• Opinión
  • 20 de marzo de 2025
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¿Podría Hegel ganar unas oposiciones?

¿Podría Hegel ganar unas oposiciones?

¿Podría Hegel ganar unas oposiciones?

1831 Schlesinger Philosoph Georg Friedrich Wilhelm Hegel anagoria. / Wikimedia

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Giovanni Pelegi Torres

 

En todas las series de intriga política que se pasen como tal siempre hay un personaje que dice a quien manda lo que quiere escuchar. La literatura, desde Esopo hasta Vázquez Montalbán, está plagada. En la intriga de la vida real, que a veces supera a la ficción, el poder siempre ha tenido a bien a los aduladores. Pero en los westerns, los halagadores y aprovechados que van allá donde se cuecen las habas son castigados por su mediocridad moral y su ausencia de capacidad crítica. Pobres de ellos si se encuentran con Clint Eastwood.

El gobernante inteligente, ya nos advierte Maquiavelo, es aquel que sabe rodearse de quien discretamente le avisa de sus carencias. El Antiguo Régimen colapsó, entre otros motivos, porque era incapaz de reformarse; no sabía –ni podía, institucionalmente hablando– encajar la crítica sistémica que la Ilustración le dirigía.

La teoría política tomó nota. Así, la filosofía del estado de derecho liberal reivindica al funcionariado al considerar que existen aspectos del estado que deben continuar lógicas propias y que no pueden estar a merced de los cambios de gobierno. Los jueces, los funcionarios de hacienda, la policía y por supuesto el profesorado –entre otros muchos– no pueden ser escogidos, sustituidos o coaccionados por criterios políticos. Cuando esto último ha ocurrido –y está ocurriendo ahora con los sicarios de Elon Musk en Estados Unidos–, hemos entrado en episodios oscuros y dictatoriales de nuestro pasado reciente. La democracia liberal es estable en tanto que los aduladores no son los encargados de hacer funcionar los servicios públicos, sino la gente formada y objetivamente apta para el ejercicio de determinadas funciones. Es el fundamento del republicanismo, de lo público.

Esta pretendida objetividad, que tiene un componente intersubjetivo legitimado por el cruce de experiencias, siempre se ha traducido en una serie de pruebas que evaluaban los conocimientos y capacidades del aspirante. La mala noticia es que en las oposiciones de educación esto ha cambiado: si bien hay una prueba teórica que sigue yendo en la misma línea de siempre –demostrar conocimientos teóricos–, la prueba práctica, que consiste en la elaboración y defensa de una programación didáctica, se ha transformado en un teatro donde se coreografían las principales siglas y se coreografían las principales siglas.

Los formadores lo dicen abiertamente; en el tribunal, hay que decirles las palabras mágicas: DUA, competencias, ODS, digital, emprendeduría, globalización, personalización, gamificación, aprender a aprender… No pueden faltar. Son expresiones muchas veces alejadas de la didáctica del día a día que no van orientadas a evaluar la experiencia y el conocimiento de la especialidad. Evalúan, en cambio, la adhesión del aspirante a una narrativa. Podríamos entrar a analizar los intrínsecos de esta narrativa: yo no dudaría en calificarla de neoliberal. Sin embargo, más allá de esto, lo más grave es sencillamente el hecho de que se evalúe la adhesión a una narrativa cualquiera.

A los aspirantes sólo les queda la vía de repetir estas palabras, de escenificar discursos más propios de un grupo de coaching de Silicon Valley que de un aula. Y muchas veces nadie sabe lo que se está diciendo realmente: ni el aspirante, ni el tribunal que le escucha. Un ejemplo real: la definición de evaluación «formadora» y «formativa» que me dieron en el máster era totalmente distinta a la que me dieron en la academia. Pero parece que da igual.

Nos hemos plegado a inundar las oposiciones de una terminología que, haciéndose pasar muchas veces por científica y técnica, supone la destrucción de la intersubjetividad objetivante que da legitimidad pública al procedimiento de reclutar a nuevos funcionarios, debido a que el contenido expuesto no cuenta con suficiente transparencia científica ni con una tradición funcionarial basada en la práctica.

Todo esto no quiere decir que no podamos introducir cambios. El problema es que estos cambios han carecido de diálogo con el profesorado y que tienen aires de experimentación; en 2015, la UNESCO glorificaba el uso de los dispositivos móviles en el aula; ahora se ha echado atrás y recomienda erradicarlos[1]. Por eso la educación es un terreno donde debe ser conservador; lo decía alguien tan poco sospechoso de ser ideológicamente conservador como Antonio Gramsci. Nos hemos conformado con esta farsa, símbolo de la perversión de un sistema educativo póstumo que ha dejado de creer en sí mismo[2]. Llegados a este punto, conviene recordar a Hegel en su Filosofía del Derecho (1820) cuando escribe:

«El despotismo significa un estado de cosas en las que ha desaparecido la ley y donde la voluntad particular como tal, de un monarca o de una multitud, cuentan como ley, o mejor asume el papel de la ley. Es precisamente el hecho de que todo en el estado es fijo y seguro lo que constituye un baluarte contra el capricho y la opinión dogmática».[3]

Para Hegel, el bienestar público debe depender de un funcionariado independiente. Cuando el papel simbólico de la ley es asumido por criterios foráneos a los intereses de la administración pública (intereses mercantilistas de fundaciones que patrocinan estos cambios narrativos y materiales), o cuando el poder político impone criterios que –creo que no es exagerado decir– han transformado completamente lo que tradicionalmente había sido la profesión docente, el funcionariado entra en crisis. Y con él, la teoría del estado de derecho. Hoy el poder es refinado en el moldeo del funcionariado: son cambios líquidos, sibilinos, discursivos, orientados a sembrar la confusión, pero tremendamente efectivos. Por cierto: las audiencias en las oposiciones son públicas porque cualquier ciudadano tiene derecho a saber cómo el Estado se perpetúa a sí mismo en una lógica pública que debería ser transparente y conocida.

Un apunte final: si como dice ahora la ministra Pilar Alegría, los docentes tendrán que evaluar la autoestima de su alumnado junto a sus conocimientos sobre la materia, ya podemos ir pagando la esquela de la meritocracia republicana. Porque un estado que se entrega en tal modo a las narrativas y subjetividades está en quiebra pública. Nuestro particular iliberalismo educativo tiene música progresista.

___

[1] «El Futuro del aprendizaje 3: ¿Qué tipos de pedagogías se necesitan para el siglo XXI?» (2015) VS «Global education monitoring report, 2023: technology in education: ¿a tool on whose terms?» (2023)

[2] Como escribía hace pocos días Xavier Massó, ésta no es ni mucho menos la única farsa de este carnaval educativo: https://educationalevidence.com/elogio-del-hipocrita-sympathy-for-the-devil/

[3] He traducido el texto de Historia de la teoría política, de George H. Sabine. Las cursivas son mías.


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

2 Comments

  • Brutal

  • «Brutal» …y en pocas palabras

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