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  • 18 de noviembre de 2025
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Personalizar, clasificar, vender

Personalizar, clasificar, vender

Multiplicar etiquetas en la escuela puede dar sensación de inclusión, pero en realidad fomenta el aislamiento. / Imagen creada mediante IA:

LA GRAN ESTAFA. Sección de opinión a cargo de David Cerdá

 

Licencia Creative Commons

 

David Cerdá

 

Llama a la puerta de la escuela la moda PAS: un reempaquetado atractivo para padres y centros ansiosos de etiquetas que hagan especiales a quienes las portan, algo que, lejos de fortalecer a los niños, los encierra en fragilidad y erosiona la misión integradora de la educación.

Supongo que sabrá usted lo que es un niño o un adulto PAS. El término «Personas Altamente Sensibles» lo lanzó en los años noventa la psicóloga estadounidense Elaine Aron, quien decidió bautizar con una etiqueta casi de manual de autoayuda a quienes, básicamente, sienten las cosas más fuerte que el promedio. Lo presentó como un rasgo de personalidad legítimo, aunque a muchos nos suene más a justificación elegante para el drama cotidiano. Desde entonces, el concepto ha tenido cierto recorrido; agotado el victimista «mi niño TDAH» —hace tiempo que pasamos la barrera del sobrediagnóstico en cuanto a esto—, y copado el «mi niño es de Altas Capacidades, llega ahora el «soy PAS y mi hijo lo ha heredado», fuente de consuelo-justificación para un sinfín de disfunciones asociadas al carácter. Nadie niega que haya gente más sensible que otra, y que haya que hacer espacio para las reacciones humanas dispares; lo que decimos es que el término, transformado en «condición», es sospechosamente elástico, útil tanto para vender libros como para suavizar diagnósticos serios, más cercano a la mercadotecnia emocional que a una categoría científica sólida.

La polémica con Elaine Aron y las personas altamente sensibles (PAS) radica, sobre todo, en la base científica del concepto. Aron presentó en 1996 The Highly Sensitive Person, donde describe la alta sensibilidad como un rasgo temperamental heredado que afecta al 15-20% de la población. El problema es que gran parte de sus investigaciones se sustentan en cuestionarios de autoinforme diseñados por la propia autora (el Highly Sensitive Person Scale) con validaciones discutidas y un margen muy amplio de interpretación. Muchos psicólogos señalan que el rasgo parece un collage entre neuroticismo, ansiedad social y alta empatía, rasgos suficientemente estudiados en psicología de la personalidad. Además, aunque algunos estudios de neuroimagen apuntan a diferencias en la activación cerebral de «estas personalidades» (nunca unas comillas fueron más necesarias), la evidencia sigue siendo limitada y fragmentaria, y los estudios que tratan de darle sustento, poco replicables. Más que un hallazgo revolucionario parece un brillante reempaquetado emocional, vendido con éxito en el mercado del bienestar, pero con pies de barro en el terreno científico.

Ni que decir tiene que nada de esto ha importado a quienes nos quieren vender cosas que no necesitamos. El ínclito Álvaro Bilbao, que está en todas, nos habla con naturalidad de los NAS (Niños Altamente Sensibles); diversas entidades que orbitan en el mercado educativo juegan con la idea para ofrecer consultas mientras piden adaptaciones en las escuelas (¿se imaginan, cuando en muchos coles e institutos ni para aire acondicionado tienen?), y hay, por descontado, ya una asociación nacional del asunto, PAS España, que, además de psicopatologizar la cosa (“Por qué ser NAS se confunde con otros trastornos”), nos regala un montón de obviedades y sugiere que estos chavales son más «intuitivos, reflexivos y creativos» y que «algunos evolucionan para llegar a ser buenos deportistas o grandes músicos» (cosa que, por supuesto, puede decirse de cualquier persona).

Esta fascinación por las PAS en la escuela encaja demasiado bien con esa pulsión tan humana —y tan peligrosa— de creer que uno es especial, y más aún de convencerse de que nuestro hijo lo es. Etiquetar al alumno como «altamente sensible» satisface esa vanidad paterna que convierte cualquier lágrima en una señal de genialidad que aflora. En la práctica, esta ilusión no fortalece al niño: lo atrapa en un pedestal frágil, donde la mínima frustración se interpreta como injusticia para con su condición en vez de oportunidad de madurar. La educación reglada, sin negar las diferencias individuales, no puede rendirse al culto de la rareza: su misión es guiar al chico hacia la experiencia común de ser «uno más», porque solo en el roce con la igualdad se aprende a convivir. La vitrina exclusiva del «niño especial» nos aleja de los proyectos profundos y colectivos; y ni que decir tiene que este enfoque no resta a nadie la oportunidad futura de que sus capacidades creativas, sensibles, artísticas, descuellen: le ofrecen un fondo común de civilidad y un núcleo de no excepcionalidad desde el que vivir y crear en plenitud sus excepcionalidades.

Tenemos que hacer sitio a lo particular en el aula; pero no necesitamos más subclasificaciones que etiqueten a los chavales y fragmenten aún más esta sociedad nuestra, cada vez menos comunidad y cada vez más un mosaico de tribus diseñadas para el mercado. Como advierte Zygmunt Bauman en Modernidad líquida, «cuanto más se desintegra la sociedad en fragmentos individuales, más vulnerable es a las fuerzas que la manipulan»; esto es lo que estamos propiciando. Multiplicar etiquetas en la escuela puede dar sensación de inclusión, pero en realidad fomenta el aislamiento y abre la puerta a que cada niño se perciba como un microgrupo. La educación debería ser lo contrario: un lugar donde aprender que las diferencias enriquecen, sí, pero que una sana interpersonalidad y una polis crítica y valiente es imprescindible para que abunde la vida buena.


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

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