• Opinión
  • 22 de mayo de 2024
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El aprendiz de brujo en el aula

El aprendiz de brujo en el aula

El aprendiz de brujo en el aula

Podemos buscar atajos para librarnos del esfuerzo, de las exigencias del trabajo metódico y riguroso, pero aprender no se improvisa

Logotipo de la película Fantasia de Walt Disney de 1940 / Wikimedia

Licencia Creative Commons

 

Josep Oton

 

A priori, las reformas educativas pretenden mejorar los sistemas de enseñanza, pero, muchas veces, los empeoran. Las innovaciones, mal aplicadas, repercuten negativamente de un modo particular en las clases más desfavorecidas porque se les priva del acceso al conocimiento, elemento esencial para la promoción social.

Entonces, al analizar estos problemas del sistema educativo nos vienen a la mente metáforas distópicas que nos hacen pensar en un descalabro educativo totalmente intencionado, supeditado a unos objetivos de determinada ingeniería social.

No se puede negar que, con las aguas revueltas, hay ganancia para pescadores.  Sin lugar a dudas hay quien se beneficia de la debacle de la enseñanza que está teniendo unos efectos nefastos en los grupos con menos recursos. Sin embargo, creo que también hay que tener en cuenta el principio de Hanlon: «No atribuyas a la maldad lo que se explica adecuadamente por la estupidez». Johann Wolfgang von Goethe, en Las desventuras del joven Werther, ya dejaba caer que «los malentendidos y la negligencia crean más confusión en el mundo que el engaño y la maldad». Y dicen que el propio Winston Churchill se refería al general Charles De Gaulle afirmando que «seguramente su insolencia se basa más en su estupidez que en su malicia».

Muchas veces, al pensar en los reiterados desastres educativos la imagen que me viene a la cabeza es la de la fábula del aprendiz de brujo, inmortalizada por Walt Disney en la película Fantasía. En realidad, la historia viene de mucho antes. El aprendiz de brujo es un poema de Goethe escrito en 1797. Cien años más tarde, en 1897, Paul Dukas lo musicó en una adaptación sinfónica.

La trama es bien conocida. Un viejo mago se ausenta de su taller y encarga a su aprendiz algunas tareas para realizar mientras esté fuera. El joven, aburrido de tener que ir a buscar agua con un cubo, decide embrujar una escoba para que le supla en este tedioso trabajo. Ahora bien, como todavía no tenía suficiente experiencia en el uso de las artes mágicas, se le fue de las manos el control de la escoba hechizada. No sabía qué conjuro invocar para frenarla. Con la actividad frenética de una escoba enloquecida, pronto todo el suelo del taller quedó completamente inundado de agua.

La reacción del aprendiz fue abalanzarse contra la escoba con un hacha para poner fin a su compulsiva laboriosidad. Pero la mala fortuna hizo que la partiera en dos. Cada una de las piezas acabó actuando con una escoba entera, duplicando la cantidad de cubos de agua desparramados por el suelo.

Desesperado, el aprendiz imploró la ayuda de su maestro para detener tamaño entuerto ocasionado por “los espíritus que conjuré”, una expresión que en alemán se utiliza para describir a alguien que pide ayuda a unos aliados que acaban poniéndose en su contra. Finalmente, el maestro regresa, rompe el hechizo y se restablece el orden.

Podemos encontrar analogías de este poema de Goethe en narraciones de la Grecia clásica, en diversas mitologías o en la leyenda del Gólem. El tema ha sido una fuente de inspiración. Así, en 1940, Mickey Mouse encarnó al joven brujo en la famosa película de dibujos animados de Walt Disney. Setenta años después, Walt Disney Studios presentó una versión cinematográfica del relato. La película, estrenada en 2010, es una épica comedia de aventuras protagonizada por un mago y su aprendiz, que se ven arrastrados hacia el epicentro de un antiguo conflicto entre el bien y el mal.

La narración continúa siendo simple y divertida, pero conlleva un mensaje profundo y eterno. Según su director, Jon Turteltaub, «Lo más asombroso de la historia es esta pequeña lección sobre querer tomar el camino más corto, hacer las cosas de la manera más fácil, buscando satisfacer ese deseo que todos tenemos de crecer un poquito más rápidamente».

Ahora bien, a pesar de la candidez del ratón Mickey y de la presunta ingenuidad de la trama, la historia del joven aprendiz es una metáfora de las catástrofes que acompañan la acción del ser humano, una versión simpática del mito de Prometeo con su robo del fuego de los dioses.

No en vano, Fantasía se estrenó en 1940, en plena ocupación nazi de Europa. No faltaron las voces críticas que percibieron un paralelismo entre el desastre ocurrido en el taller del mago y la eclosión del delirio totalitario. El 25 de noviembre de 1940, la periodista Dorothy Thompson escribió para el The New York Herald Tribune una reseña muy dura sobre la película. Afirmaba que «salió del teatro casi con un ataque de nervios», porque era una «horrible pesadilla». Y comparó el relato infantil con el nazismo desenfrenado, «el abuso de poder» y «la traición pervertida de los mejores instintos». También señalaba que la película descubría el carácter «titánico» de la naturaleza, mientras que el individuo no era más que «un liquen encadenado en la piedra del tiempo». Su conclusión era que el film se mostraba «cruel», «brutal y embrutecedora», una «caricatura negativa de la decadencia de Occidente». La periodista se angustió hasta el extremo que salió de la sala de proyección sin acabar ver el final de la película.

Desde la docencia corremos el riesgo de jugar a aprendices de brujo, a innovar por puro esnobismo. En ocasiones, aplicamos técnicas sin conocerlas a fondo. Imitamos a los “maestros” cuyas clases funcionaban tal vez no tanto por el método en sí, sino por su maestría, su talento personal, su experiencia en el aula, sus conocimientos, el contexto particular de los alumnos y de la escuela… Un método o una técnica dista mucho de ser una varita mágica.

Por otro lado, abocamos a los más jóvenes a ser aprendices de brujo al poner a su disposición recursos para los cuales seguramente aún no están preparados y no saben gestionarlos adecuadamente.

Podemos buscar atajos para librarnos del esfuerzo, de las exigencias del trabajo metódico y riguroso, pero aprender no se improvisa. Es una tarea que requiere tiempo y fuerza de voluntad. De lo contrario, podemos generar auténticos desastres, eso sí, desde la ingenua temeridad de quien aspira a llegar a la meta saltándose las etapas requeridas.


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

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