• Opinión
  • 20 de mayo de 2024
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Ensoñaciones educativas y pesadillas pedagógicas

Ensoñaciones educativas y pesadillas pedagógicas

Ensoñaciones educativas y pesadillas pedagógicas

El pedagogismo no es la solución, sino el problema

愚木混株 Cdd20. / Pixabay

Licencia Creative Commons

 

Xavier Massó

 

En ‘Los Sueños de un Visionario. Explicados mediante los ensueños de la Metafísica’ (1766), Kant nos describía el tornaviaje de la razón, desde la racionalidad y el conocimiento, hacia una quimérica Ítaca a cuyo puerto debemos evitar arribar a cualquier precio. Quince años después, en la ‘Crítica de la Razón Pura’ (1781), tematizaba filosóficamente la exposición, el diagnóstico y el remedio contra los delirios de la razón para, aun al precio de asumir nuestras limitaciones, no acabar racionalmente locos y presos del Ideal de una Razón Pura de pureza fácilmente adulterable.

Una obra, la del «visionario», inspirada directamente en un personaje histórico y coetáneo de Kant: Emanuel Swedenborg (1688-1772), matemático, físico, astrónomo e inventor reputado, además de celebrado y viajado científico sueco que, ello no obstante, acabó pasando a la historia por sus obras sobre el cielo, el infierno, los ángeles y los demonios, con minuciosas y descriptivamente impecables observaciones «empíricas», con todo lujo de detalles sobre tales espacios y seres.

Immanuel Kant. / De Johann Gottlieb Becker (1720-1782)

Lo que sorprendía a Kant no era que Swedenborg creyera a pies juntillas en tales majaderías; al fin y al cabo, también hoy en día el terraplanismo sigue rampante y hay quien sigue creyendo en la astrología, la homeopatía o las «nuevas» pedagogías. No, lo sorprendente era que tales «verdades» procedieran de un prestigioso científico que exponía los contenidos de sus visiones como verdades científicas. De haber podido leer el ‘Doktor Faustus’ de Thomas Mann, a Swedenborg le hubiera encantado lo que Mefistófeles le dice a Adrian Leverkühn: «Que sólo exista para ti durante tus visiones, no significa que únicamente exista en ellas».

No se trata de que no pueda haber científicos creyentes, nada de eso. Lo que ocurre es que un científico creyente sabe, por lo general, discriminar entre conocimiento y creencias; no así Swedenborg. Que todo nuestro conocimiento comience con la experiencia, aunque no todo él proceda de ella, como nos recordaba Kant, no nos autoriza a pensar que toda inferencia sea válida; ni toda «evidencia», porque lo que consideremos como tal está también sujeto a unos criterios de validez. Swedenborg se olvidó de sus propios límites y, al transgredirlos, cayó en la locura racional.

El interés de Kant no provenía tampoco de las eventuales peculiaridades psíquicas del personaje, sino, todo lo contrario, de su universalidad en lo que atañe al proceder de la razón, que con frecuencia nos juega estas malas pasadas también en muchos otros ámbitos. En otras palabras, en el lenguaje kantiano de las facultades y las representaciones, la sensibilidad produce intuiciones, el entendimiento, conceptos, y la razón, ideas. Estas últimas estructuran  y acompañan al conocimiento, pero no son conocimiento, sino sólo regulativas. Si vamos más allá de esta limitación y confundimos las ideas con conocimiento, nos adentramos en el truculento y proceloso océano de los delirios de la razón. Y algo de esto, o más bien mucho, se da también en el salto de la pedagogía al pedagogismo.

Nadie en sus cabales podrá negar que una pedagogía concebida desde una perspectiva epagógica y fenoménica pueda ser una muy valiosa herramienta auxiliar en el desempeño de la función docente, en la tarea de enseñar, de transmitir conocimientos. Toda vez que se mantenga, claro está, al servicio de la enseñanza, su validez (formal) estará en función de la verdad (material) de sus postulados debidamente contrastados. Lo que para Popper sería su falsabilidad como criterio de demarcación de lo que es y de lo que no es ciencia. O sea, si sus resultados en la práctica se avienen con lo enunciado, habrá sido provisionalmente corroborada; y si no es así, entonces habrá sido falsada y deberemos reformular la teoría, sin que tampoco por esto quede descartada la idea de una pedagogía así concebida. En otras palabras, el problema nunca es de la realidad, sino, en todo caso, del constructo teórico que pretende entenderla.

Ahora bien, ¿qué ocurre cuando los resultados prácticos refutan la maravillosa teoría que habíamos construido y de la cual nos sentíamos tan orgullosos? Caben, a saber, dos opciones: la primera, revisar los postulados y el modelo, para reformularlos o, si resulta que caemos en la cuenta de que la realidad funciona de otra manera, abandonar tal teoría y, eventualmente, buscar otra que se ajuste mejor a dicha realidad; la segunda, negarnos a aceptar unos resultados adversos porque el modelo teórico es tan perfecto que no cabe otra: la culpa es de la realidad.

Un enroque conceptual que puede obedecer a distintas razones, desde que antepongamos la altura moral de nuestras intenciones a la verosimilitud de los objetivos que se persiguen, convertidas aquéllas en un imperativo incondicional, hasta la inversión del orden epistemológico de las cosas y pensar que la teoría es anterior a la realidad, y que ésta es la que debe adecuarse a aquélla. Incurrimos con ello en la falacia idealista, con el «deber ser» conjeturado imponiéndose contumazmente a la realidad sobre la cual lo aplicamos, se adecúe a ella o no. Y si no encaja, se la hace encajar «culpando» a cualquier eventualidad extrínseca a nuestro «ideal» concepto de ella, que es lo que hay que salvaguardar a toda costa. Un modelo al cual es inherente la existencia de algún culpable moral. No es sólo que los hechos deban encajarse en la idea, sino, aun peor, que la idea se apropia de ellos y los integra o desintegra cual meros momentos de su propio despliegue. Una dialéctica, en definitiva, de la supresión por negación.

Johann Gottlieb Fichte. / Albrecht Fürchtegott Schultheiß – Wikimedia

Pero entonces ya no estamos en una pedagogía al servicio de la enseñanza, sino que la enseñanza está al de la pedagogía. O sea, la enseñanza convertida en una herramienta auxiliar engarzada en una teoría global de la educación; lo que es, en otras palabras, un proyecto de ingeniería social a cuyo propio despliegue está ahora supeditada. Ya no es la pedagogía la que está al servicio de las matemáticas, sino éstas al de la pedagogía. El modelo a cuya idea los hechos están apriorísticamente subordinados: la idea absoluta del idealismo de Fichte y su exigencia de génesis. Y esto es lo que conocemos como pedagogismo.

Es bajo el marco filosófico del idealismo que la pedagogía –en su versión fichteana hoy hegemónica- se ha transformado en pedagogismo y se ha enseñoreado de nuestros sistemas educativos. Un modelo en que la pedagogía es ella misma la génesis, el alfa y omega de la educación, su centro de gravedad y columna vertebral, a la cual todo está supeditado. La apropiación de la realidad y su reducción, su subsunción a la idea; donde el criterio de verdad está en la propia la idea, cuya validez (formal) deviene ella misma lo válido (material): la certeza autoproclamada es ella misma la verdad.

El mismo salto a la totalidad dado por Swedenborg, que Kant delataba como delirios de la razón; el de la falaz síntesis de contrarios, de lo que no es ni negación ni antítesis, sino fenoménicamente complementable y complementario. No, el pedagogismo no es la solución, sino el problema. Todo ello sin contemplar -sería adentrarnos en otro ámbito igualmente proceloso y truculento-, que los objetivos reales sean acaso otros que los proclamados. Pero esto lo dejaremos para otro artículo: ¿A quién y a qué sirve el pedagogismo?


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

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