- Humanidades
- 31 de octubre de 2024
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La instrucción pública según Jovellanos
La instrucción pública según Jovellanos
Desterrado en Mallorca, en 1802, Gaspar Melchor de Jovellanos, el escritor y proyectista más importante de nuestra Ilustración, escribió una Memoria sobre educación pública de contenidos aún sorprendentes: “La instrucción que trastorna los principios más ciertos, la que desconoce todas las verdades más santas, la que sostiene y propaga los errores más funestos, esa es la que alucina, extravía y corrompe los pueblos. Pero a esta no llamaré yo instrucción, sino delirio. La buena y sólida instrucción es su antídoto; y esta sola es capaz de resistir su contagio y oponer un dique a sus estragos; esta sola debe reparar lo que aquella destruye, y esta sola es el único recurso que puede salvar de la muerte y desolación los pueblos contagiados por aquella. La ignorancia los hará su víctima, la buena instrucción los salvará tarde o temprano; porque el dominio del error no puede ser estable ni duradero; pero el imperio de la verdad será eterno como ella”. Ya lo vemos: una instrucción disolvente y falsaria puede destruir un país, y sólo el antídoto de la solidez racional y el esfuerzo colectivo sostenido podrá reconstruirlo.
Un tópico habitual de la apologética de la educación competencial o lomloísta es el que rebaja la importancia de la educación formal para exaltar la “educación de la vida” o el aprendizaje espontáneo que, dicen, se produce fuera de las aulas. Se trata de una de las posverdades más preocupantes del pedagogismo, puesto que cierra el camino del pensamiento teorético a todo aquel alumnado que no goce de ventajas intelectuales en su hogar. Escribía Jovellanos, en 1802: “La instrucción adquirida por este medio de comunicación casual es meramente práctica. Ninguno por él podrá subir hasta aquellas verdades teóricas que constituyen los verdaderos conocimientos; ninguno por él se ha hecho hasta ahora geómetra, mecánico ni astrónomo. Y ahora bien, con esta sola instrucción, ¿a cuántos errores no estaría expuesto el general, el magistrado, el piloto, el maquinista y el arquitecto?”. ¿Lo tienen claro nuestras autoridades educativas? ¿O continuarán hundiendo al alumnado más necesitado de conocimientos estructurados en las castas más bajas de la nueva sociedad tecnofeudal y neoestamental?
En 1956, el historiador Miguel Artola señaló que uno de los rasgos fundamentales del pensamiento de Jovellanos, y por extensión el de todo filósofo ilustrado, era la extensión de la universalidad jurídica. En la sociedad del antiguo régimen, uno de los rasgos de la “sociedad estamental” era “la posesión de un estatuto jurídico, lo que supone la desigualdad ante la ley, el pluralismo jurídico”. Por eso la LOMLOE es tan aberrante, tan antiilustrada, porque se propone impedir adrede que el alumnado no privilegiado supere el estado del saber útil y superficial, reservando para una exigua élite económica la excepcionalidad intelectual: el acceso a la cultura y a la ciencia avanzada, la exención a través del pago de cuotas segregadoras o de matriculación en centros de titularidad extranjera, donde la élite tiene acceso a oradores, filosofía, literatura y economía, relegando la mayoría social al consumo de sucedáneos digitales de calidad ínfima y sin contenido racional. El pobre ha de educar sus emociones, “empoderándose” como si la escuela fuera un libro de autoayuda, mientras la emancipación ciudadana sólo podrán alcanzarla los hijos de una minoría exigua.
Escribía Artola, en 1956: “Todo el programa educativo, todo el esfuerzo cultural y toda la influencia política de los ilustrados están proyectados hacia la realización de la reforma, que en términos modernos se designa como tránsito de la sociedad estamental a la sociedad clasista”. En la sociedad tecnofeudal, no hay nada que reformar. Todo lo han solucionado ya cinco empresas imperio que han salvado a la Humanidad y la han trasladado a un estado de felicidad inmejorable. Las utopías ya se han cumplido o están a la vuelta de la esquina: dudar de ello o resistirse a la integración es un acto de oscurantismo retrógrado o ludismo suicida.
La educación “clasista” (la “meritocracia” tan odiosa entre la pseudoizquierda desinformada) era mala, pero… ¿lo es mejor la estamental, otra vez? ¿Qué puede aportar a los ciudadanos de mañana el conformismo absoluto, la naturaleza religiosa del Homo economicus, solo con sus sueños de llevar algún día una vida de millonario ocioso? El sistema ya se encarga de vez en cuando de escoger al azar a una nulidad y regarla con millones de euros o dólares: así los millones de alienados pueden seguir pensando que sin ningún estudio, esfuerzo o actividad conocido uno podrá acceder a la utopía dorada, el paraíso de la visibilidad infinita. La jerga competencial, como la Escolástica hacia 1750, es un nuevo laberinto carcelario, una neolengua de dominio que se retroalimenta de realismo absoluto. Pero la realidad desmiente esas utopías sociales y las desenmascara.
Escribía Jovellanos, en 1802: “Las fuentes de la prosperidad social serán muchas; pero todas nacen de un mismo origen, y este origen es la instrucción pública… Ella es la matriz, el primer manantial que abastece estas fuentes… Con la instrucción, todo se mejora y florece; sin ella, todo decae y se arruina en un Estado”. Con una facilidad increíble han logrado convencernos de que la única fuente de riqueza es la riqueza de y para el otro, el maná que esperamos tomar si nos integramos en los dispositivos digitales, que son maquinarias de concentrar capital y rentas, puros engranajes extractivos al servicio de un imperio transterritorial y desmaterializado. Pero su minería no es nuestra prosperidad. Sus privilegios tienen mucho que ver con nuestra mendicidad, con las grietas en las paredes de nuestras escuelas.
Nos hemos vuelto a meter, voluntariamente, a través de las revoluciones competenciales, en un nuevo Antiguo Régimen, estamentalmente ordenado. Las pesadillas propias de una sociedad incapaz de organizarse, cuidar y crear no tardarán en llegar para quedarse y disparar los niveles de malestar. Ha ocurrido en Francia, ha ocurrido en Estados Unidos. Pero llegó un momento en el que ni los propios absolutistas creyeron que sin el programa liberal podrían mantener algún tipo de vertebración social o progreso. Cuando resultó posible consolidar los valores democráticos y prestacionales pactados, las élites decidieron cortocircuitar el motor de la instrucción pública para volver a degenerar. Lo que parece increíble es que con los datos reales de los resultados catastróficos de esa revolución neoliberal en la mano alguien siga creyendo en las utopías estupidizantes de nuestros políticos.
Fuente: educational EVIDENCE
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