Educación y lucha de clases

Educación y lucha de clases

Educación y lucha de clases

Lo único que la escuela tiene a mano para coadyuvar a un eventual cambio social y económico revolucionario que rompa la brecha de clase es la transmisión del conocimiento

Imagen generada mediante IA

Licencia Creative Commons

 

Xavier Massó

 

Puede que no sea de buen gusto desenterrar la lucha de clases que tan bien sepultada está en estos tiempos identitaristas como los que corren, sobre todo por parte de la presunta izquierda empoderada. De la derecha no diré nada porque siempre lo ha tenido claro, mucho más desde que leyó a Marx y lo entendió. Además, la derecha se puede despojar de sus ropajes ilustrados –que también los tiene, o los tuvo- y sigue siendo derecha; la izquierda en cambio, si se desprende de ellos, se queda en pura negatividad doctrinaria o en neomilenarismo puritano o flower power, que viene a ser lo mismo.

Sin embargo, como ya nos advirtió Baudelaire, la mejor trampa del diablo es convencernos de que no existe. Tampoco nadie dice creer en meigas, pero a continuación se apostilla que haberlas, haylas. Tengo para mí que con la lucha de clases ocurre algo parecido, en el plano materialista, claro. Y es que, aunque muchos no lo recuerden, la izquierda fue una vez materialista, que no nihilista.

El modelo educativo actual consiste en convencer al pobre de que lo suyo es seguir comiendo patatas transgénicas con charcutería industrial y fletán congelado; del ibérico, la merluza fresca y los chuletones, cosas de ricos, que se abstengan porque no forman parte de su tradición cultural. No fueran a probarlo y les gustara, al tiempo que  descubrían que no se lo pueden permitir con los sueldos misérrimos y la precariedad sistémica a que están destinados.

Los egregios gurús educativos lo han dejado muy claro: lo fundamental son los saberes «esenciales»… ESO para la masa, claro; los demás se quedan «deseables», y ESO ya es harina de otro costal: los auténticos currículos adaptados para quien corresponda, o sea para quien pueda pagárselos, que la pública ya está bastante ocupada con la inclusividad, la moralina y el sermoneo adoctrinador que la inyecta, para que todo acabe encajando en el auténtico objeto del «deseo»: el perfil de salida, como se le llama ahora. Que cada cual se encuentre con lo que necesita para llegar a lo que se ha determinado previamente que deberá ser, que puede ser bien poca cosa o nada.

«La educación encierra un tesoro», decía el «Informe Delors» para la UNESCO (1996); toda una invitación a embarcarse en la «Hispaniola» y zarpar en su búsqueda para hacerse con el botín. Porque eso es lo que resultó ser tan preciado tesoro: un botín con el que muchos se han enriquecido y lo seguirán haciendo. No se lo llevó esta vez el pobre Jim Hawkins, sino los Long John Silver de siempre. O los tiburones, bípedos, cómo no.

¿Empezó la mercantilización de la educación con el Informe Delors? No, pero fue el pistoletazo de salida global. La cosa ya venía de antes. Las escuelas «comprensivas» y el exclusivismo «inclusivo» los puso en práctica Margaret Tatcher en aplicación del Informe Warnock (1978). Por si alguien no lo sabe, diremos que Margaret Tatcher fue una Premier británica (1979-1990) y que de ella se podrá decir de todo, desde el elogio hagiográfico hasta el demonizador denuesto, menos que fuera de izquierdas. Que aquí haya sido la izquierda quien adoptó su modelo educativo es algo cuya responsabilidad no le incumbe a ella, sino a la izquierda. Tatcher nunca disimuló su militancia ideológica en la derecha, algo que la honra tanto como deshonra a la izquierda.

¿Cuántos años hace que los institutos públicos dejaron de tener rendimientos académicos superiores a los de los centros privados y empezaron a caer en picado? ¿Cuánto hace que se prohibió publicar comparativas –para que el oprobio pasara lo más desapercibido posible- y que las únicas que tenemos a mano son las de las pruebas internacionales?

Aclarémoslo, por si acaso: el problema de la mercantilización de la educación no es la privada concertada, ni es su culpa que el Estado y los gobiernos autonómicos, de derechas y de izquierdas, nacionalistas centrípetos y nacionalistas centrífugos, se hayan vuelto tan rumbosos con la externalización del «tesoro» público. Otra cosa es que a nadie le amargue un dulce. Pero no, la mercantilización de la educación comenzó con la LOGSE y la renuncia a impartir los mismos conocimientos y exigencia en un sitio que en otro. Venía con el modelo. Desde entonces, contra lo que se suele decir, no es que la educación quedara supeditada a los criterios del mercado, sino que ella misma devino un sector más del mercado. Pero cuidado, no para que lo que enseñe coincida con los requisitos de los empresarios; ésta es una interpretación muy ramplona del modelo, porque es en todo caso el efecto, no la causa. Lo que se mercantilizó fue la propia escuela en sí misma.

En otras palabras, no es que el sistema educativo deba proporcionar al sistema productivo el perfil de profesionales o fuerza de trabajo que éste requiera –esto lo ha hecho siempre-; no, el «gran salto adelante» consistió en clonar al sistema educativo como un mercado más y con sus mismas funciones. Y esto sí que es nuevo, porque nunca antes había sido así. Lo reiteramos, desde siempre, el sistema educativo ha proveído a la sociedad de los individuos con la cualificación y capacidad que ésta requería, pero era externo al sistema productivo. Ahora ya no. Digamos que mientras se aprendía a jugar se estaba fuera del juego; ahora, con el aprendizaje instrumentalizado ha de ser él mismo inmediatamente productivo. Antes, la escuela estaba al servicio (de la enseñanza) de las matemáticas, no del mercado que luego se beneficiaba de su aprendizaje; ahora la escuela es mercado y la enseñanza de las matemáticas está supeditada a la lógica de las leyes del mercado. Una cosa es hacer negocio con la educación, otra muy distinta convertir la educación en un negocio.

Y esto vale tanto para la pública como para la privada. Dicho así, puede sorprender, pero pensemos en el modelo pre-logsiano, pensemos en los años setenta y ochenta del siglo XX. La educación no estaba mercantilizada más allá de aspectos periféricos: su función era enseñar. En el caso de la enseñanza pública está muy claro: el coste que comportaba lo sufragaba el Estado y su objeto era la formación del alumnado, sin retorno económico de ningún tipo. En el  de la enseñanza privada el objeto era el mismo, pero al ser un negocio requería de un retorno económico en forma de beneficios. Pero, para entendernos, al Teorema de Pitágoras o a la Campana de Gauss les da igual que se enseñen en una pública o en una privada. Como le replicó Euclides a Tolomeo, no hay «camino real» a la geometría; todos, reyes y súbditos, han de pasar por lo mismo: estudio, atención y esfuerzo. Una característica genuina del conocimiento que lo hace peligroso. Por esto hay que poner artificiosos peajes.

Además, las escuelas privadas estaban sólo muy incipientemente mercantilizadas, más con esquemas mentales precapitalistas que otra cosa, a poco que tengamos presente el carácter religioso de la mayoría de ellas por entonces. Sin que esto signifique para nada que no hubiera aspectos fuertemente ideológicos involucrados, por supuesto.  Pero en todas partes se explicaba el Teorema de Pitágoras y la Campana de Gauss, porque todos estaban sujetos a la servidumbre propia de su función, marcada por unas leyes educativas que marcaban unos planes de estudios con sus respectivos currículos de aplicación obligatoria para todo aquél que los cursara.  Ahora, en cambio, según sea un centro público o privado, y según dónde esté ubicado, se harán unas cosas, se harán otras o no se hará nada más que ganar tiempo.

¿Pero cómo y por qué la educación se mercantiliza? Tal vez Rosa Luxemburgo[1] nos pueda ilustrar un poco. El capitalismo es un modo de producción que tiende por su propia lógica a la mercantilización de todas las cosas. Pero no todas lo están en la misma medida. Necesita para subsistir de espacios precapitalistas periféricos o exteriores. Y también en el mismo centro perviven espacios digamos que incipientemente mercantilizados. La propia dinámica del sistema lleva a estos espacios periféricos a irse convirtiendo en plenamente capitalistas, pero el mercado requiere entonces de más y nuevos espacios, sin los cuales el sistema implosionaría. Por su propia naturaleza forzado por las circunstancias, el capitalismo las fuerza a éstas a su vez ampliando mercado para sobrevivir. Tampoco se libran de esto los espacios «centrales» hasta entonces «libres» de la mercantilización exhaustiva. Los ámbitos que constituían el estado del bienestar, como Educación y Sanidad, serían un buen ejemplo de ello. Cómo acaba todo esto es algo que no nos incumbe abordar aquí. Quedémonos con que el modelo educativo ilustrado de educación universal e igualitaria, por auténtica incompatibilidad ontológica con el modelo económico, queda definitivamente dejado atrás.

Luego nos hablan de los puestos de trabajo que «exigirá» un mercado imperfectamente futuro que no sabemos qué ni cómo será, pero para los cuales hay que preparar a la población escolar. ¿Cómo ha de entenderse esto? Prepararse para un futuro ignoto: la gran trampa. Porque de ser así sólo cabría la parálisis o, más prudentemente, la profundización en el conocimiento de lo que permanece, que es lo único que nos podrá ayudar a entender el cambio. Y porque está muy claro que se conozca o no la naturaleza de estos nuevos puestos de trabajo, lo que sí se conoce es la estructura formal del modo de producción, mutatis mutandis materializado en la perpetuación de las relaciones de producción en que se concreta –sí, reaparece el viejo Marx otra vez-. Como sean los nuevos puestos de trabajo se les da un ardite; bajo qué forma de relaciones de producción, en cambio, no. Eso sí es vital y es para lo que hay que preparar, no fuera el personal a rebotarse. Lo demás, manuales de «marxismo» con Groucho por nombre de pila.

Mientras tanto, algunos infelices dedican todos sus afanes a la conversión de las escuelas en espacios anticapitalistas y de, cómo no, diversidad; la propia de la globalización capitalista: la dilución social y la segmentación de clase mediante la particularización identitaria. De lo social a lo cultural, del socialismo al culturalismo étnico; tecnofeudalismo, éste es el recorrido.

La mejor manera de acabar con la idea de cualquier selección por criterios intelectuales y de capacidad es evitar que los que no interesan estén ni siquiera en condiciones de plantearlo como posibilidad, por doble partida: porque no se les haya preparado para estar en condiciones de aspirar a ello, y porque se hará desde el renovado sistema de castas. Todo envuelto con los algodones que sea menester, pero de sapere aude, de eso que se olviden: en la escuela no se les enseñará sino lo que se requerirá de ellos como perfil de salida, y si es poco o nada, pues ESO.

Lo único que la escuela tiene a mano para coadyuvar a un eventual cambio social y económico revolucionario que rompa la brecha de clase es la transmisión del conocimiento con el objetivo de formar generaciones más cultas en todos los sentidos del término, que sólo así podrán tener criterio propio y ser, por tanto, autónomas y críticas. Si, por el contrario, se apuesta por revolucionar la propia escuela renunciando o trivializando dicha transmisión, especialmente en aquellos que no la pueden recibir en ninguna otra parte, negocio redondo. Pero esto, se mire como se mire, del derecho o del revés, tiene por nombre agresión de clase, quienquiera que sea el que la lleve a cabo.

Y si esto no es lucha de clases, sólo será porque uno de los bandos se ha rendido con armas y bagajes. Ya lo dijo Warren Buffet, un tiburón de Wall Street: “Claro que hay lucha de clases, y es la mía, la clase de los ricos, la que la está librando, y la estamos ganando”.

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[1] Rosa Luxemburgo, La acumulación del capital (1913)


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

1 Comments

  • Ojo a las manos de los niños tullidos por la IA… Yo veo sonreír mucho a los del móvil, sobre todo si juegan, y estar más tristes a los de los tochos de libros, pero en fin…

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