- Opinión
- 17 de septiembre de 2025
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Un poco de sensatez

Un poco de sensatez

Me estoy tomando un café con dos amigas que son maestras, en la misma escuela. Me cuentan cosas que me ponen los pelos de punta, y que no parece que sean problemas puntuales del barrio en el que trabajan. Yo me intereso por las Aulas de Acogida, porque estoy reuniendo información sobre recortes y cierres en nuestros centros públicos. Una de ellas, Anna (obviamente le cambio el nombre), me cuenta que en su centro se necesitarían tres aulas de acogida, y no una. Y defiende que los alumnos recién llegados puedan pasar un curso entero de inmersión lingüística. La medida está de moda y ronda por la mente de los legisladores, pero no acaban de decidirse porque hay quienes piensan que esto sería “discriminación”. Entonces habla Emma (evidentemente también le cambio el nombre): piensa que la inclusión en Cataluña es un engaño, una apariencia, porque hay alumnos recién llegados que llegan a primero y segundo de primaria, y a estas edades se considera que no hay derecho a Aula de Acogida. ¿Los cursos de inmersión serían una “discriminación” o un “derecho”? ¿Y si estamos llamado “inclusión” a lo que es pura y simplemente “exclusión”, o sea, negligencia, falta de realismo, falta de voluntad política, dejadez, abandono de menores en clases donde no entienden nada y no hacen nada durante años? ¿Cómo se estarán sintiendo estos niños? Todo esto es real, no es una serie de Netflix sobre un país lejano. ¿No estamos conculcando derechos de estos niños utilizando etiquetas de aparente progresismo? La inclusión extrema podría tener más que ver con los austericidios y la falta de inversión pública que con un concepto realmente democrático o progresista de la inclusión. ¿Y por qué incluimos menos desde que somos tan inclusivos? ¿No es para pensárselo?
Pero lo peor está aún por venir. Resulta que estos alumnos, al llegar a tercero, ya tendrían derecho a entrar en el Aula de Acogida. Pero, ay: como ya llevan dos años escolarizados en Catalunya, no tienen derecho a ello. Resultado: no hablan ni una palabra de catalán. Anna y Emma están obligadas a aprobar el catalán, un curso tras otro, a alumnado que nunca ha hablado en catalán, y que a los exámenes de catalán responde en castellano. La cosa es ya surrealista en cuarto de ESO: la ley obliga a aprobar al alumno y expedir el título, que va asociado al nivel C1 de catalán. Alumnado que ha pasado diez años escolarizado en Cataluña, y que nunca ha dicho ni leído ni una sola palabra en catalán en diez años, se lleva el nivel C1. Está ocurriendo.
Pero, por supuesto, en un mundo donde la escuela ya no sabe qué hace ni qué debe hacer ni qué programar, y donde enseñar contenidos curriculares (de catalán, castellano, inglés, matemáticas o ciencias) es una especie de herejía satánica, es normal que ocurran estas cosas. Lo que ya no es tan normal es que nadie ponga remedio, que nadie haga su trabajo y acabe con la insensatez general del sistema.
En muchos lugares de Cataluña se están cerrando aulas de acogida. Y es que la LOMLOE dice que el DUA, el Diseño Universal de Aprendizaje, debe garantizar el acceso de todos a las Competencias Básicas, la gran excusa para recortarlas. En general, el experimento resulta tan desastroso que hay que reabrir las aulas de acogida a los pocos meses, como también habrá que reabrir escuelas especiales a petición de familias afectadas, y deberemos ir pensando en invertir en servicios públicos inclusivos si no queremos terminar en una dictadura de la desigualdad como la de Estados Unidos. ¿Cómo podría ocurrir esto? Anna y Emma siguen contando historias reales. De exalumnos que, sin un título que sirva para nada, acaban vendiendo droga por las esquinas. Y de repente recuerdo las palabras de un ponente universitario, profesor de secundaria de Historia, hace poco, cuando nos contaba la rabia que sentía cada vez que le notificaban que un ex alumno suyo había ingresado en prisión.
Continuamos fabricando guetos, y las normativas contra la segregación escolar lo que están haciendo es generar y consolidar la segregación geográfica en nuestras ciudades. Una compañera de Naturales explicó que los seres humanos éramos mamíferos: unos alumnos musulmanes se quejaron a la Dirección: dijeron que daba clases antiislámicas. Y (¡Sorpresa!) la dirección le dio el correspondiente toque de atención ¡a la maestra! ¿Ya no podremos explicar ciencia tranquilamente en las aulas sin presiones inadmisibles? ¿Acaso nos hemos vuelto todos locos? Tenía razón el ponente: estamos fracasando como sociedad, porque estamos colaborando con el burocratismo de la administración y tampoco estamos exigiendo la inversión pública que atañe. También me da la impresión de que nuestros equipos de gestión han perdido completamente el norte, y que ya no saben ni qué es una escuela ni para qué sirve. Se han dejado engatusar por un cómodo nihilismo cínico, se instalan en la irrealidad más completa y siguen financiando generosamente los aparatos de propaganda, que todavía crispan más el ambiente con sus recetarios hipócritas.
Me acabo el café con leche, pagamos y me voy a casa, sumido en la desazón. Me pongo a escribir este artículo. Yo no quiero acabar en una autocracia electoral como la húngara o la rusa. Me gustaría que una izquierda sensata y materialista abandonara las etiquetas sectarias y se dedicara a construir servicios públicos realmente capilares y eficaces para todas las familias. Si dejaran de desviar millones de euros a lobbies y mandarines destructivos, esto sería posible, pero los lobbies también llegan a las izquierdas con sus sobornos, irrealidades y engaños. Anna y Emma pertenecen a movimientos de izquierda asamblearia, nunca me han parecido personas extremistas ni, menos aún, racistas o supremacistas. Más bien al revés. Forman parte de movimientos que intentan arraigar en los barrios y llevar ideales emancipadores concretos a sus trabajos. Me cuentan que temen que se acabe votando extrema derecha como reacción a la negligencia pública que nos rodea. Como ha ocurrido en Francia, en Suecia y en Austria, pero con un peligro añadido: aquí el estado del bienestar era una broma comparado con el de estos países.
La insensatez oficial la podríamos acabar pagando en forma de explosiones de racismo e intolerancias cruzadas. Diríase que nadie quiere recuperar la autoridad de las democracias ilustradas, basadas en el ideal de la Igualdad. Entre el extremismo buenista (una forma de nihilismo inconsciente) y la venganza supremacista debería ser posible inaugurar un camino medio, un camino de responsabilidad, donde los derechos, deberes y normas de la convivencia laica no se confundieran con “imposiciones fascistas”. Porque pronto será demasiado tarde para detener a los verdaderos fascistas. Los que rematarán la escuela democrática y empezarán a vomitar aires guerreros diciendo “Muera la Inteligencia”. Esta Cataluña sensata y dinámica no la veo. Anna y Emma se han quedado solas en sus luchas. ¿Quién las ayuda? Hay demasiada rigidez, miedo y clasismo instalados entre nuestros legisladores.
Fuente: educational EVIDENCE
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