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- 10 de diciembre de 2024
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Del mito al logos, y del currante al tecnócrata, ¿viaje de ida y vuelta?
Del mito al logos, y del currante al tecnócrata, ¿viaje de ida y vuelta?
Estados Unidos, años noventa. Un sofocante día de verano en un aula sin aire acondicionado de la Universidad de Nueva York. Alguien comenta que el termómetro indica 36ºC y un estudiante exclama “¡36 grados, no me extraña que haga tanto calor!”.
Años sesenta en España, en la obra de construcción de una presa. A un obrero recién contratado se le encomienda que vigile la presión de una válvula: si la aguja del indicador se mantiene en la zona verde, todo va bien, pero si se mueve hacia la zona coloreada de rojo, se le dice, deberá apretar el botón de alarma; eso es todo. Al poco, un motor de compresión revienta por sobrepresión y el ingeniero jefe acude airado a la cabina del vigilante. Lo encuentra fumándose tranquilamente un pitillo. Le espeta por qué no estaba pendiente del indicador y el otro replica que sí lo está, al tiempo que le señala con el dedo el indicador de presión. El ingeniero se queda pálido: la aguja seguía en la zona verde, sí, porque el operario había clavado una pequeño tope en la superficie del indicador que bloqueaba el desplazamiento hacia el área roja.
El primer caso es una anécdota que narra Neil Postman en Tecnópolis. La rendición de la cultura a la tecnología (1993), un excelente y premonitorio ensayo sobre los efectos de la tecnología en la cultura. El segundo es un viejo chiste español. Tenemos por un lado a un estudiante universitario que suponemos al corriente del universo tecnológico de la última década del siglo XX y plenamente integrado en él. Por el otro, a un obrero de la subdesarrollada España franquista de los planes de desarrollo, tal vez un jornalero agrario jamás escolarizado, contratado para ejercer una función sin requisito alguno de cualificación: vigilar si la aguja de la esferilla llega a la zona roja y, en caso de ser así, apretar un botón de alarma.
Aunque desde perspectivas en principio diametralmente opuestas, el estudiante de Postman y el vigilante del chiste comparten una misma metonimia que lleva a una visión de lo tecnológico rayana en lo mágico. En el caso del estudiante la explicación de tanto calor es a causa del termómetro. Como indica Postman, diríase que conque los termómetros se comportasen bien, nos sintiéremos bien. Cierto que no se le ocurre intentar alterar el dispositivo a la manera del operario, no puede, ni ponerlo dentro de un frigorífico. Pero no porque esté gnoseológicamente muy por encima del obrero, sino porque de hacerlo, no podría saber si hace o no calor: el termómetro es su único referente. Depende de él para saber cómo se siente. Y remarcamos el «cómo», que no es «como»; porque es una interrogación: él no sabe si tiene o no mucho calor hasta que el termómetro se lo indique. La naturaleza queda fuera de campo.
En el caso del operario, se trata de alguien cuya existencia habrá transcurrido hasta entonces toda ella cabe la naturaleza. Sabrá con toda seguridad anticipar el tiempo que hará mañana por la forma de las nubes o por la altura del vuelo de los grajos[1], pero es completamente ajeno a cualquier tecnología. Para él, poner un tope en el indicador de la válvula es análogo a cegar con la azada el flujo del agua en canal de riego. No se le ocurrirá decir que hace calor porque el termómetro indica 36 grados –tal vez ni sepa qué es un termómetro-, pero puede acabar creyendo en el poder de tal artilugio al trabajar con la tecnología siendo completamente ajeno a ella, a poco que lo asocie con la analogía del vuelo alto o bajo de los grajos. Una asociación de ideas que deriva ni más ni menos que de los mismísimos y ancestrales orígenes de la magia homeopática.
Digamos que el problema del estudiante es que está «desnaturalizado» en la medida que, como sugiere Postman, la naturaleza queda fuera de su campo conceptual y no es en todo caso sino algo subordinado, generado desde el dispositivo tecnológico que no sólo nos la revela dependiente de él, sino que la determina; pero no por ello se libra de incurrir, como el operario, en el pensamiento mágico. En su caso, ha transferido el poder al termómetro, o a cualquier otro dispositivo tecnológico.
El problema del operario es no haber sido en absoluto escolarizado, pero se le puede adiestrar para que simplemente entienda que ha de abstenerse de toda actividad que no sea observar el indicador de presión para poder seguir con su cometido laboral; ni le hace ninguna falta ni se le anima a entender mínimamente la naturaleza del proceso sobre el que está actuando. No es necesario para lo que hace; sólo que se atenga a las instrucciones que se le dan, al pie de la letra.
Pero lo más curioso es que el problema del estudiante es muy parecido: ha sido educado en un aprendizaje estrictamente instrumental del cual él mismo se ha convertido en instrumento y objeto; y si la naturaleza queda fuera del campo es porque tampoco precisa de su conocimiento para desempeñar sus funciones; y si no sabe si siente o no calor, es su problema, que se compre un termómetro. Ha perdido de vista la realidad; una realidad que para él, simplemente, emana sin más del termómetro. Con un termómetro analógico todavía podría preguntarse por qué sube la columna de mercurio, con uno digital ya no. Imaginemos sólo por un momento qué puede ocurrir con cualquier dispositivo digital de hoy en día…
El estudiante universitario y el operario analfabeto. El mismo caso, desde perspectivas opuestas. Y ambos recurren al final a algún tipo de pensamiento mágico, mítico, como génesis de validez, para cubrir sus respectivas lagunas de conocimiento. Para el estudiante el termómetro, la tecnología, es la certeza y origen de toda verdad; para el operario, aunque de una manera sin duda distinta -alienado del ser genérico, que diría el joven Marx-, también. El medio convertido en fin y fundamento en sí mismo. El operario se encontraba aún en el mito, el estudiante está en el logos mitificado. Y si ahora resulta que funcionalmente se puede pasar del primero al segundo sin necesidad de etapa intermedia alguna, ¿qué necesidad hay de ella? ¿Era éste el objetivo?
Bueno, pues no sé, pero a mí todo esto me suena a aprendizaje por competencias… ¿A ustedes no?
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[1] Según un viejo adagio campesino, “cuando el grajo vuela bajo, hace un frío del carajo”.
Fuente: educational EVIDENCE
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