- Opinión
- 19 de marzo de 2025
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«Adolescencia»: al otro lado del buenismo

«Adolescencia»: al otro lado del buenismo

Eva Serra
El pasado jueves 13 de marzo se estrenó en Netflix una miniserie británica de cuatro episodios titulada Adolescencia. Más allá de los interesantes aspectos de rodaje -un solo plano secuencia, sin cortes de cámara de principio a fin-, o de las magníficas interpretaciones de Owen Cooper (Jamie, el adolescente criminal), Stephen Graham (Eddie, el padre) y Faye Marsay (la madre), esta producción dirigida por Philip Barantini muestra la crudeza de una realidad que, desgraciadamente, cada vez nos es menos ajena. ¿A quién le suena inverosímil el caso de adolescente con instintos criminales y resultado de lesiones mortales a otro ser humano? De eso va Adolescencia.
Desde los primeros minutos, Barantini nos sumerge en una acción policial impactante -varios efectivos armados irrumpen por sorpresa en plena madrugada en la vivienda del menor-, una acción que nos recuerda a una de esas redadas norteamericanas contra peligrosos narcotraficantes y que, sin embargo, y a pesar de dirigirse hacia un chico de 13 años está más que justificada pues se trata de un caso de asesinato. Eso sí, los padres tratan de protegerlo como a una criatura desvalida mientras el chico se orina de miedo y llora ante la policía. No hay rodeos ni paños calientes para detener al presunto asesino, tampoco los vemos en los interrogatorios. Sus actos han sido propios de un adulto y se procede a su detención en pulcra pero clara correspondencia.
Hasta aquí, y sin entrar en ningún tipo de spoiler, los espectadores acostumbrados, o no, a los clásicos esquemas de guion intentamos averiguar si se trata de un error policial (más pronto que tarde vemos que no), o si detrás del abominable acto del adolescente se esconde un trauma oculto que tratará de justificar su falta de empatía hacia las mujeres -la víctima es una chica de su edad- o una infradiagnosticada psicopatía, pero nada de eso hay. Como en la vida misma, los instintos irreflexivos, salvajes o criminales existen sin mayor explicación en muchos casos y eso es lo que, incomprensiblemente, nuestras sociedades occidentales no quieren asumir. Cualquier acto, por violento que este sea, acaba siendo contemplado desde la hipócrita fragilidad del verdugo y no desde la inaceptable indefensión de la víctima. A eso nos están acostumbrando poco a poco.
Acoso escolar entre compañeros de aula frente la pasividad de las direcciones, faltas de respeto hacia los docentes ante la inacción de la administración, irresponsabilidad de los alumnos en consonancia a unas leyes educativas que denuestan la exigencia y la disciplina con persistente ahínco, garantista y permisivo; inmadurez, altanería, prepotencia, cuando no agresividad o criminalidad de unos prometedores candidatos a matones, normalmente justificados bajo un espeso manto de psicología del chantaje progresista, desfasada y lastimera. Me parece una serie seria, la de Philip Barantini, porque nos muestra la realidad desprovista del maquillaje rousseauniano no solo políticamente correcto, sino convertido en indiscutible autoridad moral de nuestro tiempo.
En sus cuatro capítulos no deja arrinconados tampoco algunos de los elementos que constituyen la arquitectura del ego adolescente de hoy: el acceso temprano a una pornografía poco edificante (imágenes de chicas desnudas en internet como referentes sexuales), los signos y símbolos que potencian peligrosos narcisismos a través de las redes sociales (emoticonos enviados por parte de la víctima que no satisfacen al receptor), las puertas y ventanas hacia la justificación, la negación, la mentira (su constante afirmación bajo promesa de no ser el responsable) y, esa manera tan irreverente y natural de tomar el pelo a los adultos (sus propios padres o la trabajadora social incluida, por supuesto). Todo un ejercicio, cuando no un baño, de realismo.
Ese carácter trasnochado y atrabiliario de tantos expertos que pontifican cómo y dónde deben situarse las líneas rojas en el derecho a proteger a las víctimas y las azules a la hora de comprender al acosador o al criminal confiere carta blanca al instinto salvaje de algunos. Educar es contener, delimitar, prohibir, sancionar esos instintos insanos, pero nos encontramos con nuevos credos de modernos sofistas que ensalzan el autodescubrimiento para bien y para mal. Mientras no sepamos comprender que los actos criminales de los menores merecen consecuencias sin paliativos, las acciones como el reciente asesinato de la trabajadora social de 35 años en un centro tutelado seguirán pesando en nuestra sociedad, al otro lado del buenismo.
Fuente: educational EVIDENCE
Derechos: Creative Commons
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Bon dia, sóc pare i professor jubilat. El nostre fill gran va ser víctima d’ assetjament escolar persistent a 5è i 6è de primària en una Escola de capital de comarca a la Catalunya rural de les comarques de Tarragona. Els assetjadors, Gent destacada de la localitar; la inacció de la directiva ens va obligar a canviar el fill al darrer trimestre del curs. La negra perspectiva de començar la ESO a l’ Institut de la localitat, on es trobaria amb una assetjadors recrescuts, ens va obligar a marxar tota la família. Vaig denunciar l’ Escola davant l’ Administració, no va servir de res. Tanmateix el Síndic de Greuges,ens va donar la raó i va dictaminar una indemnització de 10.000 euros que mai hem rebut. Segons la Delegada d’ Ensenyament, els dictámenes del Síndic no són d’ obligatori compliment i que ella, de petita, també havia oarit assetjament escolar i això l’ havía fet més forta. No Hi ha paraules oer desciure la nostra indignació i impotència.