. Dicho de otro modo: prohibido prohibir.

Pero si admitimos que la sociedad humana es como es, aunque no por ello deba gustarnos, entonces hay que admitir que no estamos preparando a las nuevas generaciones para afrontar el escenario con el que, por más indeseable e imperfecto que sea, se encontrarán cuando accedan a la vida adulta. Entonces, claro, lo que hace falta es cambiar la sociedad, y para conseguirlo, primero hay que cambiar al individuo; es decir, la forma en que lo educamos. Sólo así cambiaremos la sociedad. Será un «peterpanismo» de lo más atrabiliario, sí, pero esto es lo que hay y éste es el principio que subyace a tanta pedagogía novólatra y tanta imposición del método sobre el contenido.

Pero entonces, y he aquí la segunda paradoja, si la nueva educación consiste en favorecer las manifestaciones espontáneas y «naturales» del individuo, nos estamos olvidando de que acaso la condición «natural» humana no sea como la habíamos imaginado; y tampoco, por supuesto, la nueva sociedad soñada. Pero como lo importante parece ser la altura moral de los objetivos trazados, no parece que ni los hechos ni los resultados importen demasiado. En otras palabras, no permitamos que la realidad nos estropee una bella teoría.

Que el niño se comporte como niño está bien y es de lo más razonable que así sea, o el adolescente como adolescente. Pero si nos olvidamos de que también son etapas de tránsito hacia la vida adulta, entonces sólo cabe concluir que estamos ante una burda mistificación, una irrealidad. Y que a esta pedagogía le ocurre exactamente lo mismo que con la burlesca y lúcida chanza que se hacía con la «OJE» franquista y los elementos grotescos con que se ataviaba. La pregunta era «¿Qué es una centuria de la OJE?»; y la respuesta: «Noventa y nueve niños vestidos de adultos, y un adulto vestido de gilipollas». Todos iban vestidos igual: «camisa azul», pantalón corto con calcetines y boina de requeté… Mutatis mutandis, en nuestro caso, unos niños impedidos de madurar por culpa de unos adultos que piensan como niños.

Todo el mundo estará de acuerdo en que un piloto de avión debe estar preparado para saber soportar situaciones de tensión; o un médico cuando está operando. Pero la preparación para soportarlas se adquiere a través de un proceso de aprendizaje en el que están involucrados e interrelacionados aspectos intelectuales -de conocimientos y destrezas- y emocionales -saber gestionar una situación-. Y tampoco parece que las actuales tendencias hacia el primado de la educación emocional vayan en esta línea. Porque la educación emocional, o se hace desde la razón y la lógica, o simplemente consiste en seguir los impulsos y voliciones instintivas. Y eso los niños ya saben hacerlo. Lo que hace falta es precisamente que aprendan a controlarse y prepararlos para la vida adulta. Si sólo preparamos a los niños para ser niños, para este viaje no hacen falta alforjas. Salvo, por supuesto, que detrás de esta exaltación de las emociones se esté pretendiendo instrumentalizarlas. Lo que, por cierto, volviendo al chiste anterior, es lo que se hacía con las juventudes fascistas y falangistas.

Sin embargo, afortunadamente, y contra lo que puede pensar esta pedagogía, es verdad que muy a menudo, como nos recordaba Kurosava en la obra maestra del cine citada más arriba, cuando a los niños se les trata como adultos, enseñándoles a serlo aun sabiendo que todavía  no lo son, precisamente porque es lo que están aprendiendo a ser, suelen ser mucho mejores que muchos adultos; sobre todo, que los adultos que se empeñan en tratarlos como niños. El problema, precisamente, es que nos empeñemos en impedirles que evolucionen, que maduren.


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

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