- Opinión
- 5 de noviembre de 2024
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Hechos, datos y evidencias educativas
Hechos, datos y evidencias educativas
Empecemos por el comienzo: los «hechos», decir, lo que es «decir», no dicen nada; simplemente están ahí, eso es todo. Lo que sí nos dice algo y hace que reparemos en ellos es el criterio por el cual los agrupamos en datos, en información contextualizada, y desde el cual emitimos enunciados sobre el campo de realidad en que los hemos integrado. Pero en sí, en tanto que hechos «puros», no dicen «nada». No olvidemos a Kant: la intuición, sin el concepto, es ciega; el concepto, sin la intuición, es vacío. O eso o nos vamos de cabeza hacia la intuición intelectual.
Es cuando enunciamos un juicio sobre la realidad que, contextualizados en él, los hechos adquieren un significado al convertirse en datos. Un juicio cuya validez (formal) dependerá no tanto de los datos como del criterio por el cual nos hayamos regido al agruparlos, y cuya verdad (material) estará en función de que tal juicio se adecúe al estado de cosas sobre el que nos estamos pronunciando. Que dicho juicio sea «verdad» o no en el clásico sentido de su adecuación al estado de cosas que enuncia es algo, pues, por definición contingente y que requiere de contrastación debidamente validada –estaba por decir «empírica»-, siempre de acuerdo con el criterio con que hemos contextualizado estos «hechos» y en el que, en tanto que datos que nos aportan una información, adquieren significatividad. Algo así como poner orden en el caos.
Pero que este «orden» dé cuenta o no de la realidad es algo que dependerá de la adecuación de sus pronósticos al estado de cosas que enuncia, lo que se deberá verificar, falsar, contrastar o como queramos llamarlo, mediante algún tipo de comprobación ajustada a su vez al proceder lógico propio del criterio de validez adoptado. En otras palabras, si no hay comprobación, lo único que hay son ruidos, meros flatus vocis. Una teoría puede ser maravillosa, pero si lo que enuncia de iure no se corresponde de facto con lo previsto en ella, entonces deberá ser desestimada o revisada.
Contra lo que se suele suponer a veces, la Revolución científica del siglo XVII –Galileo, Descartes…– y el consiguiente surgimiento del concepto moderno de ciencia no significa en absoluto el primado de los hechos, sino del tratamiento que les aplicamos en tanto que datos y en la medida que significativos de acuerdo con el criterio de validez que impone un determinado método, cuyas previsiones deberán ser validadas por medio de los oportunos «experimentos». Y el criterio no es tanto la matematización de la realidad, sino que dicha realidad sea expresable en términos matemáticos. Algo que acaso no siempre sea plausible.
Así, Galileo afirmaba que todos los cuerpos en caída libre lo hacen con un movimiento uniformemente acelerado independientemente de su masa y peso. De ello se desprende que una bala de cañón y una pluma de gallina, lanzadas a la vez desde una azotea, llegarán al suelo al mismo tiempo. Algo que, de acuerdo con la experiencia común, no es así. Y los que se hacían fuertes, o así lo creían, frente a los «experimentos» de Galileo, eran precisamente sus adversarios, los físicos aristotélicos, porque la bala de cañón cae más rápida que la pluma de gallina. ¿Significa esto que el aparato teórico –sí, teórico- construido por Galileo quedaba invalidado porque sus predicciones no se cumplían? Sólo en apariencia, porque lo que en sus experimentos resultaba significativo y era una evidencia para él, no lo era para los aristotélicos, o lo era en otro sentido. Simplemente, aunque vieran lo mismo, partían de distintos criterios de validez y la significatividad de los datos utilizados era distinta.
No es que el enunciado de Galileo no se adecuara a la realidad, sino que parecía no adecuarse a una determinada realidad, la de la Tierra, que sí parecía coincidir, en cambio, con la forma de entenderla de los aristotélicos. Aunque los datos empíricos fueran al cabo los mismos, había en Galileo dos nociones –y otras en que no entraremos para no ser excesivamente prolijos- que llevaban a interpretar un mismo «dato» de manera distinta, a saber, la fuerza de la gravedad de la Tierra y la noción de «vacío». La primera era completamente ajena a los aristotélicos; la segunda no significaba lo mismo para éstos que para Galileo. Que la bala de cañón caía más rápida ya lo veía también Galileo, pero su explicación era muy distinta que las aducidas por los aristotélicos.
Para Galileo, los resultados obtenidos con las correcciones que introducía en sus experimentos con el objeto de minimizar en la medida de lo posible los efectos de la resistencia del aire (o del rozamiento), eran la prueba de que sin esta resistencia del aire y sólo ante la fuerza de la gravedad, dos cuerpos cualesquiera en caída libre lo hacían exactamente con la misma aceleración. Para los aristotélicos, en cambio, los resultados de tales correcciones eran irrelevantes o, en cualquier caso, explicables mediante hipótesis ad hoc, como una particularidad. Galileo lo entendía justo al revés: el caso particular de la ley universal era el de la Tierra con su atmósfera. Dos maneras muy distintas de ver los mismos «hechos/datos». Aunque ninguno veía el aire, Galileo contemplaba sus efectos, los escolásticos, en cambio, le preguntaban de dónde se sacaba esto de la resistencia del aire.
Queda claro entonces que, con la cuestión en disputa debidamente zanjada en favor de Galileo, los «datos» que los aristotélicos entendían como «evidencias» en su favor sólo lo eran en la medida que su perspectiva estaba sesgada por su propio constructo, paradójicamente mucho más «empírico», en tanto que atenido a la experiencia sensible, que el modelo «ideal» de Galileo. Lo que aquí nos interesa de todo esto es que los «datos» que para Galileo eran «evidencias» que confirmaban su hipótesis, para los aristotélicos lo eran en el sentido opuesto.
Fuera pues de discusión el tema en el ámbito de la física, ¿hasta qué punto lo que denominamos «evidencias» en educación lo son verdaderamente y en qué medida según desde qué discurso educativo estemos hablando? ¿No estaremos, como los aristotélicos, ignorando equivalentes educativos al aire o la fuerza de la gravedad porque «no se ven» aunque sus efectos estén ahí, y estemos en su lugar aduciendo meras hipótesis ad hoc? La verdad, todo parece indiciariamente indicar que así es en demasiadas ocasiones.
En su excelente ‘Real finish lessons [1]’, Gabriel Heller Sahlgren nos plantea un caso que nos muestra hasta qué punto es posible que esto esté sucediendo. Es decir, que aun con tan sesudas interpretaciones y análisis «metadàticos», se nos esté escapando algo que tenemos ahí delante mismo, por no tener cabida en el criterio bajo el cual se aborda, como el aire en el caso de los físicos aristotélicos.
Tomemos el caso del «menos es más», la «divisa» con que se sintetizó el éxito educativo de Finlandia en los primeros tiempos de PISA, popularizado por uno de sus más entusiastas y conspicuos expertos educativos, Pashi Shalberg [2]. Con la afirmación «menos es más», y dado que el sistema educativo finlandés tenía menos horas lectivas que la mayoría del resto de países participantes en las pruebas PISA, lo que se pretendía ejemplificar era que menos horas lectivas y menos contenidos, menos dedicación al ámbito de lo escolar, en definitiva, producía unos mejores resultados educativos, siendo éste el «secreto» del modelo finlandés en los tiempos que era referencia obligada y ejemplo de éxito educativo por antonomasia.
Dejemos momentáneamente de lado la posibilidad de que estemos ante una burda falacia del orden de «post hoc ergo propter hoc». Admitido pues que con menos horas los alumnos finlandeses obtenían mejores resultados que los del resto de países, podemos legítimamente preguntarnos si hay una relación causa/efecto, pero también si estos mejores resultados pueden deberse a otros factores, como se deduce de la lectura del libro de Heller-Sahlgren. En realidad, lo único que puede inferirse de esto sería en todo caso que el número de horas lectivas no es (siempre) un factor que resulte en última instancia determinante en lo que a éxito escolar atañe. En primer lugar, porque no estamos hablando en términos lineales ni absolutos, sino comparativos; es decir, confrontados con los de otros países cuya realidad socioeconómica, cultural, etc., puede ser en cada caso muy distinta a la finlandesa, no sólo en lo que refiere a las horas lectivas y resultados. Vamos, que no es lo mismo un planeta con atmósfera que otro sin ella en lo que a la aceleración en caída libre de cualquier cuerpo en sus proximidades atañe. Algo que Mr. Shalberg no parece que tuviera en cuenta.
Y en segundo lugar porque, aun sin entrar a considerar el aprovechamiento que de estas horas lectivas se haga en cada caso, tampoco parece legítimo inferir, como si se tratara de alguna receta de cocina la proporción de cuyos ingredientes y tiempo de cocción es inalterable en lo más mínimo, que aumentar el tiempo lectivo fuere a redundar en una desmejora de los resultados. Nada autoriza a pensar esto, lo digan Mr. Shalberg o el Sursum Corda.
Y como nos hace observar Heller-Sahlgren, es posible que en todo esto nos estemos dejando por el camino algunos factores tanto o más significativos y «evidentes» que la simple relación horas lectivas/resultados. Unas ausencias que, mucho más allá del mero eslogan propagandístico, al ser obviadas sesgarían por pasiva el resultado. En resumen, no estamos contemplando otras variables igualmente concurrentes como, por ejemplo, la motivación.
Imaginemos un país A en el cual, por cualesquiera razones, los alumnos están muy motivados y, con menos horas lectivas, obtienen mejores resultados que los de un país B con más horas lectivas, pero cuya motivación es menor o mucho menor. ¿A qué sería más razonable atribuir la diferencia de resultados? ¿Qué diablos nos iba a hacer pensar que disminuyendo el número de horas del país B sus resultados iban a mejorar, o que los del país A iban a empeorar si las aumentamos? ¿Qué «evidencias» nos pueden inducir a pensar algo así? Sólo una, la máxima menos (horas) es más (resultados). Sin entrar ahora en el tema de los refuerzos positivos y negativos, lo cierto es que si alguien está motivado, se esfuerza más y con más interés, dentro y fuera de clase, y que si no lo está, lo hará en menor medida. Pero alguien podría decir que esto no son afirmaciones probadas con evidencias… Lo siento, sí lo están.
Por desgracia para Pashi Shalberg y sus corifeos, este debate no se quedó en el mero ámbito de lo retórico: la «evidencia» es que con las mismas «menos» horas lectivas que en sus tiempos de gloria educativa, los resultados finlandeses de los últimos años en PISA han experimentado un declive continuado y sostenido que nos permite asegurar que la premisa menos es más era completamente falsa. Si algo antes iba bien y ahora con las mismas horas va mal, entonces es que no era por las horas, sino por otra cosa, la que sea, pero otra.
Ni Galileo ni los aristotélicos podían ver el aire, pero el primero supo ver sus efectos. Con la motivación y el esfuerzo ocurre lo mismo. Puede que sea muy difícil de determinar cuantitativa y objetivamente, pero no así sus efectos. Sean cuales sean sus causas, la motivación tiene como efecto el esfuerzo, y éste produce resultados. Lo que no vale es obviarlo y suplantarlo torticeramente. ¿Que no nos gusta hablar de esfuerzo y exigencia? Bien; ¿que lo seguiremos obviando y recurriendo en su lugar a presuntas «evidencias» que no son sino apaños ad hoc? También; ¿qué preferimos seguir tratando lastimeramente al alumnado como si fuera estúpido? Cómo no, no pasa nada…
Pero entonces deberemos convenir también en que el modelo educativo, los gobiernos que lo aúpan, las pedagogías hegemónicas que lo inspiran y los expertos que las pergeñan están al mismo nivel que los escolásticos aristotélicos que se oponían a Galileo, ya sea porque no ven o porque no quieren ver. Eso sí, como ya dijo también Galileo, Eppur si muove.
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[1] Gabriel Heller Sahlgren, Real finnish lessons. The true story of an education superpower. Centre for Policy Studies, London 2015. Hay traducción al catalán y al español, llevada a cabo por la Fundació Episteme que se puede bajar gratuitamente en la página web de dicha fundación: https://fundacioepisteme.cat/2023/01/25/les-autentiques-llicons-finlandeses/ y https://es.fundacioepisteme.cat/2023/01/25/las-autenticas-lecciones-finlandesas/
[2] Pashi Shalberg. Experto educativo finlandés, entusiasta defensor del “menos es más”, promotor de las reformas educativas llevadas a cabo en Finlandia y asesor en temas educativos de países como Inglaterra o los EEUU; autor de ‘Finnish lessons’ (Teachers College Press, New York, 2011). El libro de Shalgren es una réplica a las albricias educativas difundidas por Shalberg, como su título indica.
Fuente: educational EVIDENCE
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