- Opinión
- 2 de octubre de 2024
- Sin Comentarios
- 7 minutos de lectura
La indefensión del docente es también la del discente
La indefensión del docente es también la del discente
Los docentes se enfrentan a diario a situaciones de carácter violento
.
Hoy, que existen más protocolos que nunca para la mejora de la convivencia en los centros educativos, que los casos de acoso escolar o bullying ocupan las primeras planas de la prensa o abren los telediarios, que tenemos una oferta inagotable de cursos y talleres sobre cómo abordar este fenómeno, la violencia en las aulas sigue siendo una realidad.
Y es que, mientras que al docente no se le reconozca como autoridad pública y siga imperando la ley del pedagogismo hegemónico y su buenismo acientífico, el profesor seguirá estando en una situación de indefensión e impotencia que hará que el alumno agredido también se encuentre en el mismo estado de vulnerabilidad, abandono y desprotección.
Esas normas del pedagogismo buenista hablan de prácticas restaurativas y no de castigo, por lo tanto, de impunidad y nos llevan al absurdo de que ante una agresión sexual entre alumnos debemos situar al mismo nivel agresor y víctima, conseguir que la víctima banalice y relativice su dolor y que, no sólo perdone a su agresor, sino que además comprenda que no tenía otra opción que la de agredirla. La víctima debe asumir que no es la única que sufre, sino que su agresor sufre tanto o más que ella y por ende la agrede, en definitiva, debe entender que la agresión es una forma legítima más de manifestar el sufrimiento. La víctima debe convencerse de que lo que para ella es una violación en realidad sólo es un juego de niños. Pero llamarlo juego no le resta entidad a la agresión, porque tal y como nos recuerda Engels:
“Estos señores piensan que cuando han cambiado los nombres de las cosas, han cambiado las cosas mismas. Así es como estos pensadores profundos se burlan del mundo entero”.[i]
¿En qué momento dejamos de llamar a las cosas por su nombre? ¿Cuándo se impuso el uso masivo y generalizado del eufemismo para suavizar la realidad y proteger las burbujas en las que creemos vivir? ¿Por qué hablar de disciplina o castigo nos convierte en un demonio conservador anclado en viejos valores ya extintos?
Cuando apelar al sentido común es apelar a la nada no sorprende que la esperanza sea lo primero que se pierda.
Una de las consecuencias de este nuevo lenguaje que ficciona el mundo y hace que se nos revele como lo que no es, es la proliferación de conductas antes consideradas punibles y ahora consideradas pueriles.
Y es que no hace tanto llamábamos indubitablemente agresor al agresor y, como tal, éste recibía su castigo, sin que nadie se sorprendiera ni mucho menos se indignara por ello, ahora, en estos nuevos y novedosos días que acontecen, blanqueamos sus actos llegando incluso a justificarlos y los premiamos con la impunidad, porque debemos de ser más comprensivos que nunca, no sea que alguien que ha generado tantas molestias al otro se sienta molesto por ello.
Los docentes se enfrentan a diario a situaciones de carácter violento , que son fruto de una falta absoluta de códigos éticos y valores cívicos, que se presuponen universales pero que en la práctica se desconocen. Y lo hacen desprovistos de toda autoridad, porque la palabra “autoridad” es otra de esas que no encontraríamos nunca en el diccionario de la lengua pedagogista, ya que su significado se ha desplazado por otro que equipara autoridad a autoritarismo, como si se tratara de lo mismo. Sin autoridad reconocida el profesor no tiene ni capacidad de decisión ni mucho menos de acción. La expulsión del alumno cuyo comportamiento ha desafiado las leyes de lo moral es una quimera. “Expulsión” también es otro de los términos antipedagogistas, porque ha dejado de concebirse como una oportunidad para aprender aquello de que las acciones tienen sus consecuencias.
Aquellos que aún conservan algo de lucidez, pese a la oscuridad del momento, apuntan a que una de las causas que mejor explican el hecho de que la violencia en las aulas siga estando a la orden del día es, como decíamos antes, la falta absoluta de valores a los que agarrarse. Esa asentada victoria nihilista a la que hacen referencia, la del último hombre, lleva consigo la imposibilidad de diferenciar entre el bien y el mal en tanto que parecen ser valores relativos y, en consecuencia, lleva hasta el absurdo la premisa de que todos somos iguales ante la ley, de manera que víctima y agresor vuelven nuevamente a estar al mismo nivel. Cuando la realidad es más que nunca opuesta a la apariencia, la lectura de Platón deviene indispensable.
Sin embargo, el departamento de educación, que parece habernos instalado de manera indefinida en la caverna, elimina las lecturas obligatorias obedeciendo a esos principios del pedagogismo más “cool” para así asegurarse que los futuros trabajadores se sitúen cada vez más lejos de la verdad y confudan la Matrix con la realidad.
En un mundo en el que el profesor pudiera aplicar el sentido común y actuar de acuerdo a la razón, la violencia nunca sería relativa y no se condenaría ni al agresor ni a la víctima a serlo de por vida.
___
[i] [i] Marx-Engels Reader, New York: W. W. Norton and Co., second edition, 1978 (first edition, 1972), pp 730-733.;
Fuente: educational EVIDENCE
Derechos: Creative Commons