- A pie de aula
- 4 de junio de 2024
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La pedagogía de la no competitividad
La pedagogía de la no competitividad
No exigir esfuerzo a nuestros estudiantes es simplemente infantilizarlos
En un centro del Hospitalet cerca de Barcelona un maestro conseguía excelentes resultados con sus alumnos de seis años al enseñarles a leer. La técnica consistía en hacer jugar a sus alumnos simulando una carrera de coches de Fórmula 1. En una de las paredes del aula cada alumno tenía un dibujo de su coche ante una regla de distancias. El docente en cuestión les indicaba el texto que esa semana formaría parte de la carrera y el viernes se procedía al juego de las carreras de coches, es decir, los alumnos leían el texto propuesto ante los demás y se cronometraba la velocidad y la calidad de la lectura ejecutada. En ello, nunca había ni ganadores ni perdedores, simplemente se ofrecían medallas de oro para los primeros, medallas de plata para los segundos y medallas de bronce para los terceros, quedando unas medallas llamadas ‘de piedra’ para quienes obtuvieran malos resultados, aunque ello nunca ocurría. De hecho, el maestro procuraba que nadie fuera merecedor de las medallas de piedra ya que todos ganaban en aquella carrera durante primero de primaria.
Con este simple juego en donde todos ganaban, sus alumnos se esforzaban en leer durante toda la semana el texto requerido. El resultado era que, y al cabo de 3 meses, todos sus alumnos dominaban la mecánica de la lectura con elevada motivación y profunda satisfacción. Hasta los padres manifestaban agrado y felicitaciones por aquella didáctica. Pero un día la dirección del centro llamó al susodicho docente al despacho. El motivo fue que le iban a prohibir el juego de las carreras de coches en aquella aula de primero de primaria. El maestro, aturdido, preguntó a su director el motivo por el cual le iban a vedar su didáctica en el aula y la respuesta fue que su juego estaba propiciando la competitividad entre sus alumnos, añadiendo dirección que ello era algo sacrílego y execrable en educación.
Ante la proscripción anterior, y a escondidas de dirección, nuestro docente continuó con su juego entre sus alumnos manteniendo el éxito de su técnica para aprender a leer. Finalmente, y al curso siguiente, nuestro docente consiguió trabajo en otro centro de educación en donde no le prohibían tal didáctica.
En otro centro, y en los primeros cursos de primaria, había un ranking de libros leídos entre sus alumnos, algo muy vistoso y con diversas recompensas para los escolares, pero dirección prohibió tal lista al fomentar, según esta, la competitividad. Ahora los niños de este centro, y sin este estímulo, apenas leen.
Visto todo lo anterior cabe preguntarse sí deberíamos prohibir jugar al fútbol a todos nuestros alumnos en el patio, asistir a las olimpiadas de ajedrez en casales o permitir las partidas de parchís en casa. Si todo ello debe ser desterrado para siempre de nuestra educación al promover la diabólica competitividad, ¿cómo enseñamos a jugar en equipo si ya no hay equipos con quién medirse? Ante tal paradoja es mejor condenar a este tipo de directivas pedagógicas que prohíben jugar correctamente a leer, pero que luego predican que la escuela debe ser lúdica, divertida y feliz. El argumento que los juegos fomentan el pecado de la competitividad entre los alumnos es ignorar que éstos sólo practican el esfuerzo en leer mejor. Quizás suceda que el pecado real sea el no saber enseñar bien por parte de esta pedagogía de la no competitividad. La razón es que los países con mayores cotas en educación aumentan su competitividad y se desarrollan más.
Si la cultura no impulsa el esfuerzo jamás obtendremos profesionales cualificados. Para los asiáticos, por ejemplo, el éxito escolar de sus retoños resulta lo más crucial para la familia. Si los resultados de sus hijos son adversos, los padres asiáticos piensan que su alevín no se ha esforzado lo suficiente. De hecho, en Estados Unidos los inmigrantes que mayor éxito estudiantil y profesional poseen son los hijos de los asiáticos, mientras que latinos y afroamericanos se quedan por debajo. Las familias asiáticas inculcan a sus chavales que deben trabajar duro con los estudios, y a pesar de que hablan otra lengua muy distinta al inglés, estos alumnos van por delante de los anglos autóctonos. Añadamos a lo anterior que a los estudiantes asiáticos recién llegados les va mucho mejor que a los afroamericanos y latinos nacidos en el país, prueba irrefutable que el esfuerzo prima sobre el origen social, cultural o étnico. Sirve de ejemplo el instituto Orange County cerca de Los Ángeles en donde la mayoría de los habitantes son vietnamitas y en donde casi no hay fracaso escolar. A nivel académico no existen diferencias ni entre chicas y chicos, ni entre clases sociales, ni entre quienes hablan más o menos el inglés por el barrio. El elevado éxito escolar se explica por el nivel de estudio, la cohesión familiar y la competitividad en todo ello. En fin, que el éxito asiático no es genéticamente asiático sino de la perseverancia y del afán. No exigir esfuerzo a nuestros estudiantes es simplemente infantilizarlos.
Fuente: educational EVIDENCE
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