No hacía falta

No hacía falta

No hacía falta

No, no hacía falta esperar a ver los resultados del último informe PISA. No, no hacía falta para saber que algo no estaba yendo bien.

En cuanto se impusieron las pantallas en las aulas, los docentes supimos enseguida lo que iban a suponer / Pixabay

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Mamen Gargallo Guil

 

Los que pisamos las aulas, los que entramos cada día en ellas; los que estamos cada día con los niños y las niñas, con los adolescentes, porque los observamos, hablamos con ellos y los escuchamos, ya lo veíamos venir desde 2012, si no recuerdo mal, fecha en la que los ordenadores invadieron todas las aulas. Sin ánimo de demonizar las llamadas Tecnologías de la Información y de la Comunicación (las famosas TIC, útiles y necesarias para algunos ámbitos), a partir de aquel famoso programa 1×1, Un ordenador por alumno, la realidad educativa empezó a cambiar considerablemente, y no siempre para bien.

En aras del progreso, de la modernización, de la mejora educativa, en una irreflexiva huida hacia adelante para dejar atrás la tan denostada escuela de décadas anteriores, los docentes nos vimos obligados a substituir total o parcialmente el libro de texto por el ordenador, el cual se vio más como un objetivo (con un uso indiscriminado, sin una reflexión pedagógica previa, sin un criterio definido, sin unas normas claras), que como un medio, como una herramienta de trabajo más -no la única- para investigar, buscar fuentes de información y para compartir el aprendizaje, se empezó a distorsionar la figura del alumnado, del estudiante; la finalidad del docente y el concepto de la educación.

En cuanto se impusieron las pantallas en las aulas, los docentes supimos enseguida lo que iban a suponer. Teniendo en cuenta que, en la mayoría de los hogares, un ordenador, para un adolescente, era (y todavía es) un juego, iban a ser necesarias muchas dosis de pedagogía, disciplina, paciencia. Lo mismo ha pasado con los teléfonos móviles, que, además de permitir convertir la enseñanza -y, por tanto, el aprendizaje- en un juego, ha supuesto y supone una fuente de conflictos para muchos docentes y para los propios alumnos.

¿De verdad, nadie se paró a pensar lo que iban a traer las pantallas en las aulas a medio y largo plazo?, ¿de verdad, nadie pensó en las consecuencias de ello?, ¿nadie se planteó cómo iba a reaccionar y a desarrollarse el cerebro de un preadolescente, en la nueva etapa de la ESO, con una pantalla en sus manos, en cuanto a comprensión lectora, capacidad de atención y de concentración, psicomotricidad fina a la hora de escribir, etc., además de en cuanto a la autonomía, la responsabilidad, el espíritu crítico, el discernimiento, la autonomía, la ética… Si nosotros, los adultos, sufrimos estas consecuencias, qué no iba a pasar con nuestro alumnado.

Avalado por la neurociencia, la que nos dice que un adolescente no puede mantener la concentración más de 15 minutos, todo esto vino y viene acompañado por las nuevas maneras de aprender ciertamente cortoplacistas: metodologías activas, trabajo por proyectos, trabajo cooperativo, gamificación, multidisciplinariedad o interdisciplinariedad, aprendizaje por competencias, sin pararse un momento en las contradicciones futuras (a medio y largo plazo) que todo ello “encerraba”:

Tal y como yo lo veo, en mi rol de docente en el colegio, el niño o la niña (o el adolescente) que está en un colegio lo hace como alumno, como aprendiz y como estudiante; y, observando la raíz etimológica de dichos términos, tenemos en nuestras manos un ser que necesita alimentarse, que empieza a instruirse, a percibir y a captar; y que se ha de aplicar para ello, con los objetivos de ser y de estar en el mundo (con todo lo que ello implica actualmente), de valerse por sí mismo/a y de alcanzar sus objetivos propuestos, de hacer realidad sus aspiraciones, de manera integral, y para las cuales tendrán que pasar por un proceso de selección (ya sea una oposición, un currículum, un test de inteligencia, una batería de entrevistas, etc.). Y, todo ello, lo sabemos quienes nos dedicamos a ello, requiere tiempo, requiere tranquilidad, requiere silencio, requiere paciencia, requiere constancia, requiere resiliencia, requiere voluntad y requiere compromiso y consciencia. Porque no es una cuestión baladí que se esté haciendo de manera rápida, superficial y lúdica para ganarnos su confianza y para fomentar su curiosidad, como si nuestros protagonistas fueran incapaces de asumir de manera lúcida lo que significa estar de verdad en el colegio y lo importante que es su paso por él si se lo toman, si nos lo tomamos en serio.

Con ello, no estoy hablando de concebir el centro educativo como un lugar de tortura, pero tampoco como un chiquipark al que se va para hacer amigos (que también), pasar el rato o divertirse -muy diferente a disfrutar-, infravalorando el poder de la lectura y de la escritura sobre papel (ya sea con un problema matemático, un artículo de prensa, una novela, un mapa, una obra de arte o una partitura) y todas las capacidades y habilidades que se activan y se desarrollan con esas actividades. Quizás sería bueno -ilusa de mí- recuperar esa visión -llamémosla romántica- del colegio como un lugar de CRECIMIENTO y de CONOCIMIENTO, en todas sus dimensiones; quizás sería bueno volver a esa idea según la cual el esfuerzo no es sinónimo de malestar o no está reñido con la felicidad, todo lo contrario, está íntimamente relacionado con la satisfacción propia, con la madurez y con lo que se encontrará en ese futuro que, parece ser, engañándolos, intentamos ocultárselo o mostrárselo como un auténtico “mundo de yupi” sin obligaciones, sin frustraciones, sin obstáculos, sin consecuencias; o intentamos empequeñecérselo o simplificárselo con obras recortadas (las llamamos adaptadas), resúmenes, ideas subrayadas o en negrita, o breves redacciones. Porque, ciertamente, parece que, en estos últimos años, entre todos, nos hemos empeñado en infantilizar, incluso en cosificar -aunque estamos cansados de decir que son los protagonistas de su propio proceso de aprendizaje- estos hombres y estas mujer del futuro, que tendrán que demostrar y aplicar sus conocimientos para “leer” el mundo y la sociedad en los que les ha tocado vivir y convivir, su espíritu crítico, su capacidad de trabajo -individual y en grupo-, su tolerancia para gestionar los errores que tendrán y los fracasos, que sin caer en el pesimismo, tendrán.

Todos queremos, la sociedad necesita personas solventes, críticas, reflexivas, competentes. Y para ello, necesitan saber…

SABER, ¿por qué hay que saber? Porque algunos estamos convencidos de que la clave de todo está en saber, SABER con mayúsculas, más allá de un click, de un titular, de unos pocos caracteres.

Para pensar, hay que saber.

Para entender, hay que saber.

Para analizar, hay que saber.

Para hablar, hay que saber.

Para criticar, hay que saber.

Para debatir y rebatir, hay que saber.

Para juzgar, hay que saber.

Para aplicar, hay que saber.

Para transferir, hay que saber.

Para deducir, hay que saber.

Para inferir, hay que saber.

Para calcular, hay que saber.

Para no equivocarse, hay que saber.

Para rectificar, hay que saber.

Para tomar decisiones, hay que saber.

Para ser creativ@, hay que saber.

Para ser alternativ@, hay que saber.

Para saltarse las normas, hay que saber.

Para hacer, hay que saber.

Para ser, hay que saber.

Para vivir, hay que saber.

Para saber, hay que ponerle tiempo, silencio, paciencia y voluntad.

Pero, ¿qué es peor, no saber que no sabes? o ¿saber que no sabes y no querer saber? o ¿creer que lo sabes todo? Yo elijo saber que sé algo y querer saber más.


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

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