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  • 13 de octubre de 2025
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Bajo el síndrome del «bridge»

Bajo el síndrome del «bridge»

Imagen creada mediante IA

 

Licencia Creative Commons

 

Xavier Massó

 

Que el bridge sea un juego de ricos no implica que todo aquel que lo practique sea rico. En lógica sería un silogismo mal construido: “Los ricos juegan al bridge, Sócrates juega al bridge, luego, Sócrates es rico”. Igualmente, asociar ambas nociones –jugar al bridge y ser rico– como si se tratara de una relación biunívoca significa no discriminar conceptualmente entre lo cultural y lo social: una suerte de pensamiento mágico.

Visto así se antoja evidente, pero no siempre el error se manifiesta de manera tan clara en nuestros razonamientos. En educación, por ejemplo, no es lo mismo analizar y valorar desde la perspectiva académica que desde la perspectiva social. Un sistema educativo puede ser académicamente exitoso y a la vez socialmente abyecto; o puede ser socialmente exitoso -al menos en el sentido de universalizar la escolarización- y un auténtico fraude académico. Si no discernimos entre ambos órdenes, lo que nos surgirá inevitablemente será un auténtico caos conceptual, un amasijo sincrético propio de la noche en que todos los gatos son pardos. Y acaso también, ya puestos en el refranero popular, el mar revuelto que es ganancia de pescadores.

Y, la verdad, resulta desquiciante constatar como en el «debate» educativo –con frecuencia más bien trifulca- se elude una y otra vez entrar en materia y se persiste contumazmente en tal indistinción, lo que propicia la emergencia de un campo abonado para malentendidos, falacias y paralogismos que, además de demagógicamente utilizados, son de consecuencias devastadoras para el sistema educativo y para la sociedad.

La práctica totalidad de los informes internacionales coinciden en que se ha producido en España una caída más que notable de los niveles académicos de un tiempo a esta parte, de tal manera que nos estamos moviendo en un presente continuo siempre «peor que ayer, pero mejor que mañana», sin que por ahora se atisbe solución de continuidad. El nivel de conocimientos y competencias de los estudiantes es en la actualidad inferior al de las promociones egresadas en épocas anteriores, con una sostenida tendencia a la baja perfectamente rastreable. La comprensión lectora de los universitarios españoles ha bajado 10 puntos en una década -la de los universitarios (!)- y están no sólo por debajo de la media de la OCDE, sino también de los estudiantes de bachillerato en países como Suecia, Finlandia o Japón… Esto no es alarmismo tendencioso, sino evidencias basadas en los datos aportados por dichos informes, que a su vez coinciden con la percepción generalizada entre los docentes y cada vez más amplios sectores de la sociedad.

Frente a este baño de realidad, la réplica oficialista al uso hace hincapié en que antes -con independencia de cuándo fue este «antes»- los porcentajes de escolarización eran mucho menores. Ergo, es normal que ahora, con el 100% de la población escolarizada, la «nota» media haya bajado, porque «antes» los resultados eran sólo los de una minoría (económicamente) «privilegiada».

Lo mismo da que hablemos de las pruebas PIAAC –por tramos generacionales de 10 años con la totalidad de la población de más de 16 años como universo de muestra-, o de pruebas igualmente estandarizadas a una determinada edad y curso cada cierto intervalo regular de tiempo –PISA, PIRLS, TIMSS…-, la cantinela es siempre la misma. Aunque haga ya 40 años que la escolarización es en la práctica universal y la tendencia a la baja se mantenga. No estamos diciendo que lo social no tenga nada que ver con esta deteriorada realidad educativa, pero sí que nos hemos instalado en una resignada fatalidad asumida desde un demediado imperativo moral que se da por satisfecho con la escolarización universal –el aparente éxito social- sin contemplar su vertiente académica, o dándola por amortizada, ni cómo la creciente brecha académica afecta en lo social. Si con estar escolarizado basta para graduar, cabe inferir entonces que lo importante no es aprender, sino estar escolarizado. Y sí, es condición necesaria, pero no suficiente.

Pero, a ver, si vamos a comparar, y ésta es, se mire como se mire, la finalidad de dichas pruebas, hay toda una serie de cosas que previamente hemos de tener muy claras. La discriminación conceptual es una de ellas. Hemos de saber de qué estamos hablando y qué estamos comparando exactamente. ¿Estamos hablando de la salud académica del sistema educativo o del alcance social de la escolarización? Y, cómo no, qué entendemos por tales conceptos.

Es evidente que no es lo mismo, ni académica ni socialmente, un sistema educativo con un porcentaje del 50% de escolarización a los 16 años y con una nota media de 7, que otro con el 99,99% y una nota media de 4. Tampoco sus respectivos resultados deberían leerse unívocamente sin más. No se puede cocer en la misma cazuela una langosta y un entrecot. Bueno, poder sí se puede, pero luego que nadie se sorprenda de la bazofia resultante.

De un sistema educativo como el primero diríamos que es académicamente un modelo de éxito, pero un fracaso social por restrictivo y, en suma, una agresión de clase. A la inversa en el caso del segundo, tendríamos un fiasco académico, pero un éxito en el alcance social de la escolarización. Aunque esto último sólo formalmente: tiene, sí, a toda la población en edad escolar dentro del sistema, pero no se sabe tampoco exactamente para qué. Una farsa académica. O si lo preferimos, un placebo.

Parece claro que algo hay que hacer, pero también que no será lo mismo en un caso que en el otro: sus respectivos problemas y deficiencias son de naturaleza distinta. En el primer caso, al menos desde una posición democrática, de lo que se trata es de acometer la tarea de extender este modelo educativo a toda la población, huelga añadir que sin rebajas ni saldos de baratija. En el segundo, parece también muy claro: poner la socialmente exitosa estructura escolar a cumplir la función académica que le corresponde: enseñar. Ni restricciones sociales, ni engaños académicos edulcorados.

Éste fue, por ejemplo, el modelo de la II República española: extender la escolarización para llevar la cultura, hasta entonces sólo al alcance de una minoría, a toda la población. En lo académico no cambió prácticamente nada. Con sus virtudes y sus defectos, si no lo consiguió fue por razones de sobra conocidas. Y fue también, igualmente con sus luces y sus sombras, el modelo de la LGE de 1970. Se mire como se mire e ideologías al margen. La LOGSE de 1990 fue la voladura controlada de aquel modelo. Controlada por los que controlaban, claro. A partir de ahí, de oca a oca y tiro porque me toca, pero convencidos de que estamos aprendiendo a jugar al bridge.

Y lo que no es de recibo es el burdo argumento de la escolarización universal como explicación del bajón académico. Y no lo es porque, académicamente hablando, que el éxito o el fracaso fuere a seguir pautas distintas en los resultados, a peor, con el 100% de la población escolarizada que con el 50%, es pensar que los pobres son más tontos que los ricos: un darwinismo social aberrante y profundamente reaccionario, especialmente en su hodierna versión de fingida benevolencia lastimera. Además de haber sido reiteradamente desmentido por la práctica.

La antigua URSS era la gran potencia ajedrecística por excelencia… porque tenía ella sola más jugadores federados que todo el resto del mundo junto. La calidad surge de la cantidad. Lo demás son patrañas. Ahora bien, tal calidad no emerge de la nada, hay que impartirla y exigirla: hay que crear «escuela», no sólo construir escuelas; de lo contrario, no surgirá de ninguna cantidad, o sólo excepcionalmente alguna individualidad; como hay gente a la que le toca la lotería.

¿Por qué, entonces, la universalización de la educación está produciendo el efecto contrario? ¿Por qué ni siquiera se mantienen distribuciones similares en los resultados al escolarizar más población, sino que en la franja baja aumentan y en el alta disminuyen? ¿No nos dice nada esto?

Siendo benévolos, podemos pensar que es porque los gurús educativos orgánicos y los políticos están bajo el ′síndrome del bridge’: con estar escolarizado basta para obtener el graduado y «pelillos a la mar». Es el único requisito. La relación biunívoca fingida una vez más. Desgraciadamente y como ya sabemos, ni el hábito hace al monje, ni jugar al bridge lo hace a uno rico.

O podemos ser más mordaces y pensar que sí, cómo no, el título será el mismo para ricos y pobres, pero como ya está previsto que éstos jamás pisarán ningún elegante salón de bridge para lucir sus habilidades, pues total, para lo que les iba a servir ya les vale con el juego de la oca y, eso sí, se la endilgamos como bridge. Al fin y al cabo, tampoco notarán la diferencia. ¿Más barato? Probablemente ni esto, pero la causa bien merece un esfuerzo.

Que el mar educativo anda muy revuelto es algo de lo que no cabe la menor duda. Y que en nuestras valoraciones estemos siendo benévolos o mordaces es algo que, a su vez, se puede determinar dirigiendo la mirada crítica hacia los pescadores que están haciendo su agosto en tales aguas. O sea, ¿cui prodest? ¿Quién está sacando tajada?

Y que cada cual vea y entienda según sepa y pueda ver y entender.


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

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