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  • 3 de marzo de 2025
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Un mínimo de respeto

Un mínimo de respeto

LA GRAN ESTAFA. Sección de opinión a cargo de David Cerdá

Un mínimo de respeto

Gerd Altmann. / Pixabay

 

Licencia Creative Commons

 

David Cerdá

 

Si bien no hay posibilidad ninguna de un gran pacto por la educación en nuestro país —cosas de la política de trincheras, de la política bajuna—, sí convendría al menos acordar un mínimo de respeto en cuanto al trato a los profesores y el personas de los centros, normas contundentes que lanzasen mensajes inequívocos a los alumnos y a sus padres, algunas de esas líneas rojas de las que tanto se habla y sobre las que nada se hace.

Crecen sin cesar las agresiones al profesorado: a lo peor ya nos hemos acostumbrado. El caso es que uno es más de pensar que a partir de ahí no hay nada de lo que deba hablarse. Para qué vamos a hablar de PISA, el declive de la comprensión lectora o las matemáticas cuando están sobre la mesa piedras, palos y hasta puñales. Que sí, que hay circunstancias del alumnado dramáticas, y que también tienen hijos los criminales: pero la escuela ha de ser un bastión contra la violencia más poderoso que pueda concebirse.

Tampoco hay nada más de qué hablar cuando hay que lidiar con agresiones verbales; pero hay insultos que ya se han normalizado. Decía hace poco más de un año el CSIF que el 79% de los docentes han sufrido agresiones físicas, verbales o amenazas por el alumnado y el 64% reconoce violencia frecuente entre estudiantes. Gracias al acogotamiento de ciertos directores de centro y las algaradas criptojipis de algunos que dicen que la inclusividad incluye esto, no hay un frente común para combatir esta infamia, y ya empezamos a copiar a los estadounidenses en algunos sitios en lo de los detectores de armas.

Un mínimo de respeto hace posible enseñar, pues sin él no queda nada. Habrá que pensar los métodos y el régimen de sanciones, pero la escuela, que por su diversidad se debe parecer a un barrio obrero (es el zócalo de la democracia), por su misión debe parecerse a un templo. En un espacio así todo acto de violencia, física o verbal, debe verse como un sacrilegio. Pues si se quiere —de veras— que la escuela sea el reino de la oportunidad, de la creación de horizontes, debe ser el primero en repetir machaconamente que no hay espacio en la empresa o en la polis para las agresiones.

No nos faltan protocolos —muchas gracias, estamos servidos—: nos falta vergüenza. Porque vergüenza es lo que debieran sentir quienes participen o hagan la vista gorda de estos atropellos. Para eso hace falta que alguien, siquiera alguna vez le diga a los chavales y sus familias y a los profesores que en el mundo lo principal no son los derechos, sino los deberes. Los derechos son papel mojado cuando no se reconocen los deberes. No se puede vivir en una sociedad ni en un centro donde cada cual campa a sus anchas; por creer que la libertad era esto —la ausencia de responsabilidades— hay ahora un número creciente de desaprensivos.

Hace falta un frente común contra las injerencias de los padres. Han de existir canales cualificados para hacer llegar las reclamaciones, y la vía legal está expedita para todo aquel que crea que se han conculcado leyes; pero un padre no puede moverse por un centro como Pedro por su casa. Hay que decirlo más y más contundente: un padre no es un cliente, no digamos su hijo. De la hiperexigencia de estos sin su concomitante responsabilidad proviene la mayor porción de nuestros males, que no voltearemos hasta que el respeto vuelva a ser el meollo del proyecto educativo.

Como todas estas cosas, de estricto sentido común, las hemos politizado, andan tantos entre que si son galgos o son podencos, cuando lo que toca es arrimar el hombro y cerrar filas como los espartanos. Si seguimos sin hacerlo un poco más de tiempo, veremos como saltan por los aires otras costuras. Entonces llegará el aventurero político de turno, un Trump de la vida, a decir que el agua moja y no vamos a dar para lamentos. No se puede enseñar a quien no te respeta, punto y seguido, tampoco puede enseñar quien no respeta, punto y aparte.

La palabra «respeto» proviene del latín respectus, derivado de la familia de specere, «mirar»: respetar es volver a mirar. Esta segunda visualización contribuye a identificar en los demás lo que es humano y nos convierte en lo mismo. Por eso a veces es buena idea que en los centros haya uniforme, o al menos esa es su mejor razón: recordar nuestra radical igualdad, nuestra dignidad constitutiva. Toda falta de respeto es un estúpido intento de significarse, de colocarse por encima, de imperar sobre otro. En un mundo cada vez más desigual, este es el reto que se nos impone: volver a convertir el oficio de enseñar y el deber de aprender en una férrea comunidad entre iguales.


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

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