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  • 4 de noviembre de 2025
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Ferrer y Guardia y la escuela moderna

Ferrer y Guardia y la escuela moderna

Francesc Ferrer y Guardia fotografiado hacia 1909. / Wikimedia

 

Licencia Creative Commons

 

Soledad Bengoechea

 

La figura de Francesc Ferrer y Guardia no es muy conocida entre el gran público, ya que las diferentes campañas que se lanzaron en contra de su persona lo han desprestigiado. Por el contrario, goza de gran reconocimiento entre los ámbitos culturales e históricos y, sobre todo, entre aquellos profesionales de la educación interesados en conocer quién fue el promotor de la Escuela Moderna, que tenía como principio impartir una enseñanza laica, racional y científica. Ferrer fue un pedagogo que veía en la educación una herramienta para cambiar la sociedad, que creía en el poder transformador de la educación y que quería convertir a los alumnos en revolucionarios intelectuales. Por ello su legado es aún ahora objeto de debate.

Hace un tiempo, en la biblioteca del Fomento del Trabajo Nacional (FTN), comencé a repasar el libro de actas de la entidad de agosto de 1909. Trataba de saber si la organización patronal se había pronunciado sobre los sucesos que habían tenido lugar en Barcelona entre el 26 de julio y 2 de agosto pasados de aquel año, que pasaron a conocerse como la Semana Trágica y que fueron el detonante que desencadenó el juicio y la muerte de Ferrer. Cuál no sería mi sorpresa entonces cuando, al llegar a los documentos del día 4, leí algo escrito en catalán: “Fa remarcar el Senyor President [Lluis Muntadas Rovira] el caràcter anàrquic que prengué tot seguit el moviment i la vinguda del conegut agitador Ferrer-Guardia que el dilluns es deixà veure públicament a Barcelona”. Por otra parte, en Madrid, en el archivo de la Fundación Antonio Maura (AFAM), un día encontré una carta, datada el 10 de agosto de 1909, enviada al presidente del gobierno, Antonio Marua, por el mismo Muntadas. En ella, expresaba a su interlocutor que Ferrer: «fue el instrumento que propagó el desorden en Barcelona cuando el lunes se dejó ver públicamente en Barcelona».

En un precipitado juicio, el 9 de octubre del mismo 1909, Ferrer, acusado de ser el autor y jefe de la revuelta de Barcelona, fue considerado culpable y condenado a muerte. A menudo me pregunto, ¿hasta qué punto estas acusaciones de Muntadas, que no era una figura menor, sino que era un gran empresario textil catalán y presidente del FTN, no tuvieron repercusiones? La sentencia fue ejecutada en los fosos del castillo de Montjuïc de Barcelona poco después, la mañana del 13 de aquel octubre.  

La noticia provocó una protesta en diversas ciudades europeas, aunque tuvo su epicentro en París. Esta condena internacional se debía a que Ferrer era considerado como un mártir del librepensamiento, sacrificado por la intolerancia católica como promotor de una enseñanza renovadora, que pretendía liberar a los niños de los dogmas religiosos.

Pero acerquémonos aquí y ahora a su figura.

Ferrer y Guardia nació el 10 de junio de 1859 en Alella, municipio cercano a Barcelona, hijo de unos campesinos bastante acomodados y muy católicos. En esta localidad es donde fue arrestado el 31 de agosto de 1909. A los trece años ya había dejado la escuela, empezando a trabajar en Barcelona. Los valores ortodoxos inculcados por la familia y la escuela los abandonó pronto. Para cuando alcanzó la madurez, Ferrer ya era republicano y librepensador.

A los veinte años, comenzó a trabajar en la Compañía Ferroviaria de Madrid, Zaragoza y Alicante. Apoyó en 1886 el pronunciamiento militar del general Villacampa, partidario del republicano Ruiz Zorrilla. Su finalidad era proclamar la República, pero, al fracasar, Ferrer tuvo que exiliarse en París, acompañado de su compañera Teresa Sanmartí, con la que tendría tres hijos. Subsistió dando clases de español y ejerciendo como secretario sin sueldo de Ruiz Zorrilla. Interesado en el anarquismo, participó en 1892 en el Congreso Universal de Librepensamiento organizado en Madrid (también conocido como Congreso Librepensador Madrid de 1892) por la Federación Internacional de Librepensamiento (con sede en Bruselas). Además, se caracterizó siempre por la vehemencia con que difundió sus mensajes anticlericales. E ingresó en 1883 en la logia masónica Verdad de Barcelona.

Separado y casado de nuevo, durante los diez primeros años de su vida en París estuvo sumido en la penuria y agitación. Nunca negó el haber estado ligado al Partido Republicano Progresista español, a cuyas asambleas asistía con asiduidad. Como tampoco nunca reconoció haber sido un «anarquista de acción», instigador de atentados. En aquellos momentos, Ferrer ya le daba vueltas a la imagen de que ninguna revolución política podría dar su fruto en España mientras hubiera tal cantidad de población analfabeta, y otra tanta recibiera una educación basada en los valores entonces vigentes.

En aquel contexto, a partir de 1901 impulsó el semanario La Huelga General. Fue en ese momento cuando falleció una amiga francesa de cierta edad sin hijos, Ernestina Meunier, que le legó una gran fortuna. Ello le permitió, en septiembre de ese mismo año, fundar la que se convertiría en la renombrada Escuela Moderna en el número 56 de la calle Bailén, en Barcelona. Su proyecto educativo, no obstante, tuvo un tiempo de vida corto, solo permaneció abierto entre 1901 y 1906, y en el intervalo estuvo censurado varias veces; pero para la posteridad quedó lo que con aquella semilla se había sembrado. Veamos el texto completo de La Escuela Moderna:

«Era un centro educativo que se proponía transformar radicalmente la experiencia pedagógica en sentido crítico, laico, racionalista y libertario. Era una escuela, según el mismo Ferrer Guardia, en la que los niños y las niñas debían tener «una insólita libertad, se realizarán ejercicios, juegos y esparcimientos al aire libre, se insistirá en el equilibrio con el entorno natural y con el medio, en la higiene personal y social, desaparecerán los exámenes y los premios y los castigos».

Como queda patente, lo novedoso de la Escuela Moderna fue, en primer lugar, la aplicación de métodos pedagógicos más o menos modernos y científicos y, en segundo lugar, la enseñanza basada en una doctrina definitivamente racionalista, humanitaria, antimilitarista y antipatriótica. Por tanto, es natural que suscitara un profundo pavor en las mentes clericales y conservadoras. Ferrer fue un ferviente revolucionario hasta el final. Como se ha dicho, había llegado a la conclusión de que España no estaba preparada para la revolución, y el objetivo de su tarea consistía en paliar esa inmadurez educando a futuros “revolucionarios”.

La dificultad inicial con la que Ferrer se enfrentó fue la de encontrar profesores capaces y dispuestos a llevar sus ideas educativas a la práctica.

Y aquí cabe plantearse, Ferrer, ¿era anarquista? Se oponía siempre a la dominación y explotación capitalista y militar, aunque no hay evidencias de que sustentara visiones idealistas en cuanto a la organización de la sociedad. En todo caso, era un idealista partidario de la libertad y la igualdad. Tampoco hay pruebas de que alguna vez fuera terrorista. Tal vez a principios de los noventa Ferrer estaba dispuesto a organizar lo que fuera pensado en una revuelta despiadada. No obstante, a partir de 1892 experimentó un cambio. En una “Declaración de fe”, redactada por Ferrer a la espera del juicio -por una supuesta colaboración en la tentativa del atentado contra los reyes de España perpetrado por Mateo Morral-, publicada en 1906 en España Nueva, decía detestar los nombres de toda formación política, se llamara anarquista o carlista. Y añadía que cualquier partido, fuera cual fuera, era un obstáculo a la tarea educativa emprendida por la Escuela Moderna.  Y seguía: «Siempre he negado ante el tribunal que fuera anarquista». Y acababa:

«Y si me califican de anarquista basándose en una declaración publicada en la que hablo de ideas de demolición de la mente he de contestar que aquí están los libros y Boletines de la Escuela Moderna, en los que han de encontrarse, en efecto, ideas de demolición. Pero, presten atención, ideas de demolición de la mente, es decir, la introducción en la mente de un espíritu racional y científico que demolerá todo prejuicio. ¿Es esto anarquismo? De serlo, confieso no haberlo sabido, pero en este caso sería un anarquista en la medida en que el anarquismo parezca adoptar mis conceptos de la dedicación de la paz y del amor, y no porque yo haya adoptado sus métodos o procesos».

En este sentido, parece que la figura de Ferrer encaja mejor con los adjetivos de librepensador y francmasón que no exactamente con el de anarquista.  No obstante, después de su trágica muerte y de que se convirtiera en un símbolo europeo, la práctica totalidad del anarquismo del momento se lo hizo suyo.

La noche anterior a su asesinato escribió un testamento. En él podía leerse: «Deseo que en ninguna ocasión ni próxima ni lejana, ni por uno ni otro motivo, se hagan manifestaciones de carácter religioso o político ante los restos míos, porque considero que el tiempo que se emplea ocupándose de los muertos sería mejor destinarlo a mejorar la condición en que viven los vivos, teniendo gran necesidad de ello casi todos los hombres. (…) Deseo también que mis amigos hablen poco o nada de mí, porque se crean ídolos cuando se ensalza a los hombres, lo que es un gran mal para el porvenir humano. Solamente los hechos, sean de quien sean, se han de estudiar, ensalzar o vituperar, alabándolos para que se imiten cuando parecen redundar al bien común, o criticándolos para que no se repitan si se consideran nocivos al bienestar general».

Llegado el momento de la ejecución, Ferrer, de cara al piquete, sereno, reposado, y con voz clara, gritó dirigiéndose a los soldados: “¡Soy inocente! ¡Viva la Escuela Moderna!”.

Se dice que Ferrer está considerado “el catalán más famoso de Bélgica”. Y unas sesenta calles llevan su nombre en lugares como Francia, Bélgica, Portugal o Brasil. Se da la paradoja de que la historia lo ha elevado a la categoría de ídolo, cuando él siempre dijo que no deseaba serlo.

En Barcelona, el año 1990 se inauguró un monumento a Ferrer. Está situado en la avenida del Estadi, es una escultura de bronce de Auguste Puttemans. Representa a una figura humana desnuda, ubicada sobre un pedestal, que levanta una antorcha hacia el cielo.


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

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