El mito de la escuela inclusiva

El mito de la escuela inclusiva

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Hay ideas que en lugar de operar como criterio regulador de las acciones orientadas hacia su realización, lo hacen de forma inversa, imponiéndose declarativamente sobre la realidad de acuerdo con sus propias exigencias, por más tozudamente que se les resista, constituyéndose dichas exigencias en el objetivo que desplaza a la idea que las legitimaba. Es lo que suele ocurrir cuando se valora algo (solo) por la altura moral de sus intenciones, con independencia de las consecuencias que acarree. Mucho nos tememos que este es el caso de la escuela inclusiva.

 

Xavier Massó| x.masso@educationalevidence.com | @XmaSecundaria

Catedrático de Enseñanzas Secundarias por la especialidad de Filosofía. Secretario general del Sindicato Profesores de Secundaria (aspepc·sps) y presidente de la Fundación Episteme. Miembro del Consejo Editor de educational EVIDENCE.

 

Se entiende por escuela inclusiva aquel modelo que, desde el criterio implícito según el cual la función primordial de un sistema educativo, o más concretamente, de la escolarización en tanto espacio para la interacción social, es la evitación de cualquier tipo de discriminación que, por cualesquiera razones, implique alguna forma de desigualación, y que postula la integración en un mismo espacio escolar de todo el alumnado sin distinciones, muy especialmente la del alumnado con algún tipo de discapacidad física o psíquica, que eventualmente impida el normal desarrollo del aprendizaje en una escuela convencional.

De acuerdo con esto, se procede entonces a un aggiornamento de los objetivos propios del sistema educativo, con un nuevo orden de prioridades que propicia el desplazamiento de la tradicional función escolar de transmisión de conocimientos, a las cuales esta deberá, en el mejor de los casos, supeditarse. Un modelo de escolarización que encaja perfectamente con las teorías del constructivismo educativo, cuyo aspecto más significativo, en lo que atañe a su encaje con la inclusividad, es que cualquier referencia comparativa en la valoración del rendimiento y el aprendizaje escolares es un error pedagógico aberrante, porque cada cual aprende de acuerdo con sus propios procesos psíquicos internos, irreductibles en su intrínseca subjetividad. No es, pues, que uno aprenda más y mejor que otro, que aprendería según esto menos y peor, sino que, en todo caso, cada cual mejorará, empeorará o se estancará por referencia únicamente a sí mismo.

Para lo que aquí nos interesa, la consecuencia que se desprende de este planteamiento es que no ha de haber centros de educación especial. Es decir, instituciones educativas especializadas en atender a alumnos con algún tipo de discapacidad diagnosticada, en un marco adecuado y a cargo de profesionales, con la finalidad de facilitar un mejor aprovechamiento del aprendizaje que, en un contexto de indiferenciación, no podrían adquirir. O sea, en un entorno adaptado a sus circunstancias, para que escolarmente hablando puedan dar lo mejor de sí. Y esto del marco adecuado y diferenciado es precisamente el meollo del cuestionamiento de este tipo de centros por parte de los partidarios de la llamada escuela inclusiva.

Un modelo escolar del cual han hecho bandera las autoridades educativas y el entorno del poder en general, convirtiéndose en algo así como la prueba del nueve de un sistema educativo democrático e igualitario. Sin ir más lejos, el mismísimo Síndic de Greuges –equivalente al Defensor del Pueblo en Cataluña- instaba hace poco al gobierno de la Generalitat para que proceda al cierre de los escasos centros de educación especial[1] que aún siguen en funcionamiento, invocando para ello tanto imperativos legales como morales, con el objetivo de conseguir la plena y definitiva implantación de la escuela inclusiva en Cataluña.

Lo primero que sorprende de esta cruzada por la escuela inclusiva es la consideración de innovadora y progresista que le confieren sus partidarios. Unos atributos que distan mucho de ser reales, a menos, claro, que carezcamos de la más mínima noción de perspectiva y de contexto histórico. Lo segundo, acaso más alarmante por lo que de ello se desprende, es la concepción de educación implícita a un planteamiento de estas características. Por lo de inconfesado e inconfesable que subyace a un enfoque de este tipo. Lo que no se dice suele ser con frecuencia mucho más revelador que lo que se dice.

Sorprende lo de innovador, porque la inclusividad no es nada nuevo, sino una vuelta al pasado anterior al más inmediato en el tiempo. El antepenúltimo eón educativo, por así decirlo. Efectivamente, los centros de educación especial para atender a alumnos con discapacidades de distintos tipos no es que pertenezcan precisamente a ninguna tradición educativa ancestral, al menos en los sistemas educativos públicos, sino que se fueron implantando a medida que se avanzaba en materia de derechos y dignidad de las personas, por el hecho de serlo, con discapacidades o sin ellas. Digamos pues que más bien se inscribirían en la modernidad más reciente, previa a la posmodernidad. Suprimir ahora estos centros de educación especial significa volver al modelo de escuela única que le precedió.

Las reticencias manifestadas por muchas familias a abandonar las escuelas especiales e integrar a sus hijos con discapacidades en centros convencionales están, por otro lado, más que fundamentadas. Porque, entre otras muchas razones, la proclamada atención a la diversidad en los centros convencionales es una falacia demagógica que se resuelve, sin más, en la indiferenciación propia de la universalización de la singularidad. Una contradictio in termini, dicho sea de paso. Pretender lo contrario en un centro educativo convencional sería algo así como que los pacientes internados en un hospital se llevaran cada uno a su casa los equipos humanos y materiales por medio de los cuales allí se les trata para su curación: médicos, enfermeras, dispositivos… lo cual, huelga decirlo, es imposible por impracticable. Los hospitales están por algo y para algo, al igual que los centros educativos convencionales, o los especiales. La escuela inclusiva no es una innovación, sino una regresión. Solo tiene de nuevo el nombre.

Y sorprende también lo de «progresista», porque es igualmente falso. Veamos. Si es verdad que en materia educativa arrastramos un secular retraso, este debería al menos servirnos para, aun siendo la nuestra una posición no especialmente meritoria, saber aprovechar las escasas ventajas que ofrece. Una de ellas es la posibilidad de contrastar críticamente qué han hecho y cómo les ha ido a otros países que previamente hayan llevado a cabo determinados experimentos educativos «innovadores». Y resulta que la escuela inclusiva ya se (re) inventó en el Reino Unido hace ni más ni menos que medio siglo.

Fue a raíz del conocido como «Informe Warnock»[1] (1978), denominado así por la presidenta de la Comisión de Educación Británica que lo llevó a cabo, Mary Warnock[2]. En sus conclusiones, dicho informe establecía que no se puede (debe) ordenar o taxonomizar grupalmente al alumnado entre deficientes y no deficientes según su rendimiento, entre otras razones porque todos los alumnos requieren de atenciones educativas especiales; aunque se admite, eso sí, que en distinto grado –la indiferenciación en la singularidad a que antes hemos aludido-, y que los procesos y progresos en el aprendizaje de un alumno no son susceptibles de cuantificación por referencia a una escala comparativa estandarizada, siempre inevitablemente arbitraria y falaz, sino solo en relación a sí mismo, es decir, autorreferentemente. En sus recomendaciones, este mismo informe instaba al cierre de los centros de educación especial, y a la consiguiente escolarización de su alumnado junto al resto de la población escolar en centros convencionales. O sea, en  comprenhensives schools, las escuelas comprensivas del modelo constructivista.

Con la llegada al poder de los Tories en 1979, y con Margaret Thatcher de primera ministra, las recomendaciones del informe Warnock se aplicaron a rajatabla en Gran Bretaña, en sintonía no sólo con los requisitos del modelo constructivista en lo educativo, sino también -¿afinidades electivas o «suertuda» serendipia?-, con los de su correlato político y económico neoliberal de adelgazamiento del estado y de recorte o liquidación de los servicios públicos, que el nuevo gobierno acometió con auténtica fruición. Los centros de educación especial tenían, como es lógico, un coste por alumno muy superior al de los convencionales, de modo que se cerraron y sus alumnos fueron escolarizados en comprenhensive schools; los que no se pudieron costear un centro privado, claro. Con los resultados que era de esperar, cómo no.

Pero no es de los resultados que aquí queremos hablar, sino de la trastienda. Se podrá decir lo que se quiera de Margaret Thatcher. Es sin duda alguna una figura controvertida que ha suscitado tan fervorosas devociones como enconadas animadversiones. Pero hay algo en lo que, se la enaltezca o se la denueste, sí hay acuerdo universal: no era una «progresista», y no fueron «progresistas» las políticas que aplicó. ¿Progresista la escuela inclusiva? Sería como decir que Margaret Tatcher era un topo comunista infiltrado entre los conservadores, una doble espía a lo Kim Philby… una majadería, vamos. Otra cosa es que luego una izquierda desnortada por completo se apropiara de la idea, incluso arrogándosela a beneficio de inventario. Pero esto ya sería un problema de la izquierda, no de Margaret Thatcher. Los derechos de autor de la escuela inclusiva tienen políticamente una titularidad muy clara: el informe Warnock y Margaret Thatcher. A Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César.

Lo que ocurrió fue lo previsible. Aquellas familias que, aun sin grandes posibles, quisieron con buen juicio que su hijo prosiguiera en algún centro especial –los privados, obviamente, no se cerraron, sólo los públicos-, tuvieron que llevarlos a instituciones privadas pagándolas de su bolsillo; las familias menos favorecidas económicamente no tuvieron esa opción. Porque el estado, simplemente, se desentendió de los alumnos con discapacidades por el procedimiento de privarlos, por ley, de tal condición, con el consiguiente ahorro que esto significó para el Exchequer. Esto es lo que ocurrió en el Reino Unido. Y es lo que está ocurriendo ahora aquí, casi medio siglo después: economicismo educativo en estado puro, o más bien putrefacto.

Queda todavía una cuestión más, por otro lado evidente: el modelo educativo social que subyace a todo esto. Hace poco, el siempre brillante Gregorio Luri vindicaba en su blog[1] a los escolásticos porque, nos decía, sabían muy bien que «donde no hay diferencia, no hay claridad». Como la noche en que todos los gatos son pardos, pero que resultan no serlo a la luz del día que nos permite distinguirlos. En realidad lo que ocurre es que a oscuras todos somos iguales, pero solo en el sentido de igual de indistinguibles, y de indiferentes también, en ningún otro.

Una cosa es la igualdad de derecho, y otra muy distinta la igualdad de hecho, es decir, las circunstancias individuales previas con que cada cual se sitúa en el punto de partida. Con la imposición de la escuela inclusiva, se está cercenando el derecho a la educación mediante una política de hechos consumados solo fingidamente buenista -escabrosamente buenista, diríamos-, que responde a criterios economicistas, socialmente agresivos y claramente segregadores, con la falacia de la integración como señuelo y ejerciendo de chantaje emocionaly moral. Lo demás, volviendo a los escolásticos, flatus vocis, vana palabrería.

También la vana palabrería es indistinguible a oscuras. Puede que de eso se trate precisamente…

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[1] https://www.sindic.cat/es/page.asp?id=53&ui=8068&prevNode=531&month=8

[2] https://es.wikipedia.org/wiki/Informe_Warnock


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

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