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  • 29 de mayo de 2024
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La excelencia de lo feo

La excelencia de lo feo

La excelencia de lo feo

CreatureS. / Pixabay

Licencia Creative Commons

 

Marian Raméntol

 

Hace ya más de tres décadas, cuando empezaba a trastear con las palabras -dejando a un lado las letras de canciones que muchos de nosotros, en un momento u otro, hemos escrito en la pre y en la adolescencia- y mi compromiso personal con la poesía empezó a tomar cuerpo y forma, pasaba horas desgustando su sonoridad, su textura, buscando en su fonética la sublimación de la belleza. Por aquel entonces consideraba mucho más «bello», y por ende «poético», decir «tahalí» que «cinturón» por poner un ejemplo.

No tenía idea de cuánto iba a cambiar con los años mi perspectiva de lo poético ni de cómo iba a huir yo del encorsetamiento y de la ampulosidad del lenguaje. Pero para eso faltaba todavía un largo recorrido por los diccionarios de sinónimos como compañeros inseparables de lo que para mí conformaba la idea de lo bello.

Oliverio Girondo

En Góngora y Quevedo encontré mis primeros anclajes y no fue hasta la irrupción de M. Vázquez Montalban, Luis Rosales, Girondo y Huidobro que entendí y valoré el poder maravillosamente lírico de una centrifugadora o lo imponente de unos «ataudes lentos» o la terrible exquisitez de unas «mujeres verano con pechos de higo».

Mi interés poético cambio de rumbo y empecé a morder las palabras, a retorcerlas y remodelarlas para ir más allá del sintagma, de su fonética, más allá del lenguaje y de la razón. Me redescubrí y descubrí voces que iban a sacudirme muy profundamente, entre ellas las de Francisco Javier Irazoki, Federico Gallego Ripoll o las de Eduardo Moga por ejemplo.

Tampoco el paisaje iba a ser el mismo, de igual modo que los que saben nos instan a buscar una identidad en nuestra voz poética, también nos empujan a buscar nuestros propios paisajes, a contextuarnos de un modo u otro. Yo descubrí que en la fealdad también existe una suerte de magnetismo brutal y muy poético que me asaltó de lleno y en mi corolario emergieron con mucha fuerza los callejones llenos de orín, el hedor de esquinas mohosas, paredes clonadas de baldosas sucias, alcantarillas malolientes, pubis de plástico, las farolas trasnochadas  o el erotismo de los ángulos de una ciudad maltrecha, todo ello al servicio de la denuncia, és decir, como símil para empuñar el arma crítica.

La grandísima posibilidad de la sugerencia hizo que me sintiera muy cómoda en el ámbito poético,  en éste pude universalizarme, naufragar o reinventarme, nadar por lo social, lo marginal o lo político  y que todo ello llegase con intensidad al lector, lo que me permitió franquear cualquier tipo de limitación expresiva.  El mismo concepto de «belleza» cambió por completo, ¿quién dice que una grieta supurando miserias no pueda ser atrozmente bella? ¿o que el odio menstruado en las aceras no nos haga temblar?

Siempre he defendido que la poesía no puede ni debe explicarse porque no es su misión hacer entender al lector los códigos iniciales del autor, lo que éste quiso decir, sino más bien brindarle la posibilidad de iniciar un viaje ‘personal’ e intransferible a través del poema. El poema invita al lector a dejar que sus fibras se zarandeen sin intentar identificar cuál de ellas lo hace o por qué, provocar que una pupila se dilate, que haya un cortocircuito en los poros de la piel, que el ritmo cardíaco “sienta” de manera primaria, no consciente.  Y en ese ámbito, la poética de lo «feo» cubre con rigor y eficiencia toda la paleta de colores.

Las herramientas del lenguaje poético nos permiten, mejor dicho nos exigen, aislarnos de la literalidad del discurso e incluso reinventar mediante el uso de tropos (nuestros mejores aliados) el «concepto».

¿Sirven los conceptos cuando admiramos una pintura abstracta? ¿De verdad intentamos averiguar o comprender por qué el autor colocó la mancha roja en el vértice superior izquierdo de la tela y lo circundó de negro? ¿O más bien intentamos aspirar lo que esa combinación de colores y su disposición espacial nos transmite? Pues lo mismo sucede con la poesía busquemos la belleza en lo fonético o en lo semántico, el poder de la palabra y de la imagen se confabulan para «mancharnos sin remedio».

Creo que ese fue el punto de inflexión que me llevó a dar una forma definida a mi voz poética y que ya nunca he abandonado, sea eso bueno o no.

El hecho de sentir inquietud por otras disciplinas artísticas, me ha llevado a ampliar  mucho los paisajes que mencionaba anteriormente, ya no solo las palabras forman parte de mi poética, también lo hacen las fotografías o el cine, la performance o las artes plásticas.

El arte, como cualquier disciplina que contemple la abstracción, o que intente comunicar más allá del lenguaje, es difícil de compartimentar y definir.  La capacidad mental del ser humano para poder «deducir», «intuir» u «oler» la esencia de un concepto es el único lenguaje que podrá servirnos de apoyo para intentar “torear” el reto de una supuesta, que no necesaria, definición de poesía. Nunca llegaremos a la poesía únicamente a través de la palabra; la poesía no ”cuenta”, no “explica”, no “narra”, su idioma es sugerir, invitar al lector a dejar que sus fibras se agiten o colapsen y a tal fin «la excelencia de lo feo», como yo le llamo, se ajusta como un guante, con todo su peso, con toda su capacidad de herir y hasta desgarrar lo consciente para poder traspasar y navegar cómodamente por ese otro escenario más primario, más sensitivo, porque, en realidad, la poesía como disciplina artística, bien podría ser el lenguaje de una psiquis que va más allá de la razón.


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

1 Comments

  • Interesante artículo. Me gustó mucho. Se me da casi por naturaleza el verso libre. Me gusta por esa libertad de volver todo poesía.

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