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- 30 de septiembre de 2025
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Fracaso escolar: el triunfo de la voluntad y la escuela placebo

Nos estamos cargando el sistema educativo y universalizando el fracaso, escolar y de toda la sociedad como proyecto. / Imagen generada mediante IA
Culpablemente o no, el mayor error en que se incurre al abordar la siempre enojosa cuestión del fracaso escolar consiste, a mi juicio, en anteponer los deseos a la realidad y en la voluntad de doblegarla a la idea, se deje o no. Ello desde la convicción que la altura moral de los principios aducidos basta para que su proclamación como reales obre el efecto taumatúrgico de transformación de la realidad en el sentido por ellos legislado. Como construir un belén navideño. Y si la realidad se nos sigue resistiendo, la certeza moral de estar en el buen camino nos legitima a seguir negándola obstinadamente, cada vez más culpabilizada.
Como Don Quijote, convencido de ser víctima de un maligno encantamiento al ver a su sin par Dulcinea convertida en una ruda campesina. Lo que está terminantemente prohibido es preguntarse si tales principios no serán acaso total o parcialmente inadecuados a la realidad sobre la cual los aplicamos, porque esto sería cuestionarlos en su totalidad; al menos en un modelo de absolutos como en el que nos estamos moviendo, donde la idea es ella misma origen y destino. Tampoco el centro de interés es el sistema educativo, sino uno de sus epifenómenos, ni la idea funciona como el referente regulativo que podría permitirnos seguir críticamente avanzando, en lugar de dejarnos varados en la contumacia, sino como un imperativo incondicional.
Podríamos denominarlo el triunfo de la voluntad sobre la realidad. Un triunfo vanamente vanidoso y en cualquier caso remitido únicamente al ámbito de lo estrictamente declarativo. Algo así como decretar el derecho a ser feliz por el procedimiento de prohibir no serlo. Ni siquiera es una victoria pírrica, sino imaginada y sobre un enemigo inexistente que, ello no obstante, hay que inventar. Un error muy en sintonía con la idea tan al uso hoy en día de que basta con desear ser algo para conseguir serlo. El primado de lo declarativo sobre la realidad efectiva. Una ramplona confusión entre moral y conocimiento, entre bien y verdad. El refranero popular lo expresa mucho más prosaicamente: del dicho al hecho hay mucho trecho.
Aun así, no es lo mismo una mentira que un error. Una mentira es el consciente falseamiento de la realidad conocida; un error es el resultado de un razonamiento o de un cálculo equivocado. Aquélla pertenece al orden moral, al discurso práctico, mientras que ésta se inscribe en el orden del conocimiento, en el discurso teórico. Pero, claro, las mentiras de unos persiguen inducir al error en otros. Si un político o un pedagócrata garantizan el éxito escolar universal, están mintiendo; si alguien se los cree, está en un error. Jugar con esto es una inmoralidad.
Desde las primeras vacunas (E. Jenner, 1796) y antibióticos (A. Fleming, 1928) sabemos que hay individuos alérgicos a este o aquel antibiótico o vacuna. En el caso de la penicilina, por ejemplo, en torno a un 10% de la población[i]. Un porcentaje nada desdeñable. Ahora bien, no se supo de tales alergias hasta que se emprendieron campañas masivas de vacunación o se generalizó el uso de antibióticos entre la población, cuyo efecto global, visto en perspectiva, no puede sino considerarse positivo. Igualmente, que una parte de la población no pudiera beneficiarse de la vacuna de la viruela, o incluso que para algunos habérsela inoculado tuviera fatales consecuencias, no significó la retirada o la prohibición de tal vacuna. Entre otras razones porque de haberse procedido a proscribirla hubieran seguido falleciendo por millones, alérgicos y no alérgicos. Hoy en día la viruela se considera erradicada[ii], lo que a la postre ha beneficiado tanto a unos como a otros.
Proclamar que hay que acabar con el fracaso escolar es una declaración de principios, como decir que hay que acabar con la viruela; poner manos a la obra en tal cometido es una cuestión práctica que requiere de método, de conocimiento, de información y de análisis previo condicionado a la naturaleza de la realidad sobre la cual queremos aplicarla. Es decir, hasta donde sea factible y siempre conscientes del limitado campo de nuestras posibilidades. Querer no es necesariamente poder; saber tal vez tampoco, pero se le acerca más; no será condición suficiente, pero sí necesaria. O esto, o aceptamos que el burro flautista de la fábula era un refinado melómano.
Pongamos que el fracaso escolar sea como una «alergia», o alergias, al sistema educativo. De acuerdo con esto, lo primero que urge reconocer es que el fracaso escolar es algo real y que, por más deseablemente que consigamos reducirlo, siempre lo habrá en un cierto porcentaje, al menos mientras la naturaleza humana siga siendo la que es y la escuela lo que se supone que ha de ser, o sea, una vacuna y no un mero placebo. Y lo segundo, que así como hay fracaso escolar evitable, lo hay también desgraciada y fatalmente inevitable. Asumir esto no le gusta a nadie, claro, pero aquí no estamos hablando de gustos.
Con todo siempre sujeto a revisión crítica de acuerdo con los resultados que se vayan obteniendo, de lo que se tratará en relación con el fracaso escolar es de proveer los remedios y paliativos al caso para habilitar alguna salida digna, o su superación allí donde sea posible, y los revulsivos que permitan superar las razones que amenazan con resolverse en tal fracaso. Pero no de oficializarlo bajo eufemismos capciosos o regodearse en el victimismo. En otras palabras, si a un alumno los exámenes le producen estados de pánico, lo que necesita no es que se le den por buenos y se le exima de hacerlos, sino conseguir que aprenda a controlar y superar tales pánicos.
Tampoco deberíamos olvidar algo que, por más evidente que sea, se suele negligir con demasiada frecuencia: el fracaso escolar es un epifenómeno, un efecto colateral, si lo preferimos, del sistema educativo. Si desnaturalizamos la escuela para evitar el fracaso escolar, entonces no es vacuna, sino placebo, y esto es como cortarse de un tajo la cabeza por una jaqueca. Si decretamos, por ejemplo, la reducción de contenidos, el aprobado general o la promoción automática de curso, nos estamos haciendo trampas al solitario, y engañando a los usuarios del sistema, los alumnos. Y aunque sea una verdad de Perogrullo, sólo sabremos que hay fracaso escolar si se da el contexto en que éste se produce. No hay alérgicos si no hay vacunas. Y lo que no sirve es prohibir las vacunas para evitar saber que hay alérgicos o porque el hecho de que los haya contradiga nuestras teorías o nuestros deseos.
Si para evitar el fracaso escolar se hubiera convertido desde un buen principio el sistema educativo en una farsa como la que hoy en día se está representando en él, jamás se hubiera descubierto que hay población alérgica a las vacunas o a los antibióticos, porque no habría ni vacunas ni antibióticos; seguiríamos a merced de la viruela, de la peste bubónica y de los hechiceros que invocaban a la lluvia con sus danzas al ritmo del croar de las ranas. En definitiva, seguiríamos en la ignorancia a la que algunos nos quieren devolver.
Y sí, hay culpas y culpables en auténtico monipodio, y víctimas; pero de esto ya hablaremos otro día. Quedémonos de momento con que el fracaso escolar es un problema que hay que combatir con todos los medios a nuestro alcance; pero también con que es el fracaso escolar el que ha de adaptarse de alguna manera al sistema educativo, y nunca incondicionalmente al revés. Fuera de esta perspectiva, nos estamos cargando el sistema educativo y universalizando el fracaso, escolar y de toda la sociedad como proyecto.
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[i] https://www.aaaai.org/tools-for-the-public/biblioteca-de-condiciones/biblioteca-de-alergia/alergia-a-la-penicilina-%C2%BFque-debe-saber
[ii] En 1980, la OMS certificó la erradicación de la viruela en todo el planeta. https://es.wikipedia.org/wiki/Viruela
Fuente: educational EVIDENCE
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