• Opinión
  • 6 de noviembre de 2024
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John Wayne

John Wayne

John Wayne

John Wayne. / Wikimedia

Licencia Creative Commons

 

Andreu Navarra

 

El pasado verano, con 42 grados en la calle, era completamente imposible salir a pasear, y hasta sacar al perro era una actitud de riesgo, así que vi bastante cine. Una de las películas que más me interesó fue “Mandato siniestro” (1940), con un joven John Wayne como cabeza de cartel, dirigida por uno de esos directores legendarios que hoy ya no suenan tanto, Raoul Walsh, un tipo que llevaba el ojo tapado como John Ford, y que también se hacía retratar con un gesto hosco, autor también de una película excelente algo posterior, “El último refugio” (1941), excelente filme de hampones y chicas malas, con Humphrey Bogart e Ida Lupino; y director también de nada menos que “Murieron con las botas puestas” (1941), con Errol Flynn y Olivia de Havilland.

En “Mandato siniestro” explota una rivalidad irresoluble entre un vaquero tejano, bonachón y enorme (John Wayne) y un maestro de escuela relamido y nietzscheano (Walter Pidgeon). Ambos se presentan como candidatos para ejercer de comisarios en la pequeña ciudad de Lawrence (Kansas), ambos pretenden a la misma mujer; el señor Cantrell, harto de cultura libresca y estudio, desea ser alguien en el país y tiene sed de sangre; en cambio, el héroe Bob Seton sólo desea volver a su rancho en Texas con una mujer guapa y dedicarse a sus vacas. Es un alma pura y simple, rectilínea, y sin máculas.

Pero corren malos tiempos, a las puertas de la guerra civil: el maestro, Cantrell, levanta una sanguinaria partida de bandoleros y roba unos uniformes de la Confederación. Se convierte en un señor de la guerra local que ultraja, mata y saquea por doquier; en cambio, John Wayne, que consiguió el puesto de “Marshall”, se convierte en el débil paladín de la Ley, que se las arregla como puede. Aunque no sabe leer, es un depósito ambulante de buenas virtudes. Un hombre de acción, una figura paternalista. Es valiente, noble, arrojado, generoso, romántico, cómo no enamorarse de un tontorrón simple y franco tan simpático; el otro, Cantrell, es todo un profesaurio: un renegado, depresivo, sedicioso, impulsivo, relamido, sádico y vil. Amigo de calabozos y mazmorras, nunca actúa a cara descubierta. Es un fingidor y un alma torturada, corrompida por la lectura. No hace falta avanzar quién acaba triunfando en esta película llena de candor y persecuciones.

Se me ocurre que la figura de Bob Seton, es decir, el “sheriff” John Wayne, es como la LOMLOE: un dechado de bonanzas que se erige como policía del alma para buen gobierno de la ciudad. Un buen salvaje rousseauniano versión Texas, que lo fía todo al buen fondo humano y no a las impertinentes leyes, que promete un Paraíso en la Tierra de armonía y concordia política. En realidad, se trata de un viejo mito de origen calvinista: nos ha de salvar la fe, lo importante es creer, caminar y creer. Seguir luchando para volver al rancho texano, la Tierra Prometida, donde la equidad humana prevalece porque el trabajo libre recompensa a todos.

Sin embargo, las cosas en la realidad no son tan sencillas. Las apelaciones a las buenas costumbres y el amoldamiento pasivo a los usos del obrero tipo Antiguo Régimen, manso y familiar, en el mundo de hoy sólo conducen únicamente a un espacio colectivo autocolonizado. Nadie parece muy interesado en hablar de disciplina burocrática, de desigualdad real o de guetos geográficos fabricados adrede. En la Norteamérica de 1870 se sabía ya que si se querían trenes que llegaran a la hora, o se querían transportar grandes cantidades de hierro a Boston, Filadelfia o Nueva York para construir los primeros rascacielos con estructura de acero, se necesitaban universidades serias, personal eficiente, una administración decente y proporcionar algún tipo de oportunidad a la población más dinámica.

Lo difícil no es reducir la educación a un ridículo recetario moral, sino trazar planes estratégicos a treinta años vista, organizar los cauces políticos viables y conseguir que fluya una información útil y civilizadora; lo difícil es construir un país vivible, consolidar instituciones públicas, preservarlas del saqueo generalizado, elevar el nivel medio científico y cultural de la gente, exigir políticas de lo concreto y no choques continuos de problemas abstractos que desembocan en histeria e irrealidad. Todo esto ya es más complejo y el nuevo flamante “Marshall” de la ciudad de Lawrence, en Kansas, se hubiera aturullado ante un plan de desarrollo económico sostenible o un proyecto de campus tecnológico en las áridas praderas que los colonos intentaban roturar con escaso éxito. Hacer planes de regadío, ordenar archivos y cartografiar la zona, sacar a los hijos de las minorías de los orfanatos de la muerte, enseñar literatura y filosofía, eso excedía las ambiciones de esos hombres que lo fiaban todo al rifle y a las gónadas.

No valía la pena exprimir mucho la sesera, vaya. Así que sigamos soñando con ver las Rocosas sin ponernos a pensar cómo arreglamos los problemas concretos de nuestros jóvenes. ¡Todo por la Juventud pero sin la Juventud! No se vaya a desmandar la cosa…


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

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