- Ciencia
- 3 de octubre de 2025
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Emiliano Aguirre, centenario de luz y fósiles

Emiliano Aguirre Enríquez en junio de 2007. / Wikipedia
En tiempos de negacionismos, pedagogismos y pseudociencias, su legado cobra una actualidad deslumbrante
Cuando Emiliano Aguirre nació en Ferrol en 1925, la paleontología en España era apenas una disciplina incipiente. De hecho, esta especialidad vivía enclaustrada en gabinetes de historia natural y desconectada de la realidad social. Cien años después, en pleno 2025, el nombre del doctor Aguirre resuena en las aulas, museos y excavaciones como símbolo de rigor, compromiso y pasión por las huellas profundas del tiempo: la paleontología. Este centenario no solo conmemora al científico, sino también al pedagogo, al humanista y, por qué no decirlo, al creador de una conciencia evolutiva en nuestro país. Un Darwin en sotana que colgó los hábitos para abrazar el método científico sin perder el alma.
Aguirre no fue sólo un académico. De hecho, su biografía es tan estratigráfica como los sedimentos que estudió. Ingresó en la Compañía de Jesús en su juventud y cursó estudios de Humanidades, Filosofía y Ciencias Naturales. Pero más allá de los dogmas, pronto emergió en él una inquietud profunda: entender al ser humano desde su raíz biológica y no desde presupuestos dogmáticos. Como si un trilobites le hubiera picado, abandonó el clero y se adentró de lleno en la geología y la paleontología, con una formación autodidacta reforzada por su paso por las universidades de Madrid y París. Ese tránsito del púlpito al laboratorio no fue solo biográfico, sino que representó el paso de una España anclada en el pensamiento religioso a otra que buscaba su lugar en el mapa de la ciencia internacional.
Fue en los años setenta cuando Aguirre escribió su capítulo más determinante: el de Atapuerca. Antes de que las siglas Sima de los Huesos o Homo antecessor fueran parte del vocabulario habitual de los escolares, él ya había intuido que aquel paraje burgalés ocultaba una clave esencial para comprender nuestra evolución. En 1976 lideró las primeras campañas de excavación metódicas en la Trinchera del Ferrocarril. Según parece estaba convencido de que allí yacía enterrado no solo restos del género Homo, sino una oportunidad para que España se subiera al tren de la paleoantropología internacional.
Pero más allá del descubrimiento en sí, lo que hizo Emiliano Aguirre fue construir una metodología y una ética del trabajo científico. Supo integrar a geólogos, biólogos, arqueólogos, y antropólogos en un equipo pluridisciplinar cuando esa palabra todavía sonaba a jerga de burócrata europeo. Supo también ceder el testigo cuando fue necesario, sin aferrarse a un protagonismo personalista. En tiempos de egos inflados, su humildad científica lo volvió aún más grande. Cabe añadir que su estilo docente era tan peculiar como su trayectoria. Quienes lo conocieron en el aula recuerdan su forma pausada de hablar, como si cada palabra debiera encontrar el estrato exacto para depositarse. No le interesaban las respuestas rápidas, sino las preguntas bien formuladas. Tenía una capacidad inusual para vincular la evolución humana con la historia de las ideas, con la ética, con la literatura. No era raro que en mitad de una clase sobre cráneos neandertales se desviara hacia Cervantes, Teilhard de Chardin o la Segunda Ley de la Termodinámica. Y lejos de confundir, eso iluminaba, sobre todo cuando, y ante cualquier fósil encontrado por un alumno suyo, le decía a este, “aquí hay tesis”.
Pero algo singular del doctor Aguirre es que fue un constructor de fósiles, es decir, de ideas que revivían esos restos dándoles mayor sentido. A diferencia de otros paleontólogos que se limitan a clasificar huesos, Emiliano buscaba el relato que los articulaba. No solo reconstruía esqueletos, sino también narrativas sobre quiénes fuimos, cómo nos hicimos humanos, y qué significa eso en una sociedad en la que la paleoantropología suele quedar relegada por la inmediatez del mercado, la frivolidad mediática o los prejuicios de algunos expertos.
El centenario de Aguirre no debería quedarse en actos institucionales ni en placas conmemorativas, sino que merece lecturas críticas, reediciones de su obra, documentales sobre su figura y, sobre todo, una reflexión sobre el lugar que ocupa la cultura científica en nuestra educación y sociedad. Porque si algo defendió Aguirre fue la educación científica como pilar de una ciudadanía docta, libre y crítica. En tiempos de negacionismos, pedagogismos y pseudociencias, su legado cobra una actualidad deslumbrante.
Quizá por todo esto, hablar hoy de Emiliano Aguirre es hablar también de una esperanza y de un conocimiento profundo, interdisciplinar y humilde ante la insensatez de muchos que bajo prejuicios o intereses se autoproclaman eruditos en educación o ciencia. Los fósiles no solo nos hablan del pasado biológico, sino también del futuro humano.
A cien años del nacimiento de Emiliano Aguirre, su figura permanece tan viva como las preguntas que supo formular. Porque la mejor forma de celebrar un centenario no es mirar hacia atrás, sino seguir caminando hacia adelante con los ojos bien abiertos. En caso de no hacerlo como él, seguiremos enquistados entre prejuicios e intereses de los egoístas.
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Leandro Sequeiros: “Aquí hay tesis” (Emiliano Aguirre dixit)
Fuente: educational EVIDENCE
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