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- 19 de noviembre de 2025
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No debemos resignarnos a que las condiciones de origen de nuestro alumnado marquen su futuro

Foto: Michael von Aichberger – Pixabay

“It matters not how strait the gate,
How charged with punishments the scroll,
I am the master of my fate,
I am the captain of my soul”.
(última estrofa del poema Invictus, de William Ernest Henley, 1888)
Es una realidad frustrante pero sobradamente conocida en el ámbito de la educación: el contexto socioeconómico afecta al desarrollo lingüístico de los niños (Hart & Risley, 1995), de modo que el tipo de interacciones que tienen con sus familias durante sus primeros tres años de vida, justo antes de entrar en el sistema escolar, marcará su evolución posterior tanto lingüística en particular como académica en general. En las familias en las que se habla poco el cerebro del niño no trabaja y, por lo tanto, se aprende menos. Hay estudios que han calculado que la brecha de palabras escuchadas entre niños que se crían con padres que interactúan verbalmente con ellos y niños que no tienen esa suerte llega a los 30 millones a la edad de 3 años (Hart & Risley, 1999). Además, los niños procedentes de entornos vulnerables no solo escuchan menos palabras (cantidad), sino que la calidad de lo que escuchan también resulta desigual; mientras que hay familias en las que priman las palabrotas, las órdenes y las prohibiciones, en otras existe un uso más variado del lenguaje, con explicaciones más elaboradas por parte de los padres y con palabras de ánimo.
¿Quiere decir esto que el alumnado originario de contextos humildes está condenado académicamente? Pues la respuesta, aunque con matices, es un no. Las evidencias no dejan de mostrar que, en general, el alumnado procedente de contextos socioeconómicos más humildes tiende a mostrar un desempeño académico inferior al de sus compañeros de clases medias y altas. Pero la realidad siempre se empeña en ser mucho más compleja que nuestras visiones reduccionistas y simplistas. Aunque el nivel socioeconómico afecta, existen ejemplos de que no siempre es así. Y esta realidad, a mi modo de ver, es positiva por dos motivos. Por un lado, porque abre la puerta de la esperanza a cualquier estudiante que esté en nuestro sistema escolar, al ver ejemplos cercanos a su realidad que han conseguido progresar a pesar de sus difíciles circunstancias. Y, en segundo lugar, porque permite escapar de la visión del alumnado desaventajado como un grupo monolítico en el que todos sus individuos actúan, evolucionan y progresan de la misma forma; es decir, permite abrir la posibilidad de que las personas tienen habilidad personal para actuar y poder cambiar sus circunstancias (incluso cuando esas circunstancias no son tan propicias como las de otros grupos). El discurso pedagógico dominante suele atribuir unas características comunes al alumnado desaventajado, desembocando en una profecía autocumplida al representar a estos estudiantes con un rendimiento académico bajo y un comportamiento más disruptivo. Pero los que estamos en las aulas sabemos que no siempre es así, que hay de todo. Hay alumnos procedentes de entornos socioeconómicos humildes que tienen un comportamiento exquisito en el aula; de la misma manera que hay otros de contextos más privilegiados que tienen un comportamiento negativo.
Pero veamos estos ejemplos que desafían la tendencia general de que las condiciones de partida marcan el futuro académico; es decir, ejemplos en que grupos minoritarios tienen un rendimiento educativo superior al de la mayoría social más privilegiada en diversos países. Un ejemplo está en Malasia, donde durante toda la década de 1960 los miembros de la minoría china recibieron más títulos universitarios que los miembros de la mayoría malaya, incluyendo más de 400 títulos en ingeniería, en comparación con 4 para los malayos (Suffian bin Hashim, 1973). En Estados Unidos, un estudio realizado en 1985 mostró que la proporción de estudiantes estadounidenses de origen asiático que obtuvieron más de 700 puntos en la sección de matemáticas de la Prueba de Aptitud Académica SAT (Scholastic Aptitude Test), una prueba estandarizada para la admisión universitaria realizada por los alumnos al acabar el instituto, era más del doble que la proporción entre los blancos (Ramist, & Arbeiter, 1986). Esta tendencia sigue vigente en la actualidad. Por su parte, en Fiji, las personas cuyos antepasados emigraron de la India (generalmente para trabajar en plantaciones) recibieron varias veces más títulos universitarios que los fiyianos indígenas, que aún poseen la mayor parte de la tierra (Premdas, 1991). Y es que los ejemplos de disparidad en el rendimiento académico entre diferentes grupos socioculturales han existido siempre en todos los rincones del mundo; en Israel, al comparar a los judíos asquenazíes con los judíos sefardíes (Smooha & Peres, 1980); en Sri Lanka, al comparar a los tamiles con los cingaleses (Richard de Silva, 1984); y en Irlanda del Norte, al comparar a los protestantes con los católicos (Compton, 1991).
En este proceso, existe un ejemplo muy representativo, que es el de algunos institutos de secundaria con estudiantes afroamericanos en los tiempos en los que todavía existía la segregación racial en los Estados Unidos, pero con un rendimiento escolar muy por encima de los institutos de su área con estudiantes blancos de nivel socioeconómico muy superior (Sowell, 1986). Se trata de los institutos de secundaria McDonough 35, en Nueva Orleans (donde estudió el primer superintendente estatal de escuelas negro, Wilson Riles), Frederick Douglass, en Baltimore (donde estudió el primer juez negro de la Corte Suprema, Thurgood Marshall), Dunbar, en Washington, D.C. (donde estudiaron el primer general negro, Benjamin O. Davis Sr., el primer miembro negro del Gabinete, Robert C. Weaver, el descubridor del plasma sanguíneo, Charles R. Drew, y el primer senador negro, Edward W. Brooke), y Booker T. Washington, en Atlanta (donde estudió el premio Nobel de la Paz, Martin Luther King Jr.). Está claro que aparte del mérito individual de los estudiantes de estos centros (así como el de sus familias), el elemento diferencial era la escuela: una cultura de centro basada en el establecimiento de unas altas expectativas en su alumnado y una enseñanza de calidad que promovían el éxito académico.
En definitiva, las diferencias cualitativas entre grupos en la educación han sido comunes en todo el mundo a lo largo de los tiempos y en la actualidad, y aunque existe una correlación positiva (aunque no necesariamente causal ni proporcional) entre el nivel socioeconómico y el rendimiento académico, la verdad es que existen y han existido casos que señalan que ciertos hábitos de comportamiento pueden jugar un papel importante en este proceso, ayudando a revertir la situación desaventajada de partida. Aunque sea de Perogrullo mencionarlo, volvamos a insistir en algo básico, y es que la educación y los valores que dan las familias a sus hijos es capital. Así, las familias que transmiten a sus hijos la importancia de estudiar y de comportarse de manera adecuada en los centros educativos le hacen un favor no solo a la institución educativa, sino principalmente a sus propios hijos; por contra, las familias que sobreprotegen a sus hijos y les excusan cualquier comportamiento negativo en la escuela o en el instituto les impiden madurar y dañan la institución educativa. Por eso, es muy importante hacer pedagogía desde los centros educativos y desde instancias públicas oficiales a las familias en este sentido, ya que la importancia es fundamental.
Así pues, podemos decir que hay alumnos cuyas familias que, o bien porque no pueden (porque no tienen el tiempo ni los medios económicos y culturales), o bien porque no saben, no tienen una interacción rica con sus hijos desde edades tempranas. Los niños de familias que reciben asistencia social tienen la mitad de experiencia lingüística (616 palabras por hora) que los niños de familias de clase trabajadora (1.251 palabras por hora) y menos de un tercio de la de los niños de familias profesionales (2.153 palabras por hora); esto hace que en cuatro años de dicha experiencia, un niño de una familia profesional acumule experiencia con casi 45 millones de palabras, un niño de familia obrera, con 26 millones de palabras y un niño de una familia beneficiaria de asistencia social, con 13 millones de palabras. De aquí sale esa brecha lingüística anteriormente mencionada de 30 millones de palabras (Bart & Risley, 1999). Y este hecho hace que demasiados niños y niñas partan con una situación de desventaja con sus compañeros que sí han tenido la suerte de criarse en unas familias que les han estimulado lingüística y cognitivamente; una situación de desventaja, además, a la que si no se le pone remedio lo más pronto posible, no hará otra cosa que agrandarse.
Y aquí es donde entra en juego el imprescindible papel de la escuela. Si el elemento de la escuela pública falla, si la educación que la escuela proporciona no es exigente y de calidad, el alumnado desaventajado se queda sin la única posibilidad de salvación y mejora académica y social que tiene a su alcance. Porque los ejemplos anteriormente mencionados, ese conjunto de excepciones a la norma general de grupos que aún teniendo una condición socioeconómica desaventajada en relación a los demás (y, además, formando parte de una minoría en el país) tienen un rendimiento académico superior, desafían al determinismo incapacitante y demuestran que la condición social de origen no tiene por qué marcar el destino de las personas. Estos datos, de hecho, son esperanzadores, porque demuestran que se puede transformar la realidad, que las personas tienen capacidad para influir en los propios resultados de sus vidas (agenciación humana). Esto no significa negar la situación desigual de partida, y ni mucho menos dejar de luchar para conseguir una sociedad más justa que ofrezca a todos las mismas oportunidades; al contrario. Pero también es verdad que tampoco debemos obviar el ingrediente de la responsabilidad individual en los resultados, lo cual permite alejarnos de la visión de una sociedad ignorante que necesita ser reformada por los representantes de la visión pedagógica dominante. Para ello, se debería empezar por explicar a los padres estas investigaciones sobre la importancia de las interacciones verbales que tienen con sus hijos durante los primeros tres años de vida. Una vez más, hacer mucha didáctica y campañas publicitarias desde las instituciones públicas para concienciar a las familias para que intenten establecer en sus hogares un contexto de interacciones lingüísticas lo más rico posible. Pero eso sí, todo esto será imposible si la escuela reniega de su capacidad para transformar la vida de las personas.
Si la escuela no interviene en las desigualdades con las que nuestro alumnado procedente de contextos tan diversos llega al aula en educación infantil y primeros cursos de primaria, estas desigualdades no harán otra cosa que seguir aumentando con el paso de los años (es el triste y conocido “efecto Mateo”, aplicado a la educación). De hecho, al estudio de Hart y Risley (1999) le siguió un seguimiento y se pudo apreciar que sus mediciones de logros lingüísticos en los niños de 3 años que estudiaron predijeron las mediciones de habilidades lingüísticas y de rendimiento escolar a los 9-10 años de edad de esos mismos alumnos, que es cuando cursan 3º de Primaria, un curso en el que es fundamental acabar leyendo bien porque es en el que se pasa de aprender a leer a aprender leyendo.
Las diferencias lingüísticas con las que empiezan los alumnos su formación escolar son notables, y compensarlas completamente es quizás casi una tarea utópica. Pero a lo que nuestro sistema educativo no debería renunciar es a hacer todo lo posible para ayudar a que se pongan al máximo nivel posible. El trabajo de intervención necesario para intentar compensar las desigualdades en la crianza de los alumnos es enorme y muy complejo, pero hay que realizarlo cuanto antes mejor, ya que mientras más se tarde en actuar, menos posibilidades habrá de lograrlo. Para ello, en primer lugar, se debería proveer a este alumnado desaventajado de las mejores maestras; maestras que usen un lenguaje rico en el aula. Y, en segundo lugar, se deben proporcionar todos los apoyos necesarios para trabajar con este alumnado desaventajado. En definitiva, se debe ofrecer una escuela exigente con altos estándares académicos y de comportamiento con el fin de proteger la instrucción y el aprendizaje de este alumnado vulnerable, que no tiene más tiempo que perder.
Mientras tanto, en la actualidad tenemos un sistema educativo que produce estudiantes que cada vez tienen mayores dificultades en comprender los textos que leen, como así atestiguan los resultados de las últimas pruebas PIRLS, que cocina dificultades de aprendizaje a causa de una enseñanza deficiente (en lugar de intentar poner remedio y compensar las causadas por razones congénitas), en el que los conocimientos se reducen en favor de unas supuestas competencias generales, yendo contra de la evidencia científica, ya que las habilidades no son transferibles y están ligadas a los distintos campos del saber (Willingham, 2011), en el que en el mismísimo decreto de enseñanzas mínimas de Primaria (RD 157/2022) no se menciona explícitamente ni la alfabetización (excepto para lo digital) ni la descodificación fonológica, aspecto básico para el aprendizaje de la lectura que requiere de instrucción explícita (Piasta, 2023; Ripley et al., 2009), y en el que además, en la introducción al área de Lengua Castellana y Literatura, se dice textualmente que “La adquisición de las competencias específicas debe producirse de manera progresiva a lo largo de la etapa, y siempre respetando los procesos individuales de maduración cognitiva”; es decir, cayendo en el peligrosísimo mito de esperar a que el niño madure (con una interpretación de la sacrosanta individualización del aprendizaje que hace dejar atrás a tantos alumnos), ya que las investigaciones demuestran que las intervenciones para paliar dificultades asociadas a la dislexia son más efectivas cuanto antes se inician (Wanzek & Vaughn, 2007; Ferret et al., 2015). Un aprendizaje biológicamente secundario como la lectura no se aprende de manera natural, sino que hay que provocarlo mediante una enseñanza sistemática. Esperar a que el niño madure es una aberración que lo condena académicamente, y, por lo tanto, económica y socialmente, de por vida. Y todo esto pasa en un momento histórico en el que las evidencias que existen sobre la manera en que se aprende a leer son de peso y sobradas; hay estudios que han demostrado que enseñar a leer según la evidencia científica reduce los malos lectores en Estados Unidos de un 33% a un 3-5% (Ruiz Martín, 2025).
Sin embargo, la actual ley educativa, la LOMLOE, apuesta decididamente por “metodologías alternativas” constructivistas como el aprendizaje basado en proyectos (ABP), las situaciones de aprendizaje y los ámbitos de aprendizaje, cuando no por opciones que rayan en mitos educativos como los estilos de aprendizaje (Ruiz Martín, 2023), como el Diseño Universal de Aprendizaje (DUA), las cuales dañan el progreso del alumnado vulnerable. De hecho, algunas de estas opciones se obligan o se han intentado obligar por ley, atentando contra el principio de libertad de cátedra metodológica de los docentes. La metodología debe estar al servicio del aprendizaje y no ser un fin en sí mismo, como por ejemplo pasa en Primaria en la Comunidad Valenciana, donde se cualifica una materia que es “Proyectos”. Cada método puede servir para lograr unos determinados objetivos de aprendizaje, y el contenido de cada materia y el nivel de conocimiento del alumnado deben marcar la elección de uno u otro. Y las evidencias no se cansan de demostrar que la instrucción explícita y estructurada por el docente es mucho más eficiente para que los alumnos adquieran las habilidades básicas, como es el caso de la descodificación fonética, primordial en el aprendizaje de la lectura (el aprendizaje más fundamental que existe y que marca todos los demás). De hecho, en un muy reciente informe del comité asesor sobre evidencia en educación global que analiza la enseñanza de la lectura en países con unos ingresos bajos y medios se vuelve a insistir en ello (Álvarez-Marinelli et al., 2025): “la crisis mundial de alfabetización, [el hecho de que] el 70% de los niños de diez años en países de ingresos bajos y medios no puedan leer y comprender un texto simple, es principalmente debido a una crisis de instrucción, causada por la falta de uso de métodos de enseñanza probados por la investigación”. Es decir, que los métodos de la “nueva educación”, a pesar del discurso a favor de la inclusión y de la igualdad del que hacen gala, paradójicamente, provocan inequidad educativa. El informe de evaluación del ABP de la Universidad de Durham (Menzies et al., 2016) ya concluyó que el ABP, en el mejor de los casos no tiene un impacto positivo en la alfabetización, y en el peor, el impacto es negativo para los alumnos de clases desfavorecidas.
Cuando el discurso pedagógico dominante realiza un dibujo tan estereotipado en bloque del alumnado procedente de entornos desaventajados, recurre, con su plasmación en las actuales normativas educativas, a optar por la “solución” de facilitar que el alumnado apruebe, en lugar de que aprenda más; por excusar cualquier actitud negativa en lugar de enseñarle hábitos de comportamiento que le ayuden en su futuro. Se interpreta que la manera de no dejar a nadie atrás es que todos titulen (independientemente del aprendizaje alcanzado), cuando lo que de verdad se debería hacer, la verdadera inclusión, es poner sobre la mesa todos los recursos necesarios para que el mayor número posible de alumnos adquieran los conocimientos y las habilidades para poder progresar en su futuro académico, profesional y personal. En definitiva, se opta por una condescendencia que incapacita a los estudiantes y les impide progresar. Cortoplacismo que provoca buena conciencia a quien lo propone, pero que es perjudicial para los alumnos desaventajados.
Quienes más sufren ante la falta de una transmisión de conocimiento efectiva son los estudiantes procedentes de entornos vulnerables. Una de las muchas frases que anoté de las enriquecedoras intervenciones de los participantes en el IV Congreso de Expertos Docentes para un Análisis Crítico de la Educación organizado por la Asociación OCRE a finales de octubre de este año en Sevilla, fue la que dijo Javier Mestre, catedrático de lengua y literatura castellana; a saber: “suspender a un alumno es reforzar la escuela pública”. Aunque pueda parecer una contradicción, y aunque seguramente horrorice al discurso pedagógico dominante (corresponsable del lamentable estado en el que se encuentra la educación en la actualidad), esa frase resalta la importancia de la exigencia para no devaluar el sistema público, el único al que puede acceder el alumnado vulnerable, que no tiene recursos extra para suplir sus carencias. Y es que con una educación rigurosa desde los primeros inicios de la escolarización, muchos menos alumnos acabarían repitiendo.
La principal razón de ser del sistema educativo público debería ser lograr ofrecer oportunidades de mejora a los que más lo necesitan. Pero para ello no basta con eslóganes vacíos que se escudan en buenas intenciones pero que no se materializan en la realidad, sino que la escuela pública tiene la obligación moral de ofrecer oportunidades a los alumnos de subirse al ascensor social. Sabemos que es muy difícil, pero no imposible. Una de las mayores satisfacciones que experimentamos los docentes es cuando observamos que el alumnado socialmente vulnerable que tenemos en nuestras aulas experimenta logro académico. Eso es lo que da sentido pleno a nuestro trabajo como docentes. Es por lo menos lo que mayor felicidad y lo que a mí más me realiza personalmente en el ejercicio de mi profesión. Sé que el hecho de proceder de una familia humilde y haber conseguido eso que algunos de mis alumnos consiguen tiene mucho que ver. Pero observando al resto de mis compañeros, puedo decir que es una sensación que todos los docentes compartimos. Porque no hay mayor éxito y satisfacción que ayudar al que más lo necesita. Porque no hay nada más urgente y equitativo que coger de la mano a niños y jóvenes de entornos económicos y culturales limitados, y ofrecerles una educación de calidad que les permita tener la suficiente confianza en sí mismos para progresar en la vida adulta y, así, ayudarles a convertirse en los amos de su destino.
Referencias:
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Fuente: educational EVIDENCE
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