Antoni Martí Monterde: “No es un buen momento para la figura del intelectual, pero la necesitamos”

Antoni Martí Monterde: “No es un buen momento para la figura del intelectual, pero la necesitamos”

Entrevista a Antoni Martí Monterde, autor de El falso cosmopolitismo

Antoni Martí Monterde: “No es un buen momento para la figura del intelectual, pero la necesitamos”

El escritor Antoni Martí Monterde / Foto: cortesía del autor

 

Andreu Navarra

 

Antoni Martí (Torís, 1968) es un hiperactivo de la cultura. Profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Barcelona, ​​acaba de publicar ‘El falso cosmopolitismo’ con el sello HyO, que ya había reeditado su monumental estudio ‘Poética del café. Un espacio de la modernidad literaria europea’ (2021). Autor de una impresionante cantidad de estudios y libros, repasamos con él sus últimas obras.

 

El falso cosmopolitismo: un libro difícil de definir. ¿Qué encontrará el lector en él?

Portada del libro

En primer lugar, más que difícil de definir creo que, por desgracia, es inusual encontrar libros con un planteamiento como éste, en nuestro contexto. En términos generales, como en el caso de Poética del Café, que también ha editado (reeditado, en este caso) HyO, se trata de un libro de Literatura Comparada, y de Historia Comparada de los Intelectuales. Pero para ser más concreto, es la historia intelectual de la Polémica del Meridiano, que comienza con el Editorial «Madrid, Meridiano intelectual de Hispanoamérica» ​​aparecido en abril de 1927 en La Gaceta Literaria, en el que Guillermo de Torre escribió, por ejemplo: «Frente a la imantación desviada de París, señalemos en nuestra geografía espiritual a Madrid como el más certero punto meridiano, como la más auténtica línea de intersección entre América y España. Madrid: punto convergente del hispanoamericanismo equilibrado, no limitativo, no coactivo, generoso y europeo, frente a París: reducto del latinismo estrecho, parcial, desdeñoso de todo lo que no gire en torno a su eje. Madrid: o la comprensión leal –una vez desaparecidos los recelos nuestros, contenidas las indiscreciones americanas– y la fraternidad desinteresada, frente a París: o la acogida marginal y la lenta captación neutralizadora…»

A partir de este editorial se desata una polémica transatlántica que dura décadas, con múltiples ramificaciones, y que se convierte en un eje que ilustra claramente una deriva nacionalista de los intelectuales españoles, que se arrastra hasta la actualidad: que la idea de Imperio debe resurgir. Por eso, la idea de Falso Cosmopolitismo es el concepto central que estudia el libro; y, además, tiene una extraña actualidad, ahora que existe un resurgimiento siniestro del Imperialismo español, y que muchos impostores intelectuales de Barcelona y Madrid se están sumando a él con entusiasmo. En las conclusiones del libro, subrayo un hecho que tiene varios protagonistas: «Les esperan premios Cervantes, Princesa de Asturias y sillones en la Real Academia Española de la Lengua; y esto es así desde hace casi un siglo. La unidad de España, como valor absoluto —tal y como explica Antoni Simón Tarrés en un libro publicado en la editorial Afers el año pasado— es una inversión a corto, medio y largo plazo».

¿Cómo llegaste a Guillermo de Torre? ¿Por qué te parece una importante figura?

Todos los viajes comienzan en una biblioteca, y también suelen terminar en una biblioteca. Cuando estudiaba Filología en Valencia, atrincherado en la biblioteca y en la cafetería leyendo autores que no estaban en el programa de ninguna asignatura me di cuenta de que los libros que más me interesaban tenían pie de imprenta en Buenos Aires. Empecé a desear ir, y pude hacerlo dos veces en 1996 y 1998. En Buenos Aires descubrí la verdadera vida de Café y, sobre todo, librerías de viejo como La Librería del Colegio, justo al lado de mi hotel y de la Plaza de Mayo, creada por Antoni López Llausàs, el fundador de la Librería Catalonia, que, como muchos intelectuales catalanes, se había exiliado en Argentina. En los estantes de aquella librería encontré a muchos de mis autores predilectos, en ediciones de Losada, Sudamericana, Sur, Emecé, entre otras muchas que no conocía, que estaban allí, quizás desde el día en que llegaron como novedades; era como si estuvieran esperándome.

“Todos los viajes comienzan en una biblioteca, y también suelen terminar en una biblioteca”

Guillermo de Torre era uno de los editores de Losada, un autor de un libro que había encontrado en una librería de viejo de Valencia, poco antes de irme de mi ciudad —el 22 de septiembre de 1995, tengo por costumbre firmar y datar los libros cuando los compro—; ya en Barcelona, ​​precisamente mientras intentaba realizar una tesis doctoral sobre J. V. Foix, encontré Apollinaire y las teorías del Cubismo (1967). Una vez en Buenos Aires y, sobre todo en la Librería Ross de Rosario, encuentro más libros suyos: Tríptico del Sacrificio (1948) La aventura y el orden (1941) y Problemática de la Literatura (1951). Todo esto era sólo un momento de euforia que se convirtió en una maleta llena de libros que, al llegar a Barcelona empezó a asearse en forma de un estante doble: por un lado, libros de autores europeos que, en algún momento de su vida, habían pasado por Argentina: María Zambrano, Rosa Chacel, Rafael Albertí, María Tersea León, Witold Gombrowiz, Ramón Gómez de la Serna; casi todos adquiridos en esos dos viajes de 1996 y 1998; y al otro lado, escritores de Café; porque mi descubrimiento de los Cafés europeos fue en la Avenida de Mayo, de Buenos Aires, al abrir la puerta del Café Tortoni.

Todo ello acabó en un libro, L’erosió. De esos dos viajes surgió también Poética del Café.

Te preguntaré por tres protagonistas de tus ensayos: Joan Fuster, Josep Pla y Ramón Gómez de la Serna; ¿qué significan para ti?

Empecemos por Ramón, un gran escritor de Café, que definió el Café —siempre escrito con Mayúscula diga lo que diga la Real Academia de la Lengua— como institución; yo también me considero un hombre de Café, y todo lo que pueda decir sobre ellos, ya lo ha dicho mucho mejor el autor de Pombo. Pero todo el mundo tiene una imagen demasiado tópica de Gómez de la Serna, asociada a la risa, la frivolidad y, sobre todo en las Greguerías, en cambio fue un escritor muy serio, fue un precursor bastante incomprendido de las vanguardias en España, en la década de los años 10. Sobre todo, era un hombre de Café; sus primeras autobiografías son, en realidad, Pombo (1918) y La Sagrada Cripta de Pombo (1924), es decir, la historia del Café en la que animó una de las tertulias literarias más importantes de Europa. Yo todavía no había leído a los autores vieneses de Café, por lo que marcó el tono de cafeína de mi escritura. Ahora bien Ramón, el autor de Ramonismo -lo que autoriza a nombrarlo sin los apellidos-, fue también un sujeto trágico; exiliado en 1936, porque no sabía cuál de los dos bandos iría a matarle, se instaló en Buenos Aires «como si fuera para siempre», sin saber que, efectivamente, no volvería a vivir en Madrid. El título de su única autobiografía explícita es un mensaje claro: Automoribundia, escrita en Buenos Aires y publicada en 1948. Un libro exhaustivo, agotador y, a veces, desolador, como los últimos que publicó poco antes de su muerte: Cartas a las Golondrinas de 1949 y Cartas a mí mismo, de 1956. Dos libros terribles, que anuncian su muerte casi de inanición. Es un escritor que hay que releer en esta doble clave: como un gran escritor de Café, un innovador en las letras europeas, y como un escritor de biografías y autobiografías que trasiegan la literatura del yo.

A Joan Fuster y Josep Pla, y a la lengua y la literatura catalana, llego prácticamente a la vez, pero antes debo hablar J. V. Foix, que fue mi entrada no sólo en la literatura catalana, sino también un punto de inflexión en la mi vida, cambio de lengua literaria y mentalidad política incluidos.

Como expliqué en Paper de Vidre, hace algunos años, en la sección «El recuperado» propuse a Tina Vallés «L’Estació». Aquel poema no sólo fue el primero que leí de J. V. Foix; también fue el primero que leía en catalán. En los años noventa del siglo pasado yo era un joven estudiante de Filología, castellanohablante, y no entendí absolutamente nada. No sólo era una dificultad lingüística. Lo leí en la edición facsímil reducida publicada en la revista Poesia, en 1985. Fue una suerte leer a Foix, por primera vez, en la tipografía Bodoni, que Jaume Vallcorba supo respetar. Para mí fue un golpe, un seísmo de tal magnitud que cambié de lengua, y empecé a leer y escribir en catalán. Cuando ya hablaba y escribía un catalán un poco aceptable —aunque mis amigos valencianos, y, más tarde, también los barceloneses, me decían que yo, en realidad, hablaba raro: en foixiano, y no se me entendía en absoluto—, seguía sin comprender lo que me decía aquel escrito; pero me seguía cautivando. Incluso empecé una Tesis Doctoral para contármelo. Todo era inútil: el día que encontré a Foix fue un punto de no retorno; como si hubiera derribado la pared de Tocant a mà. Era el 26 de febrero de 1994, según la firma de ese día; y, a pesar de haber escrito un libro sobre su obra, todavía tengo la sensación de que sigo sin llegar a captar todo lo que me debe decir. Y así será, imagino, hasta mi desaparición total, entre un cielo de humo y niebla, seguramente bajo la doble vuelta de la Estación de Francia, que para mí es L’Estació.

Entonces dediqué todo un año a escribir un trabajo voluntario para la asignatura Literatura Catalana Medieval, sobre Foix y sus referentes más antiguos. Me salió el embrión de mi primer libro J. V. Foix o la solitud de l’escriptura, pero también una decisión personal. Sería un escritor catalán. Entonces quería escribir poesía, pero, quizá por esa probatura, cada vez fui decantándome más hacia el ensayo, y después el dietario.

En este punto, fue determinante la lectura de Joan Fuster, también en cuanto a mi forma de estudiar la literatura.

Fuster fue para mí un gran profesor de lectura comparada; es un gran comparatista; al leer a Fuster descubrí a Michel de Montaigne, Erasmo, Voltaire, Paul Valèry, Jean-Paul Sartre, Albert Camus, entre otros muchos que incluyen a Josep Pla. Y aprender mucho, leyéndolo: gracias a sus Diarios empecé a escribir, y la lectura —inducida por él— de Josep Pla, me confirmó esta práctica diaria. Curiosamente, no empecé a leer Fuster por Nosaltres, els valencians, como suele ser habitual, sino por Les Originalitats, que no es el primer libro que publicó —que fue El descrèdit de la realidat, de 1955, pero seguramente sí el primero que escribió. Se publicó en 1956, y contiene en la introducción y la primera parte, toda una teoría del ensayo, con reflexiones que enlazan también con la poética de la prosa de Josep Pla. En 1998 escribí una introducción para una edición escolar. Pero un año antes presenté una comunicación sobre Joan Fuster en el congreso del centenario de Josep Pla, que tuvo lugar en Girona: Josep Pla, memòria y escriptura, mi papel llevaba como título «Josep Pla i Joan Fuster: la construcció de l’assaig català contemporani», fue el primero que publicaba sobre ambos.

“El día que gané el Premio Joan Fuster con un libro sobre Josep Pla, aparte de ser inmensamente feliz, entendí que había cerrado un círculo literario que me había hecho como soy”

Evidentemente, lo primero que leí de Fuster sobre Pla fue su Introducción a la Obra Completa que encabeza El quadern gris. La lectura del inmenso Diari de Josep Pla y posteriormente de otros volúmenes de su obra —robé, de forma involuntaria, el volumen XII, Notes disperses, de la biblioteca de la Facultad de Filología de la Universidad de Valencia— fue también inducido por Fuster, lo confieso y lo cuento en mi libro sobre Fuster publicado en Afers—. Poco después descubrí Madrid. Un dietario (1929), que también me cautivó por la forma en que unas crónicas periodísticas podían convertirse en tan literarias; en 1998 publiqué en el catálogo de una exposición del CCCB un texto sobre este libro: «Diaris de dia, diaris de nit. Madrid segons Josep Pla», era el primero que escribía sólo sobre Josep Pla, y fue el origen de mi curiosidad por sus libros de viaje y reportajes, y años más tarde se convirtió en el embrión de París, Madrid , Nueva York. Les ciutats de lluny de Josep Pla, que ganó el Premio Joan Fuster de Ensayo, en 2018. Mientras lo estaba escribiendo, como entonces vivía en Girona, muchos domingos iba a pasear por Palafrugell y revisaba el borrador en el Casino Fraternal, que es uno de mis Cafés predilectos. El día que gané el Premio Joan Fuster con un libro sobre Josep Pla, aparte de ser inmensamente feliz, entendí que había cerrado un círculo literario que me había hecho como soy.

Antonio: ¿qué demonios es un ensayo?

Tal y como decía Joan Fuster, «El ensayo perfecto sería aquel que constara de una sola palabra. De la palabra «ensayo» sólo por ejemplo». En la etimología de esta palabra, hay encriptada toda una batería de definiciones que, caleidoscópicamente, redondean la respuesta a la pregunta. Jean Starobinski le ha dedicado una reflexión importante: Conocido en francés desde el siglo XVII, proveniente del bajo latín exagium, deriva, pues, del verbo exagiare, que significa pesar. Junto a este término encontramos examen: aguja, fiel de la balanza para poner a examen. ¿La medalla de Montaigne, junto a la mítica interrogación que sais-je? mostraba una balanza. Pero todavía remite examen a essaim, al enjambre de abejas, al grupo de pájaros, a la dispersión ligada todavía por la inherente voluntad de integración, para hacer posible el impulso, el vuelo. Pero la etimología también, o, sobre todo, remite a exigo, exigir, sacar, extraer, atrapar. Y en las tierras de Montaigne, al sur, al gascón, es donde se origina el sentido de prouver, éprouver. De ahí que, como concluye Jean Starobinski, essai implica la pesée exigente, el examen attentif, pero también el essaim verbal en el que se intenta, con el vuelo de la palabra, la mise à l’épreuve, una búsqueda de la preuve. «El ensayo es esto, una probatura. Una probatura que ha tenido algún resultado positivo», escribe Fuster en el prólogo de Les Originalitats. Por otra parte, el maestro de todos los ensayistas, Michel de Montaigne, marcó la línea más clara: “Con mi opinión pretendo dar la medida de mi visión, no la medida de las cosas”.

“El ensayo es la escritura del demonio; es decir, de quien se atreve a decir no cuando todo el mundo dice sí”

Sin embargo, para resumir de manera muy concreta, el ensayo es la escritura del demonio; es decir, de quien se atreve a decir no cuando todo el mundo dice sí. Joan Fuster apunta que la fortaleza de una cultura está en función de la inteligencia del demonio. Un ensayo podría definirse como esta manera de mirar la realidad por escrito, a contrapelo, como hace Walter Benjamin con la historia, y contarla, explicándose uno mismo.

¿Y el Cosmopolitismo? Quiero decir el de verdad.

El Cosmopolitismo tiene varios orígenes, todos ellos muy clásicos e interesantes; pero es un concepto que, como el de ciudadano del mundo, ha quedado erosionado por su uso y abuso. En nuestro presente, cuando alguien se autoproclama ciudadano del mundo, inmediatamente hay que sospechar que, detrás hay un nacionalista que intenta imponer su visión particular del mundo a otro con el que tiene una disputa nacional —recordemos el manifiesto fundacional de Foro Babel o de Ciudadanos—.

Hay personas cosmopolitas, ciudades cosmopolitas, sociedades cosmopolitas, pero para mí, el verdadero cosmopolitismo debe ser intelectual y literario: una conciliación de los principios ilustrados con los románticos. Por un lado, el racionalismo es un compromiso universal para todo el mundo, pero esto no quiere decir que todo el mundo tenga que pensar lo mismo; cada individuo, cada cultura, tiene una aportación insustituible a realizar al conjunto de la humanidad, y en este sentido, es cosmopolita. Un verdadero cosmopolita debería encontrarse como en casa en cualquier sitio, leer como suya cualquier literatura, y respetar el derecho de hospitalidad a cualquier persona. Tal y como aconseja Yves Charles Zarka, es necesario refundar el cosmopolitismo en la época de la globalización sobre unas bases filosóficas sólidas pero no ensimismadas, y en este sentido encuentro muy acertada la formulación de Pierre Bourdieu: necesitamos también un universalismo intelectual.

“Hay personas cosmopolitas, ciudades cosmopolitas, sociedades cosmopolitas, pero para mí, el verdadero cosmopolitismo debe ser intelectual y literario”

¿Cómo definirías un “intelectual” en el mundo de hoy?

No es un buen momento para la figura del intelectual, pero la necesitamos. El intelectual, desde el siglo XVIII, es una persona de letras que, con su obra, crea el espacio público; ya en el siglo XIX, precisamente por el prestigio alcanzado gracias a su obra literaria, interviene en el espacio público con una autoridad moral, se hace escuchar, leer, para denunciar las falsedades y callejones sin salida que la propia sociedad construye: pone la verdad en marcha, en la fórmula clásica de Zola. Esto es el pensamiento crítico, que es lo que debe caracterizar al intelectual. Debe decir las verdades incómodas, lidiar con su única arma, la palabra, para movilizar a sus conciudadanos. Pero no de forma panfletaria y dogmática, como en ocasiones han hecho algunos, sino con textos inteligentes. Sus escritos deberían ser máquinas de pensar, es decir, hacer pensar.

“La figura del escritor no tiene ya el peso en el espacio público que tenía hace un siglo. Sin embargo, necesitamos la actitud intelectual”

En estos momentos en los que parece que todo vale aunque no sirva de nada, los necesitamos mucho; pero la figura del escritor no tiene ya el peso en el espacio público que tenía hace un siglo. Sin embargo, necesitamos la actitud intelectual, precisamente para evitar la disolución de la sociedad en la nada. Una forma de hacerlo es releer a Josep Pla y a Joan Fuster: Pla, en una autoentrevista publicada en la Revista de Catalunya en 1927, escribió: «todo intelectual, cuando se ha hablado de todo, es siempre, por definición, un creador de libertad. Y bueno, la libertad se crea siendo libre»; Fuster desarrolla esta idea en sus Diarios, en 1956: «(…) libertad. El hombre de letras actual nunca ha dejado de pensar en ella. (…) Sólo si tiene garantizada su libertad —interior, exterior— el hombre de letras se cree en posibilidad de seguir siendo hombre de letras. (…) El hombre de letras actual no es, ni se siente, ni se quiere extraño a las cuestiones vitales de su mundo: sobre ellas tiene una visión, en ellas participa e influye sobre ellas en la medida en que le está permitido. Y, en realidad, no concibe su literatura desconectada de las conclusiones a las que, en este aspecto, ha llegado. Literatura y —dispensadme la insuficiencia de léxico— opinión son una sola e indiscernible entidad, en sus cálculos. La libertad, de la que tan celoso está, le es radicalmente necesaria: sin libertad no hay para él posibilidad de responsabilizarse ante los problemas ni hay posibilidad de literatura». Quizás no somos suficientemente conscientes de que, ante el ascenso del fascismo en Europa, y en nuestro país, aunque no haya grandes figuras intelectuales, todas deberíamos retomar su actitud de forma colectiva. Tal y como pidió a los alemanes Víctor Klemperer justo después de la caída del nazismo, debemos restaurar la inteligencia, «debemos convertirnos en un pueblo de intelectuales». Tal y como están las cosas, debemos escribir en legítima defensa.

Cuéntanos tu fijación por Stefan Zweig.

Tiene que ver, precisamente, con el descubrimiento del Café. Una vez empecé leer, en esa clave, la literatura europea, Stefan Zweig se me apareció como una figura clave. Primero leí sus memorias, donde esta frase me pareció definir mi ideal de vida, anacrónicamente:

“La mejor academia para informarnos de todas las novedades era el Café”.

Para entenderlo hay que saber que el café vienés es una institución muy especial que no se puede comparar con ninguna otra similar de todo el mundo. De hecho, es una especie de club democrático, abierto a todo el mundo que quiera una taza de café a buen precio, donde cualquier cliente, por esta pequeña contribución, puede sentarse durante horas, conversando, escribiendo, jugando a cartas, recibir el correo y, sobre todo, consumir una cantidad ilimitada de periódicos y revistas. En un café de categoría de Viena estaban a disposición del público todos los periódicos de Viena y no sólo de Viena, sino todos los del Imperio Alemán, los franceses, los ingleses, los italianos y los americanos, además de todas las revistas literarias y artísticas importantes del mundo. (…) nada ha contribuido tanto a la soltura intelectual ya la orientación internacional de Austria como el hecho de que en el café uno podía informarse de todos los acontecimientos del mundo y al mismo tiempo hablar del círculo de amigos”.

“Leer todo Zweig puede mostrarnos la complejidad europea, y comprender su suicidio como europeo, en el exilio”

En 2005 publiqué un primer ensayo breve sobre literatura y Café en la revista L’Espill, «El solatge de la modernitat»; pero la investigación todavía no estaba suficientemente madura. Seguí leyendo, buscando y revolviendo; iba leyendo y releyendo las novelas que le habían convertido en un clásico, pero también biografías, ensayos y relatos breves. Descubrí «El librero Mendel», un relato de 1929 que me fascinó aún más que las memorias, y que leí, precisamente, como el negativo de la imagen que presentaba El mundo de ayer». Dos años más tarde publiqué Poética del Café, con un capítulo de 100 páginas sobre Zweig. En esas páginas ya apuntaba cierta sospecha, a la que me habían conducido las lecturas de Karl Kraus, Robert Musil, Edward Timms y Claudio Magris, entre otras. Y esto me decidió a profundizar en la investigación, buscando traducciones al francés de sus ensayos, Diarios y correspondencia, que misteriosamente no se habían publicado en nuestro país, a pesar del boom editorial y el éxito de lectores; impulsé, en Edicions de l’Ela Geminada, la traducción al catalán de los artículos que publicó en la prensa vienesa en los primeros momentos de la Gran Guerra, que desmentían la versión serena y pacifista de las memorias; y también la publicación en catalán de Petita Crònica, que incluye El librero Mendel. Con todo ello traducido, pude escribir la versión catalana de esas 100 páginas, completadas con nuevos hallazgos, y apareció Stefan Zweig. Los suicidios de Europa. Curiosamente, mis publicaciones sobre Stefan Zweig pueden parecer muy severas con su figura; pero en realidad, están escritas desde la más profunda admiración por un gran escritor europeo, pero de quien debemos leer toda su obra, no limitarnos a las novelitas perfectas pero azucaradas. Leer todo Zweig puede mostrarnos la complejidad europea, y comprender su suicidio como europeo, en el exilio. Si simplificamos su lectura, su muerte y su obra no habrán servido para nada.

Han pasado treinta años desde que ganaras el premio Guerau de Liost de poesía con tu libro Els vianants (1995). ¿Cómo era ese Antoni Martí poeta? ¿Por qué ese interés tan sostenido por las ciudades y sus paisajes?

En los años 90 del siglo pasado (!) yo pretendía ser poeta; primero en castellano, en el instituto, después, ya en la Universidad, la influencia de Foix, las clases de Jaume Pérez Montaner… Estaba rodeado de grandes poetas: el propio Pérez Montaner, Isabel Robles, Ramon Guillem, Xúlio Ricardo Trigo, Ramon Ramon, Joan Elies Adell y todo el grupo de La Forest d’Arana: Begoña Mequita, Manel Rodríguez Castelló, y muchos otros, que sí han continuado haciendo versos. Quizás yo quería ser poeta, pero la poesía no quería estar en mí, salvo en texturas poéticas de mis dietarios o ensayos, como observó con ironía y perspicacia Ramon Guillem en la presentación en Valencia de L’home impacient. Creo que, salvando las distancias, me ocurrió lo mismo que a Joan Fuster —seguramente por su influencia—; pasé de la poesía a los diarios y al ensayo, y perdón por la redundancia. De ese libro sólo salvaría el título que, como dices, apunta hacia una preocupación por la manera de andar por la ciudad, marcada ya por la lectura de Charles Baudelaire y Walter Benjamin. Esto es lo que queda de aquel poeta joven y guapo, ahora sólo soy guapo…y prosista.

¿Cómo ves el futuro de la Teoría de la Literatura Comparada? ¿Crees que nos devorarán los robots?

La Teoría de la Literatura significó un cambio en la forma de estudiar los textos. Había que superar la historia literaria biografista y positivista, concentrarse en el texto mismo, no para buscar encriptada la intención del autor o la documentación de la época y entorno en el que vivió -metodología predominante todavía hoy en las filologías-, sino para poner el texto en movimiento, construir sentido en cada lectura y relectura. La literatura comparada ayuda por su voluntad de poner en relación una infinitud de lecturas que no coinciden ni con las fronteras políticas o lingüísticas ni con las de las disciplinas; el comparatismo no puede limitarse a establecer relaciones entre dos obras de lenguas distintas; también es comparatismo relacionar la literatura con la historia, el derecho, la filosofía, etc. Es una forma de mirar la literatura de manera más amplia y compleja. De hecho, los grandes comparatistas han sido siempre los escritores, con una actitud que desde Goethe llamamos Weltliteratur, una idea que, por cierto, en el 2027 cumplirá dos siglos, y que es todavía hoy el fondo de valores e ideales de la literatura comparada: una contribución de la literatura por un porvenir más pacífico.

“Una computadora puede disponer del repertorio de palabras, pero será insuficiente, porque la verdadera inteligencia, la natural, piensa con palabras (logos), las relaciona con la sensibilidad, que nunca será el resultado de un algoritmo”

Todo esto no puede hacerlo la inteligencia artificial. Una computadora puede disponer del repertorio de palabras, pero será insuficiente, porque la verdadera inteligencia, la natural, piensa con palabras (logos), las relaciona con la sensibilidad, que nunca será el resultado de un algoritmo. Se han realizado experimentos sobre poesía y combinatoria, curiosos, pero un ordenador sólo llegará al infinito por la combustión del diccionario. En cambio, el infinito lo encontramos en un solo verso de Paul Valéry, y la libertad en uno de Paul Éluard. Esta forma de escribir-leyendo es insuperable. Y lo mismo puede decirse de la insensata y mediocre idea de sustituir los libros por ordenadores portátiles en las escuelas, que está produciendo una tragedia que, si no se rectifica, arrastraremos décadas.

¿Qué era La erosión (2021)? ¿Una novela? ¿Una crónica de viajes? ¿Una reflexión sobre el tiempo? ¿Cómo ves a esta Argentina de hoy?

L’erosió es, de todos mis libros, el que más quiero. Pero tal y como sugiere tu pregunta, no tuvo una vida fácil. Entre 1996 y 1998, llevaba siempre un cuaderno y un bolígrafo en el bolsillo, escribía un dietario; y en agosto de estos dos años fui a Argentina a dar clase. Una vez transcritos, las páginas que transcurrían a Argentina mostraban una intensidad especial, tanta que decidí desarrollarlas por separado, y al regresar de Buenos Aires dejé de escribir dietarios.

El libro, en su primera edición, salió en el 2001 en una nueva colección de Edicions 62 llamada No Ficció, por una decisión editorial que nunca llegué a comprender: «Las ficciones, y yo vivo ficciones, ¿hacen esclava la mente o son sus caminos celestes?», había escrito J. V. Foix. No sé exactamente en qué estante debía ponerse L’erosió: ¿Ensayo? ¿Literatura de viajes? ¿Novela? ¿Diarios? ¿Memorias? La etiqueta anglosajona de Non Fiction, calcada irreflexivamente por aquí, siempre me ha parecido de mentalidad estrecha y reduccionista, de editores que sólo piensan en nichos de mercado. Poner libros en un nicho… me parece que es matarlos.

¿Autoficción? No lo sé, pero me duele un poco que ahora que tanto se habla de esto nadie mencione L’erosió como un posible precedente, en la literatura de nuestro cambio de siglo, de un fenómeno literario que parece que ahora se ha puesto de moda. En el libro hay muchas anotaciones que son inverosímiles pero que me acontecieron en la vida real, y hay otras que son, sencillamente, recuerdos inventados, cosas que nunca me pasaron, pero que me pasan en el libro. Mientras lo estaba escribiendo, todos los domingos bajaba a la Rambla a comprar La Nación y Clarín, los dos periódicos argentinos de referencia, para forzar con la lectura la memoria involuntaria.

La erosión era, en 2001, un libro extraño que tuvo una acogida también bastante extraña: algunas reseñas reacias -se da la circunstancia de que fue reseñado dos veces en el mismo periódico, una de manera elogiosa, la otra con reproches-, alguna entusiasta de Jordi Sebastià en El Temps, otra decididamente criminal en el Cuaderno de El País, donde también apareció un artículo con frialdad calculada pero amable, y una muy acertada del añorado ensayista valenciano Josep Iborra. Cabe decir que el eco que obtuvo fue casi siempre por el interés y generosidad de los diferentes críticos literarios, ya que la editorial no hizo ningún esfuerzo por dar un poco de difusión al libro ni a la colección, que desapareció tan repentinamente como había sido creada. Fue una lástima: allí aparecieron otros libros que, al menos, me parecieron interesantes: Camins de quietud, de Maria Barbal, Cent dies del Mil·leni, de Valentí Puig, una reedición del impresionante e imprescindible Els catalans als Camps Nazis, de Montserrat Roig, Petita Crònica d’un Professor de Secundària, de Toni Sala, L’harem occidental, de Fatema Mernissi, algunos títulos de divulgación histórica o de actualidad política… Y poco más. A los cinco años, todo fue guillotinado: las noches en blanco de los escritores, la tarea incansable de los traductores, la memoria de los campos de exterminio, el paisaje de la Franja, y mis paseos por Buenos Aires (y por Rosario, que había sido borrada de la cubierta); todo se convirtió en pasta de papel y en un capítulo más de la aventura y desventura del libro catalán.

Quizás sencillamente deba leerse como un libro. Creo que, en aquel año 2001 era un libro bastante inusual, que aparecía sin contexto; la obra de W. G. Sebald acababa de publicarse en Barcelona y aún no era más que un autor de culto para iniciados; encima, al parecer una prestigiosa editorial lo rechazó por consejo de un catedrático terco.

Hacia 2018, intervino de forma providencial Ramon Ramon. Mi amigo, que había leído la primera edición de L’erosió, me escribió un e-mail que me sacó del amodorramiento, hecho de tinta de impresora y hojas encuadernadas. En el Asunto, había escrito: «L’erosió es bella y sólida»; y el contenido de aquel correo parecía más a una epístola moral que uno de los trámites para los que se inventaron estos buzones electrónicos. Ramon es, además de un gran poeta, uno de los mejores escritores de dietarios que tenemos en la literatura catalana, y uno de los lectores que más profundamente había leído ese libro en su momento. Y, además de comentarios sobre la idea de fuga, la soledad y la literatura, me insistía en dos cosas fundamentales: que aquel libro debía ser traducido necesariamente al castellano -o al español de Argentina-, que los argentinos habían saber la obra tan bella y profunda que, en definitiva, les había dedicado; y que sin embargo, habría que pisar muy fuerte para que L’erosió volviera a circular entre el lector catalán. Entusiasmado, en pocas semanas terminé la traducción al castellano, que había empezado a ratos muertos, aprovechando con el ordenador portátil las horas que me regalaba cada día Renfe con sus retrasos.

Fotografia: Núriaas Sendra

Leí aquella carta informática poco antes de emprender otra huida, en este caso hacia Canfranc -una estación fronteriza abandonada en medio del Pirineo de Huesca que visito, si puedo, dos veces al año, una en verano y otra en invierno, sobre todo para ver cómo evolucionan las obras que se realizan para restablecer la circulación ferroviaria internacional, con la impaciencia de poder tomar un tren directo a Toulouse algún día-. Lleno de entusiasmo, inmediatamente después de leer las palabras de mi amigo escribí un e-mail a una editorial que admiro profundamente: Minúscula; reconozco que lo hice como quien arroja una botella al mar, a través de la dirección genérica que figuraba como contacto administrativo en su web. El contenido de mi correo era un breve y tímido saludo y en documento adjunto un libro: La erosión. Al cabo de unos días, cuando ya estaba en ese transatlántico naufragado en la montaña, recibí la respuesta directamente de la editora: Valeria Bergalli, que no sólo se mostraba interesada por publicarlo, sino también en hacer una nueva edición de la versión original. Mis gritos de alegría se escucharon desde Teruel. Al día siguiente empecé a caminar hacia el norte, pasé unos días en Toulouse, pero no era otra huida: al tomar el tren de vuelta me sentía por primera vez en mucho tiempo, con ganas de llegar a Girona para revisar ambas versiones. El día que me reuní con Valeria Bergalli, todo quedaba atado de manera irónica: la sede de la editorial se encuentra en, precisamente, la Avenida República Argentina, y podemos añadir que ella misma es ítalo-germánica-argentina. Es decir: una gran lectora europea, convertida en una de las mejores editoras del país con una editorial que arrancó en 1999, justo cuando yo redactaba la versión definitiva de un libro—que veinte años no se nada—, ahora está en su catálogo. Otro círculo cerrado.

Veinte años después, cuando aparece en Minúscula, todo era diferente. El contexto había integrado a Sebald como un punto de inflexión en la literatura europea, Claudio Magris, había consolidado a su público catalán europeísta, autores latinoamericanos como Ricardo Piglia y Sergio Pitol —que ya habían hecho su camino a Argentina— se reeditaban en Barcelona y eran reivindicados por Enrique Vila-Matas, que había encontrado al fin el éxito que se le había negado en los años ochenta, con Bartleby y compañía. Incluso Macedonio Fernández empezaba a ser nombrado.

“La Argentina actual, sigue un poco como siempre: es un país maravilloso, con una capital fascinante -¿una gran ciudad europea equivocada de continente?”

Hoy La erosión vuelve a estar en las librerías, acompañado de La erosión con la cubierta que siempre soñé, una perspectiva de la Avenida Santa Fe de Buenos Aires, por donde paseaba a menudo camino del edificio Kavanagh que se ve en horizonte y de la Estación de Retiro, fotografiada por Horacio Coppola. No cambié nada, a pesar de las posibles tentaciones previsibles. Pero como alguien dudará de esta afirmación, puedo señalar un apunte que, pensado en 1998, se quedó sin redactar, y que pensé de nuevo en la traducción castellana, en un gesto inequívocamente planiano. Se trata de una breve reflexión sobre unas manchas siniestras en el plano de Buenos Aires descubiertas poco antes de ir al Aeropuerto. Ésta, un error geográfico corregido y alguna errata enmendada son las únicas variantes que se encontrarán.

Ahora bien. En mi espíritu sí que han cambiado muchas cosas, en lo que se refiere a este libro. Volver a verlo en las librerías, las reacciones que ha habido en Twitter, por ejemplo, las entrevistas que me han hecho algunas periodistas inteligentísimas y buenas escritoras, y, por supuesto, la amable tertulia el día de la presentación , vienen a resarcirme de los trances pasados ​​cuando La erosión iba en busca de un editor imposible, hace dos décadas.

Por lo que se refiere a la Argentina actual, sigue un poco como siempre: es un país maravilloso, con una capital fascinante -¿una gran ciudad europea equivocada de continente?- pero que se hace la vida imposible cada dos décadas. El Peronismo, las dictaduras, Menem… Ahora, con Milei, es un poco de todo, pero con estertores de ridículo.

¿Qué estás tramando o pensando ahora mismo?

Ahora mismo estoy respondiendo a una entrevista muy inteligente. Pero si me preguntas por libros a punto de publicarse, tengo tres. Uno sobre Walter Benjamin, Marcel Proust y Ramon Gómez de la Serna que ganó el último premio internacional Walter Benjamin; otro, de reflexiones ferroviarias sobre Canfranc y Portbou, dos lugares a los que voy muy a menudo, sobre todo a pensar en Europa, y en mí mismo. Y también una recopilación de ensayos míos desde los años 90 hasta 2021, la mayor parte de ellos aparecidos en la Revista L’Espill, que es donde he crecido como ensayista: llevará como título L’Estació del Nord, y tendrá en la cubierta una imagen de esa estación, muy importante en mi vida, un detalle que me hace mucha ilusión.

Recomiéndanos narrativa catalana actual…

En narrativa, en el sentido extenso de la palabra, no sólo limitado a la novela clásica, creo que estamos en un momento muy importante. De entrada, hemos tenido la inmensa suerte de ser contemporáneos de Josep Palàcios. La lectura de sus libros, editados y reescritos permanentemente en el último medio siglo, es un auténtico monumento. Reunidos en La Imagen, yo destacaría, por separado, las tres versiones de AlfaBet y El Laberint i les nostres ombres en el mur.

“Las novelas de Joan Benesiu son dos libros europeos de una dimensión que todavía hará pensar durante décadas; también los libros de Francesc Serés”

Las novelas de Joan Benesiu son dos libros europeos de una dimensión que todavía hará pensar durante décadas; también los libros de Francesc Serés, especialmente La pell de la Frontera y la trilogía De fems i de marbres, perdurarán. También quisiera reivindicar dos libros de Salvador Company que habría que releer: Los relatos de Lawn Tennis —que incluye uno de los mejores cuentos sobre la posguerra— y Silenci de Plom, un artefacto narrativo de los más complejos e interesantes que han dado los escritores catalanes en el comienzo de siglo. En dietarios, los de Feliu Formosa serán absolutamente perdurables, y marcó un camino que ha seguido, por ejemplo Ramon Ramon, que es el mejor escritor de dietarios y poeta de lo que podríamos llamar mi generación, si tal cosa existe.

¿Tienes algún filólogo de cabecera? ¿Quién reivindicarías como maestro?

Filólogo de cabecera, en realidad, ninguno. Ahora, para mí, Erich Auerbach es el filólogo romanista alemán —y, por tanto, Comparatista— más importante del siglo XX, y una lectura determinante en mi formación crítica; no sólo por Mímesi, sino por grandes ensayos breves, como Filología de la Weltliteratur, de 1952, que es todo un manifiesto sobre el futuro de la Literatura Comparada, donde subrayé una frase clave: «Si la humanidad quiere salir indemne de las sacudidas que comporta un proceso de concentración tan potente, tan vertiginosamente rápido e internamente tan mal preparado, deberemos acostumbrarnos a la idea de que en una Tierra organizada de manera uniforme, sólo quedará viva una sola cultura literaria o, incluso, en un tiempo relativamente breve, tan sólo quedarán algunas lenguas literarias, pronto quizás sólo una. Y si así fuere, la idea de la Weltliteratur se vería realizada y destruida a la vez». Considero estas palabras suyas como un imperativo categórico para la Literatura Comparada.

Entre los catalanes contemporáneos, tuve la inmensa suerte de tener a Jaume Pérez Montaner como profesor de literatura catalana contemporánea y maestro de poesía; todavía conservo las ediciones de Nabí de Josep Carner y de las Elegies de Bierville, de Carles Riba con los subrayados que hice en sus clases, que después continuaban tomando un café.


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

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