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- 2 de diciembre de 2025
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El platonismo del sistema educativo

Imagen: James Joyce – Pixabay

Dudo que el sistema educativo haya estado nunca tan enfermo de platonismo como ahora. Esto puede resultar paradójico si tenemos en cuenta que también vivimos en una especie de edad dorada del empiriocriticismo positivista. Por todas partes se reivindica el presunto fundamento científico de los planes educativos, más preocupados en cómo las “evidencias” nos dicen supuestamente cómo se aprende que en lo que efectivamente hay que aprender. ¿Por qué todos los alumnos tienen que saber lo mismo –nos pregunta el pedagogo– si no todas las personas tienen los mismos intereses? Hagamos, pues, acopio de unas cuantas metodologías y asegurémonos de que nuestros alumnos y alumnas aprenden “bien”, con independencia de qué sea lo que (presuntamente) aprenden tan “bien”.
El resultado de esta mentalidad es una práctica que está abocada a despreciar los contenidos para centrarse solo en las formas. No se trata de si, de hecho, se sigue enseñando “algo”. Es evidente que todo enseñar es enseñar “algo”, que una cosa tal como “aprender a aprender” es una ficción redundante y ridícula; pues todo aprender no tiene otra finalidad más que la de seguir aprendiendo. Y esto es especialmente innegable cuando nos referimos a la enseñanza básica.
La cuestión de los contenidos, por lo tanto, es necesariamente otra: se trata de algo que, en términos de Kant, no se entiende bien por referencia a los intereses de nuestras prácticas (en este caso educativas, pues se trata de lo que hacemos como docentes), sino en relación con las máximas que dan sentido a nuestros actos. Y aquí es justamente donde se encuentra el platonismo de nuestro sistema educativo: en esta obsesión absurda por la forma, que solo presta atención al método, al instrumento, al objetivo, en detrimento de todo lo que tiene que ver con el contenido, la propia actividad e incluso el deseo.
Posiblemente sea en la evaluación donde podemos encontrar más claramente ejemplificada esta obsesión formalista. Eso a lo que los adalides del reformismo pedagógico llaman “evaluación” se ha convertido en la actualidad en una suerte de Doppelgänger, una especie de trasunto metafísico que, en la práctica, no se preocupa por nada que no sea la formalización exhaustiva del trabajo que el docente desempeña en su clase. Esto culmina en una perversión: la consecuencia (la justificación de lo hecho en clase) se confunde con la causa (causa formal, que habría dicho Aristóteles).
Tal es la importancia de reflejar todo lo que se hace, lo que se ha hecho y lo que se va a hacer –de que quede la más absoluta constancia de los cómo de ese presunto “proceso” al que con pedantería rimbombante llaman “proceso de enseñanza-aprendizaje”–, que a uno le asalta a veces la pregunta de si no sería más cómodo grabar directamente las clases. A fin de cuentas, no otro parece ser el ideal de la burocracia pedagógica, destinada a desgranar lo que podría estar supuesto y convertir de este modo en “dato” (y, por ende, en objetivo) cualquier posible indicio de la cada vez más sospechosa subjetividad del docente.
Nuestro hacer se ve, así, no solo dirigido a, sino también coaccionado por esa exigencia de objetividad que reduplica innecesariamente nuestro acontecer en dos ámbitos de realidad codependientes: por un lado, los hechos, el ser; por otro, su explicación, el deber ser. Como consecuencia, junto con el saber hemos eliminado de las aulas todo espacio a la subjetividad. Y, en esta apertura de nuestra experiencia a una ontología que multiplica por dos toda entidad, se observa hasta qué punto el pedagogo toma por verdadera realidad la “forma”, el deber ser, que es lo que se signa, consigna y sacraliza en la cada vez más ingente burocracia: la “idea” pedagógica, el método, el objetivo.
Lo que de facto se hace en el aula nunca es un “en sí” para el pedagogo, y por eso se asombra con arrogancia ante afirmaciones triviales como la de que “los exámenes solo evalúan la capacidad de hacer exámenes”. ¿Y qué otra cosa iban a evaluar? Aquí su respuesta a una pregunta que nadie le ha planteado: la “competencia” y el “perfil de salida”. ¿De qué otra manera iba a entender el neoplatónico pedagogista el proceso evaluativo, sino como el camino de aproximación a un supuesto ideal susceptible de ser estipulado de antemano?
Así, detrás del pretendido buenismo característico de las corrientes pedagógicas contemporáneas, lo que realmente hay es una cárcel de formalismo antisubjetivista, que no reconoce la existencia de nada que tenga que ver con el deseo del docente (por enseñar) ni del alumno (por aprender). Igual que para San Agustín no existía el mal, sino que nuestros actos nos acercaban en mayor o menor medida a la divina Verdad, así para el pedagogo no hay “malos” alumnos, sino más o menos alejados de un ideal al que forzosamente debemos aproximarlos. Sin embargo, ese alumno al que pretende haber puesto en el “centro” del sistema educativo ni siquiera es el alumno real, pues a este no lo entiende más que como un “reflejo”, una “copia” defectuosa del ideal descrito por la maraña pseudoteórica de los objetivos, las competencias clave y los instrumentos de aprendizaje: la más refinada “tecnología” verborreica puesta al servicio de los fetiches religiosos de toda la vida.
Como corolario, obligados como estamos por la máxima de “hacer competente al alumno”, ni al profesor se le permite que enseñe, que es lo que le convierte en profesor, ni al alumno, por tanto, que aprenda, que es lo que verdaderamente le convertiría en un alumno. En el mejor de los casos, los docentes y los alumnos estamos obligados a enseñar, los unos, y aprender, los otros, pese a las circunstancias, condicionados por un error ontológico que, según parece, a la mayoría de los profesionales del sistema educativo les da completamente igual, pese a lo catastrófico de las consecuencias que anuncia: la principal de todas, que condenamos a la didáctica a verse cada vez más subyugada por la presunta “ciencia” pedagógica, igual y en el mismo sentido en que en otro tiempo la filosofía se declaraba sierva de la teología. En las facultades de educación deberían probar a leer a Nietzsche. El problema es que, después de eso, no sé si quedaría alguna en pie.
Fuente: educational EVIDENCE
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