- Opinión
- 6 de marzo de 2025
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Elogio del hipócrita (Sympathy for the Devil)

Elogio del hipócrita (Sympathy for the Devil)

“A veces es necesario y forzoso que un hombre muera por un pueblo. Pero jamás ha de morir todo un pueblo por un hombre solo: Recuerda siempre esto, Sepharad”.
(La piel de toro XLVI, Salvador Espriu, 1960)[1]
Nos lo recordaba sabiamente el poeta, hoy olvidado, como tantos otros, tras el cruel saqueo y devastación de la Literatura en nuestros currículos escolares. Hay verdades incómodas, que lo son aunque no nos gusten. Como la contenida en estos versos. No se nos habla en ellos precisamente de educación ni de nada en particular, pero en esto consiste precisamente su grandeza. Lo que no parece es que sean muy compatibles con ciertos relatos cotidianos, como, por ejemplo, el de la escuela inclusiva, al menos tal como está hoy concebida: sin ningún tipo de límite.
Vivimos tiempos hipócritas, tan hipócritas que se resuelven socialmente en un cinismo sistémico cuyo relato se impone a una realidad que se da por cancelada. Muy especialmente en menesteres educativos, estamos cada vez más aceleradamente inmersos en una nueva versión de la clásica doble moral victoriana. Ya no como escenificación de la farsa consciente, sino adaptada al rigorismo propio de la fase superior del esperpento: la solemnización de lo grotesco; una tragedia griega representada por una chirigota de carnaval. Ahora no basta con el fingimiento más o menos disimulado en que se resolvía la hipocresía victoriana; no, ahora se exige la incondicional interiorización del relato a pies juntillas. No vale fingir. “La envidia de la virtud hizo a Caín criminal. ¡Gloria a Caín! Hoy el vicio, es lo que se envidia más[2]”. Lo decía otro gran poeta: imposible expresarlo mejor. O ‘Sympathy for the Devil’, que cantaban los Rollings Stones.
Y si no basta con el fingimiento hipócrita es porque las contradicciones entre la realidad y el relato están en su mismo límite y amenazan con hacer añicos el discurso que lo sostiene. Como en ‘1984’, la genial distopía de Orwell, no es suficiente con responder que hay siete dedos en la mano que nos están mostrando si sabemos que son cinco: hemos de creer sin fisuras que son siete, con la más absoluta convicción. Siempre ha habido hipocresía y siempre habrá engaño, pero si nos las habemos con un relato tramposo desde el mismo momento en que no admite más contraste que consigo mismo, el efecto es análogo al de legalizar la moneda falsa: deviene imposible distinguir la verdad de la mentira; el bien, del mal; lo particular de lo universal. La noche en que todas las vacas son negras, que decía Hegel; o todos los gatos, pardos, que decimos por aquí… La indiferenciación en que todo vale.
Alardeamos de una escuela inclusiva que no excluye a nadie bajo ningún concepto y esto se decreta axiomáticamente como bueno por ausencia del mal, que ni está ni se le espera… Un redentorismo ramplón que nos abandona a la indistinción en un campo abonado para dogmáticas doctrinarias teñidas de moralina, que obvian la realidad y la condición humana, a la vez que la dan por buena desentendiéndose de ella porque no encaja en el bello constructo ideal. Vamos a ver, hay gente tóxica de cualquier edad. Pretender lo contrario es, o no haberse enterado de nada, o instalarse cínicamente en el esperpento. Y no hacer nada al respecto es darlo por bueno, también el mal que puede causar a sus víctimas. Frivolizar con el mal y el dolor humano no parece la mejor manera de ponerle remedio.
A la farsa le corresponde la hipocresía; al esperpento, el cinismo. La diferencia no es baladí. El hipócrita no da o no tiene por qué dar por bueno el relato; lo asume como una convención que burla en beneficio propio; sabe que está representando una farsa, pero jamás se le ocurriría convertirla en derecho público. Porque sabe que la moneda falsa necesita de la de curso legal, como la mentira necesita de la verdad para poder ser mentira. Conserva en este sentido un cierto resquicio de moralidad. Al cínico esto no le sirve. Ha transitado de la hipocresía al cinismo en el convencimiento, como decía Chesterton, de que sus anhelos personales son un derecho y los derechos de los demás un abuso. Por esto está paradójicamente mucho más necesitado de fundamentación que el hipócrita. El hipócrita se aprovecha de la convención que sigue tomando como ineludible referente; el cínico, en cambio, necesita convertir su deseo en derecho como coartada para burlar la realidad decretándola según le convenga.
Y a mar revuelto, ganancia de pescadores. No faltan abnegados propagandistas que públicamente se manifiestan partidarios fervorosos de la aplicación del modelo inclusivo sin límite alguno en las escuelas, que en privado se guardan muy bien de llevar allí a sus hijos, a la vez que denuestan a quienes públicamente denuncian la inclusiva como un proyecto social eugenésico y una agresión de clase. Cantan impúdicamente las virtudes de un modelo del que huyen como de la peste: consejos vendo que para mí no tengo.
Puede que no sea la opción más heroica, pero tal vez sí la más lógica ante una tal disociación entre el relato público y el privado. En un espacio público caracterizado por un marco común explícitamente cínico y doctrinario –en la línea de lo expresado por Chesterton-, el ámbito de lo privado es el refugio de una hipocresía social hipertrofiada como reacción a la creciente presión de un espacio público invadido por los infinitos espacios privados, tan sincrético y heteróclito que ya prácticamente sólo conserva de «público» el nombre. El significante sin significado. Cómo cuando Bertrand Russell se preguntaba si es verdadera la proposición «el rey de Francia es calvo».
En lo público, el lugar para la escenificación, tenemos la Sympathy for the Devil. Compasión y/o simpatía, empatía por el diablo, como sublimación del tabú por el procedimiento de trivializarlo, ignorándolo o atribuyéndole un carácter estrictamente «técnico» y contingente, banal. Lo que a su vez se traduce paradójicamente en una pulsión enfermiza por el mal que atenaza e impide entenderlo, afrontarlo y tratar de ponerle remedio, al menos dentro de lo posible.
La receta para la tranquilidad de malas conciencias, con frecuencia desasosegada. En las sociedades victorianas era el famoso «siente un pobre a su mesa», el día de Navidad, que hoy es la exigencia del «ponga un acosador en su escuela». Pero nadie, o nadie en su sano juicio, quiere que sus hijos compartan un mismo espacio a merced de acosadores, eventuales violadores y psicópatas campando por sus reales en los centros educativos públicos. Por lo tanto, será que sí, pero siempre que no sea la escuela de sus retoños. No lo olvidemos, seguimos en el marco «común» del cinismo social: todo muy bien, pero noli me tangere: a mí (y a los míos) ni tocarme. O lo que es lo mismo, sálvese quien pueda. El que pueda económicamente, claro.
El premio de consolación para unas clases medias en decadencia y socialmente inhibidas que creen acaso haber encontrado en el cinismo social su último refugio contra la proletarización a que están abocadas, siendo el mismo modelo que promueve la más sincrética inclusión la coartada moral que las mantiene por ahora (sólo) aparentemente a salvo de ella, aunque al precio de destruir la educación pública y sin advertir que el partido está ya en tiempo de descuento. Como aquél que en caída libre desde un décimo quinto piso, cuando le preguntaron cómo le iba cuando pasaba por el séptimo respondió: “por ahora, bien”.
Después de todo, quizás haya incluso algo de justicia poética en tan atrabiliario constructo: la izquierda pijoprogre y woke convergiendo con su detestada Margatert Tatcher, a la sazón pionera de la escuela inclusiva desde el ya lejano 1979. Quién lo iba a decir.
Puede también que a los que repugne el modelo cínico apelen a los evangelios en defensa de la escuela inclusiva, por la necesidad de recuperar por encima de todo a la oveja descarriada: “¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: “Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido.” Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión”, (Lucas 15, 3-7).
Será así en el Evangelio, donde la salvación va de trascendencia: las ovejas que se coma el lobo van al cielo. Aquí, en la humana, demasiado humana y mundana inmanencia, no es así. Y sabiendo al lobo siempre al acecho, se nos antoja muy temerario, una irresponsabilidad histórica y una inmoralidad, dejar abandonadas a su suerte a las restantes noventa y nueve ovejas. Por eso estamos con Espriu, porque, aunque no nos guste, a veces, es forzoso y necesario…
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[1] A vegades es necessari i forçós que un home mori per un poble. Però mai no ha de morir tot un poble per un home sol: Recorda sempre això, Sepharad” (Salvador Espriu, La pell de brau XLVI, 1960)
[2] Antonio Machado, Proverbios y Cantares X, (Campos de Castilla, 1917)
Fuente: educational EVIDENCE
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