- Opinión
- 5 de septiembre de 2024
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Libertad de cátedra y farsa educativa
Libertad de cátedra y farsa educativa
Libertad de cátedra no significa en modo alguno que un profesor pueda ir «enseñando» que la Tierra es plana, por más que así lo crea
Frente a los inicuos ataques que se están perpetrando contra la «libertad de cátedra» -por otro lado reconocida en el artículo 20c de la Constitución española-, lo cierto es que sus defensores suelen acudir en su auxilio, por lo general y lamentablemente, con argumentos bastante ramplones que incluso más bien la denuestan. Y el tema es bastante más complejo, en la media que en él está involucrada la propia idea de enseñar.
Así, la vindicación de la libertad de cátedra suele consistir en plantearla, frente a sus detractores, como un ataque contra la libertad de expresión; y lo es, qué duda cabe, pero no en los términos que suelen aducir, lo que repercute en perjuicio de lo que se dice estar defendiendo. Porque al identificar la libertad de cátedra como un derecho indiscernible del de libertad de expresión y replicar con una defensa cerrada de ésta, estamos dejando de lado las razones y las funciones por que se pensó e instituyó dicha figura. Y es que libertad de cátedra no significa que un profesor pueda explicar «lo que quiera» en uso de su libertad de expresión en el ejercicio de sus funciones, ni su vindicación que pueda o deba hacerlo. Con este argumento y sin mayores matices, estamos eludiendo el auténtico objeto del debate.
Esto lo sabe perfectamente el poder político educativo –sus burócratas y sus pedagócratas-, que por esta razón plantea la cuestión en los términos ventajistas de una partida de ajedrez ya comenzada y con las propias piezas dispuestas en posición claramente ganadora. Porque es evidente que un profesor no puede, ni debe, explicar lo que quiera. Porque, al menos en un estado de derecho –y se supone que seguimos en él-, un profesor se debe a su condición de tal y a la especialidad que le corresponde impartir con rigor y solvencia, siendo en este marco en que quedan fijados los límites y su propio dominio: la libertad de cátedra. Algo que nunca los gobiernos y las autoridades educativas deberían tampoco olvidar, aunque lo hagan con demasiada frecuencia, acaso transidos de fervores ideológicos e intereses más bien opacos.
El problema que verdaderamente se está ventilando en torno a la libertad de cátedra no es el de la libertad de expresión sino sólo de manera muy sutil y críptica. Porque desde un contexto en que se está propiciando abiertamente la devaluación hasta la inanidad de los contenidos de conocimiento, el poder sabe muy bien que no hace ninguna falta suprimirla explícitamente; basta con neutralizarla mediante la imposición del método sobre los contenidos curriculares de conocimiento a impartir, que son el auténtico objeto del deseo que el poder codicia para poderlos administrar, ciertamente con criterios muy distintos a los propios de la tradición ilustrada y republicana, para la cual «escolarización» universal significaba «enseñanza» universal e igualitaria. Ahora, en cambio, de lo que se trata es de devaluar los conocimientos académicos hasta la inanidad. Y para esto basta con desactivarla imponiendo un escenario en que resulte imposible ejercerla o completamente inocua. O sea, prescripción metodológica en lugar de proscripción política, funciona mejor, nadie protesta y los resultados son los mismos.
Otra cosa es que la libertad de expresión resulte también grave y trágicamente afectada. Claro que sí, pero la cuestión es que hoy en día ya no nos las estamos teniendo con un proyecto totalitario de hechuras a la usanza clásica que apunte hacia su prohibición, sino que la mantiene formalmente a la vez que apuntala un modelo de enseñanza-basura que asegure la incapacidad para ejercerla, al menos críticamente y con un mínimo de rango conceptual. Sin conocimientos no hay espíritu ni pensamiento crítico que valga, ni criterio solvente sobre el cual ejercerlo. Y sin esto, la libertad de expresión es como el «derecho» a creer que la Tierra es plana lo mismo que cualquier infeliz es «libre» de decir que se auto-percibe como un ornitorrinco.
Y si la libertad de cátedra inquieta al neototalitarismo pedagogista hoy rampante no es porque un profesor pueda explicar lo que quiera –esto es lo de menos, una vez anulada de facto dicha figura por privación de enjundia-, sino para impedir que explique lo que debe, a saber, los contenidos académicos de su especialidad, cuyo conocimiento ha acreditado y tiene como función impartir de acuerdo con un currículo digno de tal nombre. Y la imposición de un metodologismo hiperideologizado es la forma de neutralizar la transmisión de conocimientos por el procedimiento de subyugarlos a la férula inquisitorial del burocrático control «procedimental» al que queda supeditada.
La libertad de cátedra no es pues arbitrariedad, sino todo lo contrario: ajustarse al conocimiento, a la razón y a la ciencia en el ejercicio de la enseñanza. Es libertad, sí, tanto como imperativo moral, pura deontología profesional docente. Libertad de cátedra no significa en modo alguno que un profesor pueda ir «enseñando» que la Tierra es plana, por más que así lo crea (?) en sus más profundas convicciones. También un juez puede «intuir» que un acusado es culpable, pero si carece de pruebas o éstas indican lo contrario ha de declararlo inocente porque la intuición no es una prueba.
¿Qué ocurre entonces si el poder obliga a explicar que la Tierra es plana o a contemplar su enseñanza y «argumentos» como una creencia u opinión más o menos extendida y en cualquier caso respetable? Pues ni más ni menos que lo que está ocurriendo hoy en día, que decaen o se diluyen los requisitos de racionalidad científica y cualquier bagatela sirve para coadyuvar al proyecto de convertir la escolarización obligatoria en un mero trámite formal: en una farsa.
Y la libertad de cátedra molesta porque incorpora no sólo un precepto legal, la función de enseñar, sino también moral: la obligación de enseñar, un imperativo cuyos límites y dominio son los del conocimiento racional y científico. Y la opción es convertirla en papel mojado por el procedimiento potenciar la desnaturalización de la propia figura del docente, convirtiéndolo en un coach, en un animador social o, en definitiva, en un farsante. Seguirá habiendo libertad de cátedra oficialmente, claro que sí, porque sin contenidos se quedará en meramente testimonial e inocua; como habrá también libertad de expresión, pero nadie ejercerá efectivamente ni una ni otra.
Es esto se está convirtiendo nuestro sistema educativo, en un monstruoso y burdo engaño. Por esto debemos insistir y reiterar una y otra vez que, aun manteniéndola, se está destruyendo, porque libertad de cátedra es que nadie te pueda obligar a explicar que la Tierra es plana y, a la vez, que no debes hacerlo porque ya has de saber previamente que no lo es. Casi nada.
Fuente: educational EVIDENCE
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