- Portada
- 18 de septiembre de 2025
- Sin Comentarios
- 8 minutos de lectura
Universidad, capitalismo y resistencia transdisciplinaria

Universidad, capitalismo y resistencia transdisciplinaria

La universidad contemporánea, históricamente concebida como locus de producción y transmisión de conocimiento crítico y emancipador, se encuentra atrapada en una contradicción estructural. Por un lado, proclama un compromiso con el universalismo epistemológico -la idea de que el saber debe ser válido y compartible universalmente-, y con el atrevimiento intelectual del sapere aude; por otro, actúa como un dispositivo de reproducción de privilegios, endogamia y resistencia al cambio.
El Capitalismo Digital Globalizado no rechaza la transdisciplinaridad: la explota. Plataformas como Google, Meta, X o OpenAI integran tecnologías adaptativas, datos, emociones, lenguajes y economías para producir sentido operativo y capturar atención. La agilidad, hibridación simbólica y transversalidad son los nuevos vectores de poder.
Mientras el Capitalismo Digital Globalizado hibrida lenguajes, formatos y saberes para producir valor simbólico a gran escala, la academia sigue aferrada a estructuras disciplinarias pensadas para un mundo medieval, de pensamiento parcelado y feudal. Las plataformas digitales han adoptado con mayor agilidad los principios de transversalidad e interconexión que la academia rechaza por miedo a perder su privilegio interno. Lejos de ser un espacio neutral de disidencia intelectual, su estructura jerárquica —organizada en departamentos acotados, tribunales opacos y revistas indexadas de difícil acceso— funciona como un mecanismo de autoconservación simbólica.
Tal rigidez no es accidental. Como mostró Thomas Kuhn, las disciplinas estabilizan paradigmas, y estos paradigmas protegen al capital (simbólico, económico e institucional) de los actores dominantes. La transdisciplinaridad, en este sentido, no sólo cuestiona las formas de conocimiento, sino también las jerarquías que las sostienen.
Un ejemplo ilustrativo: un proyecto doctoral transdisciplinar es rechazado por una universidad catalana que se vende como abierta y moderna, con los argumentos de “incongruencia académica” y de “no conocer la casa por dentro”, mientras que una institución japonesa —especializada en estudios globales y transdisciplinares— la acoge con entusiasmo. Es especialmente revelador que un país a menudo tildado de conservador actúe con mayor apertura que otro que se pretende moderno con insistencia. La objeción no es epistemológica, sino política: el pensamiento que atraviesa fronteras amenaza la distribución del poder simbólico en la academia catalana.
Es especialmente chocante constatar que figuras como Jürgen Habermas o Noam Chomsky, si propusieran hoy sus proyectos desde cero, toparían con las mismas trabas formales. La universidad contemporánea catalana es a menudo menos abierta que la del período inmediatamente posterior al fascismo: había más transdisciplinaridad y valentía intelectual en la posguerra que en una actualidad aparentemente democrática y globalizada.
Como señala Terry Eagleton, la universidad moderna presenta una parroquialidad paradójica: mientras defiende un saber “universal”, se repliega en rituales autorreferenciales que perpetúan el statu quo. Este cierre se hace operativo a través del nepotismo en la selección de profesorado, la opacidad en los concursos, o el cierre de filas frente a propuestas que desbordan las categorías establecidas.
Así, el doctorado —que debería ser la puerta de acceso a la investigación crítica— se convierte en un filtro ideológico que neutraliza la diferencia y desactiva el impacto transformador del pensamiento. Las tesis se convierten en ejercicios fútiles de adaptación retórica a los códigos disciplinares, limitados a regurgitar teorías consagradas sin ninguna aportación original. La producción académica entra así en un ciclo estéril de artículos redundantes que mueven la información y la clasifican en formatos delimitados, inocuos, pero no generan conocimiento real.
Hemos de entender que ante un mundo definido por crisis interconectadas -clima, desigualdad, mutación digital, desinformación-, la transdisciplinaridad no es un capricho posmoderno ni debería ser una herramienta exclusiva del Capital, sino una necesidad epistemológica y ética por parte de la academia. Tal y como formula Basarab Nicolescu, la transdisciplinaridad no es una suma de disciplinas, sino un movimiento que disuelve sus límites para generar nuevos marcos ontológicos capaces de alcanzar la complejidad real.
Paradójicamente, la universidad pública, pagada por todos, incapaz de competir simbólicamente, imita este modelo sólo en su versión más superficial: vídeos promocionales en redes, marketing digital y discursos de “innovación” vacíos de contenido. Todo es un síndrome de Estocolmo cargado de pathos: un desempeño mimético de la retórica del capital sin ninguna transformación real de las prácticas. Cuando esto se hace con intenciones de rentabilidad o de prestigio institucional, se convierte en una forma de colaboracionismo hipócrita. Y el problema no es exclusivo de las cúpulas: también se reproduce -con pasividad o con conveniencia- en los niveles inferiores del sistema.
Por ejemplo, los grados. Ya no está claro si los estudiantes llegan con un nivel pésimo por culpa de las carencias estructurales de la secundaria, o si es la propia universidad la que ha abdicado de cualquier exigencia intelectual, siempre que los alumnos sigan pagando la matrícula y manteniendo viva la rueda de la financiación. El resultado es un espacio académico que a menudo renuncia a su función formativa y se limita a certificar presencia, como si el mero hecho de asistir a clase fuera equivalente a aprender. En lugar de ser una etapa de transformación intelectual y descubrimiento personal, el grado se ha convertido en un trámite administrativo diseñado para satisfacer indicadores, no inquietudes.
Y para completar ese modelo, llegan los másteres, casi siempre innecesarios. Lo que debería representar una especialización significativa y transformadora, teóricamente relevante, se ha convertido en un simple peaje económico para acceder -con suerte- a un mercado laboral saturado y precario. En lugar de concentrar conocimiento, muchos másteres sólo acumulan horas para llenar currículums. Los propios profesores admiten a menudo que estiran el chicle del grado para justificar la existencia de unos másteres que no aportan mucho más que cuotas y trámites. ¿El resultado? Más burocracia, más títulos, más deuda… pero ningún progreso real ni en la formación ni en el pensamiento.
Es necesario reapropiarse del sentido original de la universidad como espacio de libertad intelectual, experimentación y resistencia simbólica y es necesario confiar en la «transdisciplina». Es absolutamente vital desterrar al académico indiferente y perpetuador por traidor. Si la academia quiere desempeñar algún papel en la reorganización del mundo postcrítico que ya se está gestando, debe dejar de proteger sus rituales obsoletos y apostar por formas abiertas, híbridas y valientes de conocimiento. Pensar no puede ser ni un lujo ni un procedimiento: debe ser una práctica radical de transformación. Si la universidad no está dispuesta a asumir este riesgo, no es necesario salvarla: hay que destruirla.
Fuente: educational EVIDENCE
Derechos: Creative Commons