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- 20 de diciembre de 2024
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Competentes
LA GRAN ESTAFA. Sección de opinión a cargo de David Cerdá
Competentes
La educación pública no está para hacer a los chicos felices o para que «construyan una biografía», sino para hacerlos competentes. Esa competencia va mucho más allá de la «empleabilidad» (un norte estúpido, una idea de esclavo), abarcando los aspectos principales del carácter y la civilidad. Resulta, además, que la competencia es trampolín para una de las virtudes esenciales del ser humano: la valentía:
¿Qué es eso de ser «competente»? Una mezcla de capacidad y competitividad: recursos abundantes de conocimiento y el afán de hacer las cosas tan bien que reciban, antes o después y de una u otra forma, su recompensa. Es competente aquella persona que es eficaz y eficiente, pero no solo en términos productivos, sino en tanto ciudadano —exigente, crítico, libre— y en lo tocante a su proyecto personal. Llamamos civilización a un empeño colectivo de competencia, que incluye lo ético y lo estético, la posibilidad de que abunden la paz, la belleza, el bien, la verdad en la convivencia.
Visto así, resulta bien extraño que haya educadores que no solo hayan abandonado el proyecto de hacer competentes a sus educandos, sino que hasta nieguen la importancia evolutiva y civilizatoria del competir. Hay espacios de educación donde se niega la competencia, a la que se le atribuyen todos los males del enfrentamiento social. No obstante, basta entender la relación entre ciudadanía y profesionalidad para que las versiones oscuras del competir —el «competitivismo», lo podríamos llamar— queden desveladas y separadas de su versión luminosa. Es para hacerse competente, y no para ser feliz o «empleable» (idea absurda y esclavizante donde las haya) que una persona joven debería acudir a un centro educativo.
Resulta además que este ser competente es consustancial a la construcción del carácter. El psicólogo social Albert Bandura llamó «autoeficacia percibida»: las creencias en nuestras habilidades para tratar con las diferentes situaciones que se nos presentan, que afectan a nuestra autoestima y autorrespeto y así pues recursivamente a nuestra futura capacidad para solventar desafíos. Explica Bandura que percibirse autoeficaz consiste en creer en nuestra capacidad para producir efectos. Eso es en esencia una persona competente: alguien que ha desarrollado destrezas como para sentir que es capaz de afectar beneficiosamente al mundo.
La autoestima es intensamente social; el autorrespeto descansa más en el individuo, y es indisociable de una vida íntegra. Walt Kowalski, el agrio protagonista de Gran Torino, de Clint Eastwood, conoce muy bien esta diferencia. Está mortalmente enfermo, ha perdido a su mujer, aún carga con horribles recuerdos de su experiencia bélica y malvive contrariado en un mundo y con una familia cuyos valores le espantan. A pesar de su incalculable amargura, Kowalski vive de pie, es una persona honorable. Su joven vecino, Thao Vang Lor, intenta robar su Ford Gran Torino para ganarse el aprecio de la banda que lo acosa y lo humilla. Tras algunas peripecias, Kowalski termina tomándolo a su cargo. Supera su acendrada xenofobia —una fachada con la que poder alejar a otros seres humanos, estar a solas y regodearse en sus decepciones— y trata a Thao y su hermana Sue con humanidad y después con cariño.
Kowalski sabe que Thao necesita respetarse. Observa cómo se relaciona con las chicas, y sabe de su baja autoestima; pero es más importante que se respete. Perdido entre generaciones y culturas, desubicado y solo, ha de aprender a defenderse, y para eso tendrá que hacerse digno, libre y responsable. Kowalski no se limita a quererlo, ni le entrega de inicio un respeto que todavía no merece; lo primero que hace para armar de valor a Thao es prestarle sus herramientas y hacer que el chico se sepa capaz de arreglar algunas cosas y hasta de ejercer un oficio. Sabe el viejo gruñón que son muchos los hilos que entrelazan la autoeficacia con la autoestima y el autorrespeto, y sabe aquello que Nietzsche dijo en su día: cuando parezca que nada te pueda salvar, será el orgullo el que te salve.
Nadie niega que el orgullo y el exceso de amor propio no puedan sepultarte. Pero es un error monumental desatender el lado virtuoso del orgullo: la tenaz determinación de ser la mejor versión de uno mismo, el afán de superación y el proyecto de tomar la vida de uno como quien ase un timón con ambas manos. No se trata de negar las circunstancias socioeconómicas, la suerte y otros aspectos que existen y precisamente la escuela pública ha de tratar de revertir, si es que quiere ser el imprescindible bastión de la democracia; se trata de añadir que en ese camino de competencia personal, profesional y civil que la educación ha de ser el educando ha de entender que es el protagonista. Se trata, en definitiva, de ofrecer oportunidades para desarrollar un carácter valiente.
Fascina ver cómo a la chavalería —y a muchos de sus mayores— le encantan las historias de garra deportiva y éxito empresarial justo ahora que arrecia el desprecio de la competencia. Fascina, pero no extraña. ¿O acaso creen ustedes que a una clase dirigente enferma de mediocridad le interesa una ciudadanía competente?
Fuente: educational EVIDENCE
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