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- 14 de noviembre de 2025
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Simone Weil: enseñanza y taylorización

¿Dejaremos que se les arranque el rostro a nuestros alumnos para convertirlos en masa para la producción anónima, bajo las velocidades que exigen los algoritmos? / Foto: Gisela Merkuur en Pixabay

En 1932, Simone Weil escribió un artículo titulado “El capital y el obrero”, en el que se decía lo siguiente: “El trabajo es tanto más productivo cuanto más dividido está. Así, la división del trabajo fue llevada poco a poco hasta su grado máximo, en el que cada trabajador solo tiene un gesto que realizar. A partir de este momento, el gesto del obrero podía ser sustituido por un movimiento mecánico. Y fue entonces cuando se desarrolló el maquinismo”. El texto es uno de los que acaban de ser antologados en Sobre el trabajo (Página Indómita, trad. de Luis González Castro). Weil se veía aún como una intelectual revolucionaria, y la originalidad de su pensamiento consistía en considerar que eran el taylorismo y la burocracia racionalizada los enemigos de una sociedad verdaderamente socialista. Si aplicamos sus intuiciones al mundo de la educación, resulta sorprendente lo que podemos llegar a aprender.
Por ejemplo, sobre el “maquinismo”. Hay quienes aún, con todo lo que estamos viendo, considera que la introducción acrítica de tecnología en las aulas es un factor de redención y de emancipación, pero todos hemos leído la teoría oficial: el docente ha de dar un paso a un lado y convertirse en un facilitador de contenidos, porque son la IA y los algoritmos los llamados a educar a nuestros jóvenes. Con ello, se producen dos cosas: la reducción del profesorado a una colección de “gestos” (combinatorias de ítems en aplicativos, rellenado de formularios infinitos y redacción de autojustificaciones), el completo vaciado de la profesión, ya sin contenidos humanos, y el consecuente “maquinismo”. De la mano de Marx, Weil se dio cuenta de que cuando el obrero perdió el dominio de la máquina para ser dominado por ella en las fábricas tayloristas, se le desposeía de humanidad. Y esto es lo que acaba de suceder en nuestras aulas: de un uso didáctico y legítimo de herramientas tecnológicas hemos pasado a la sumisión extrema a toda clase de aplicativos, autómatas y exigencias burocráticas.
Cinco años más tarde, en “La racionalización”, Weil profundiza en estas direcciones y nos permite identificar la digitalización (aunque yo prefiero el término “siliconización”, porque estamos hablando de una ideología de dominio social y no de unos auxiliares neutros) con ese taylorismo educativo en que nos encontramos inmersos: “Se suele hablar de revolución industrial en referencia precisamente a la transformación que se produjo en la industria cuando la ciencia se aplicó a la producción y apareció la gran industria. Pero podría decirse que hubo una segunda revolución industrial. La primera se define por el uso científico de la materia inerte y de las fuerzas de la naturaleza; la segunda, por el uso científico de la materia viva, es decir, de los hombres”. ¿Puede cabernos alguna duda de que la revolución siliconiana ha afectado y afectará mucho más al mundo de la educación? Ya no se trata de la vieja utopía maquinista que sitúa a los robots en el centro de la instrucción pública (sin duda la opción más barata), sino de otra bastante más siniestra: la reducción del docente a la condición de robot, totalmente obediente. El docente sería el encargado de cumplir con los objetivos productivos indicados en el Plan Quinquenal, es decir, la Agenda 2030, sin que a nadie le importen los resultados educativos reales. Sin que importe realmente ni siquiera esa agenda externa.
La agenda propia de un sistema de instrucción pública, ya ni siquiera se menciona. La alfabetización, la autonomía madurativa, el acceso al pensamiento teorético y el disfrute de la gran cultura, ya no son deseables. Estorban al nuevo tecnofeudalismo. Porque los docentes parecen entestados en mantener estrategias de resistencia pasiva: como toda utopía, solo ha podido producir una distopía a medias: aún son demasiados los que se resisten a falsear sistemáticamente los objetivos de producción y a comportarse como cadenas de trasmisión del estándar digital. Aún hay demasiados profesores obsesionados con realizar su trabajo: la administración ya no sabe cómo doblegarlos, cómo evitar que sigan enseñando. Ha hecho de todo para evitarlo: ha invertido millones en cursos de reeducación, ha promocionado a seductores gurús de la Buena Nueva competencial, ha organizado simposios, ted talks y teatros diversos abundantes, ha sometido a los docentes a infinitos dispositivos de disciplina burocrática, los ha obligado una y otra vez a retractarse, a emitir autocríticas, y los ha humillado cada mañana en los grandes medios. Ha probado con la seducción, el soborno, y también con la amenaza y el insulto; pero aún quedan leyes constitucionales de protección laboral, y aún quedan demasiados instintos éticos. ¡Qué le vamos a hacer!, el compromiso ético con el poder liberador de la educación ha podido más que los ejércitos de apparatchiks fanatizados y amenazantes, de momento.
Por lo tanto, las rebeliones dicentes del futuro inmediato serán contra la burocratización, no contra la maquinaria educativa. Los docentes no son luditas, sino profesionales de la ética. El enemigo es el mismo que identificaba Weil: una burocracia deshumanizada que exige obediencia espasmódicamente.
La siliconización de nuestras aulas ha generado lo que Simone Weil denomina “desarraigo del trabajador”. En un ensayo largo de 1943 reflexionaba sobre ese desarraigo devastador, y escribía: “Hay un tercer obstáculo para la cultura obrera: la esclavitud. El pensamiento es por esencia libre y soberano, cuando se ejerce realmente. Ser libre y soberano, en cuanto hombre pensante, durante una o dos horas, y esclavo el resto de la jornada, supone una escisión tan desgarradora que, para sustraerse a ella, resulta casi imposible no renunciar a las formas más elevadas de pensamiento”.
La reforma competencial exige al docente que deje de pensar para que el alumnado pueda dejar de pensar. La reforma competencial desarraiga a la comunidad educativa y le impone un futuro cerrado y previsto. Explorar el pasado para reabrir futuros diversos o imprevistos, eso no lo puede tolerar. Y por eso profesorado y alumnado se hunden en la desmoralización y la desorientación, porque no pueden comunicarse ni caminar juntos libremente. Viven seis horas al día interferidos por un sofisticado dispositivo de alienación social, sancionado por decretos autoritarios e incomprensibles, que nadie deseaba. La herejía es sofocada por una nueva guerra burocrática, una artillería pesada de edificios abstractos cada vez más grotescos. Cualquier voz disidente o duda genera una irritación intensa en los equipos directivos. La cadena de mando, como la de montaje, no puede detenerse ni ser cuestionada nunca. No podemos frenar y ponernos a pensar: las consecuencias de ello serían dramáticas; tendríamos que volver a empezar casi de cero, la arquitectura del Dogma caería desplomada con todo su peso insoportable de mentira, rencor, posthumanismo y mediocridad.
El Autómata proveerá de contenidos y de toda clase de orientaciones vitales. El docente es enemigo del nuevo sistema, como ha dicho Santiago García Tirado, y la administración es el brazo secular de ese nuevo absolutismo burocrático. El docente occidental ha sido taylorizado, y de ahí su impotencia, su ansiedad y su reclusión en los ansiolíticos y los laberintos de la depresión. Los docentes quieren seguir pensando, y quieren que su alumnado piense libremente. ¿Vencerá la educación burocratizada, que fija perfiles de salida, objetivos, metodologías, saberes cronometrados, y prevé los resultados presuntamente académicos de los futuros esclavos concentrados en centros públicos racionalizados? ¿Dejaremos que se les arranque el rostro a nuestros alumnos para convertirlos en masa para la producción anónima, bajo las velocidades que exigen los algoritmos? ¿O educaremos en un marco de confianza rehumanizada, al margen de los dictados de las nuevas burocracias siliconizadas?
Fuente: educational EVIDENCE
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