• Opinión
  • 3 de junio de 2025
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Repetir o no repetir curso, esa (no) es la cuestión

Repetir o no repetir curso, esa (no) es la cuestión

Repetir o no repetir curso, esa (no) es la cuestión

Pixabay

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Xavier Massó

 

La repetición de curso es un tema recurrente que suele reaparecer muy especialmente cada final de curso, coincidiendo con las evaluaciones finales. Es la bestia parda del pedagogismo y su sola mención es anatema. El simple hecho de plantearla como posibilidad significa verse automáticamente arrojado a las tinieblas exteriores: un sádico que disfruta suspendiendo a sus alumnos y arruinando sus vidas presentes y futuras.

El porqué de tal inquina no deja de ser sorprendente, toda vez que tengamos en cuenta que no se trata de un concepto de cabecera de los movimientos pedagogistas. En realidad ni se contempla. Sea como fuere, no está al mismo nivel que otras categorías pedagogistas como el aprendizaje basado en proyectos, la educación competencial, los ámbitos, las sesiones de convivencia restaurativa, la escuela inclusiva, el alumnocentrismo, las clases invertidas –flipped classroom-, el aprendizaje por descubrimiento y el social-colaborativo, la evaluación cualitativa o el DUA -en este último caso, sin que sus creadores hayan conseguido todavía dar con una definición mínimamente inteligible-. El problema de verdad es que se trata de algo así como un axioma, tan dado por evidente y fundante que se da por supuesto sin necesidad de explicitarlo. Y también como si todas estas nociones estuvieran allí para asegurar su no-ocurrencia.

Y es que, en realidad, aun no siendo un concepto contemplado en su modelo teórico, la (no) repetición de curso es sin embargo la auténtica llave de bóveda de la puesta en práctica del discurso pedagogista y su simple aducción es de efectos perturbadores en la medida que pone en peligro todo el constructo. Entendámonos, estamos hablando de un sistema teórico de absolutos que, en su condición de tales, no admiten réplica fáctica o fenoménica adversa. Y la repetición de curso, o las razones que inducen a considerarla siquiera como posibilidad, son un hecho empírico: un alumno no ha adquirido los aprendizajes mínimos requeridos para acceder al siguiente curso. Y esto es la evidencia de que algo no funciona. No en casos individuales, pero sí cuando se trata de porcentajes significativos.

Por esto la repetición de curso no puede contemplarse desde el pedagogismo ni siquiera como un contraconcepto expositivo –la definición negativa de algo, a partir de lo que no es-. Sólo vale el anatema. Porque se trata precisamente de un tema el planteamiento de cuya mera posibilidad significa asumir que tal vez haya alumnos que no han aprendido lo que debieran, y asumir esto es asumir que el modelo es incapaz de ir más allá de su fase teórica. Es por esta razón que resulta preferible que haya alumnos estudiando ecuaciones de segundo grado sin que sepan qué es una potencia, a que repitan curso por no haberlo aprendido.

Es pues lógico que cualquier mención a la repetición de curso exaspere tan de sobremanera a los pedagogistas: es mentarles la bicha. Simplemente, no tiene cabida en sus esquemas categoriales, ni puede tenerla. De lo contrario, se derrumba el edificio.

Pero seguimos teniendo enfrente un hecho rabiosamente empírico que genera un problema de muy comprometida respuesta: qué hacer con un alumno de 12 años, en 1º de la ESO, que no sabe multiplicar, que no entiende un texto simple de tres líneas, que escribe su propio nombre con faltas de ortografía o que es incapaz de memorizar su número de móvil. Algo hay que decir, claro. Y el problema es que, a pesar de sus inmensas tragaderas, la sociedad todavía no está «preparada» para asumir que un porcentaje cada vez más alto y significativo de alumnos que llevan escolarizados entre diez y doce años, concluyan su etapa de escolarización obligatoria en un estado de práctico analfabetismo funcional.

Porque entonces, más allá del manido relato autorreferencial, sólo cabe o reconocer el fracaso, o decir la verdad y revelar el discurso oculto. Reconocer y asumir el fracaso no es algo contemplable, no sólo porque implica aceptar que se han estado aplicando majaderías estafando y malogrando generaciones enteras, sino también porque está en juego el condumio. Y de decir la verdad, menos aún: obligaría a entrar en materia y enseñar las cartas marcadas con que se ha estado jugando la partida. En román paladino: que se está aplicando un modelo de ingeniería social que no contempla la escuela como lugar de transmisión de conocimientos –al menos para amplios sectores de población- y que en tal empeño se está obteniendo un éxito rotundo. Ni lo uno ni lo otro es divulgable, esto parece claro.

Pero mientras quede en el sistema educativo un resquicio de estructura curricular que mantenga un mínimo de contenidos positivos de conocimiento, aun por más jibarizados que estén, siempre se podrá comparar y evaluar cuantitativa y comparativamente, aunque sea externamente. Y cualquiera podrá entender que alguien que no sabe qué es una potencia no podrá comprender las funciones logarítmicas, por más atención y empeño que ponga en ello. Vamos, que promocionar automáticamente de curso es desentenderse del alumno abandonándolo a su suerte.

En la entrevista que concedió a esta revista, afirmaba el profesor y psicólogo cognitivo Paul Kirschner que la última gran revolución en educación fue la pizarra: “Hizo posible que un maestro enseñara a treinta estudiantes a la vez en lugar de uno a uno. Eso fue una revolución. Y antes de eso, la imprenta fue una revolución, que permitía que los textos no sólo llegaran a manos de la élite, sino a las de todos los estudiantes”.

Enseñar a treinta estudiantes a la vez. Esto es precisamente lo que no se puede hacer si hay que explicar simultáneamente cuatro o cinco cosas distintas. Con esto debería bastar para entender la idea de la repetición de curso, que no es sino dar una segunda oportunidad a quien no aprovechó la primera, y lo absurdo en sí mismo, una contradictio in terminis, de la promoción automática o del aprobado general.

Sí, debería bastar, siempre y cuando sigamos pensando que la función primordial de la escuela es la transmisión de conocimientos, enseñar para su aprendizaje. Hoy ya no es así, pero como esto no se puede decir abiertamente y tampoco se puede reconocer un fracaso que para ellos no lo es y que, de admitirlo, detendría eventualmente el despliegue del modelo, se toma el camino de en medio: diluir lo que queda de conocimientos en cualesquiera conceptos de cabecera pedagogistas como los más arriba mencionados. Y también irlos renovando continuamente por el procedimiento de cambiarlos de nombre; total, están vacíos de contenido y esto da mucho juego. Así se transmite la sensación de que el tema preocupa y se está haciendo algo, cuando en realidad no se está haciendo nada; o sí: perseverando en lo mismo.

Y, sobre todo, de repetición de curso nada de nada. No fueren a aprender algo. Además, como el conocimiento no es importante porque ya está en las redes, total, ¿qué más da?


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

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