- Humanidades
- 23 de septiembre de 2025
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Simone de Beauvoir en Moscú

Simone de Beauvoir en Moscú

Cuando un escritor viaja a un lugar sin pretender demostrar nada, como hizo Montserrat Roig, que describió a la vez borrachos y tesoros dorados, es posible que investigue detalles suficientes como para ofrecer una crónica de viajes viable. Simone de Beauvoir, en los años sesenta, nos dejó párrafos muy exactos sobre Moscú y otros lugares de la Unión Soviética, pero no los añadió a un relato periodístico o «diarístico», sino a su novela Malentendido en Moscú (1966-67), un prodigio de introspección. Navona la recuperó hace pocos años, en traducción de August Rafanell. Con una trama mínima (un matrimonio francés ya viejo viaja a la URSS para pasar un mes con Masha, la hija rusa que el marido tuvo con un amor anterior), lo que se despliega ante el lector es una reflexión sobre la decadencia del cuerpo, las desilusiones de la madurez, el hecho de ser mujer y la naturaleza del pasado y de los recuerdos. Y todo esto sin un solo tópico sobre el amor, el sexo o la crianza.
Así que no estamos, ni mucho menos, ante un texto colorista. Sin embargo, los trazos y dibujos de Beauvoir sobre las ciudades soviéticas son los mejores de la época. Podríamos decir que, por ejemplo, conocía Moscú perfectamente porque había respirado como la ciudad misma: «La estación era de un verde llamativo: el verde moscovita” (“Si esto no te gusta, no te gusta Moscú”, decía André tres años antes). La calle Gorki. El hotel Pekín: modesta mona de Pasqua, y a la vista los edificios gigantescos y recargados, pretendidamente inspirados en el Kremlin, que despuntaban por toda la ciudad. Nicole se acordaba de todo. Y desde el momento en que se bajó del coche, reconoció el olor de Moscú, un hedor de gasolina, aun más violenta que en 1963, sin duda porque ahora había muchos más vehículos”.
Estos fragmentos de realidad soviética anuncian el mundo narrativo de Sergei Dovlátov, el mundo de la Rusia real donde ya nadie creía en gran cosa y donde el moralismo del KGB había reemplazado los excesos homicidas de antaño, y quizá por eso era posible refugiarse en una desgana irónica entre existencial y alcohólica. En el período de Jruschov, todavía hay una minoría más o menos joven que lucha en nombre del «liberalismo» cultural contra el «academicismo» post estalinista. Aún se podía oler una cierta fe con la que todo podría ser enderezado, aunque el sistema fuera incapaz, por ejemplo, burocráticamente momificado, de fabricar sillas para escuelas infantiles, o de garantizar ciertos avituallamientos.
Las rémoras y las inverosímiles limitaciones para los extranjeros todavía estaban presentes: “Esto ya los había desconcertado en 1963. En las colas –ante el Mausoleo, en el GUM [Glavio Universani Magazín, unos grandes almacenes], a las puertas de los restaurantes- con una sola palabra de Masha la gente se retiraba para cederles el paso. Aun así, en Crimea habían topado con prohibiciones por todas partes. Tanto la costa oriental como Sebástopol estaban prohibidos a los extranjeros. El «Inturist» alegaba que la carrereta de montaña que unía Yalta con Sebastopol estaba en obras. Pero alguien le había dicho a Masha que en realidad sólo estaba cerrada a los extranjeros”. Esto es conocer los rincones y gentes de un país en un momento determinado, con las carreteras, los rumores, y las flores y el humo, sin filtros o manipulaciones abstractas.
La autora comparte una observación universal entre los viajeros que repetían la experiencia de ir a la Unión Soviética: el país evolucionaba muy rápidamente, a bocanadas: «Moscú había cambiado un poco; más bien se había afeado (lástima que los cambios se hagan casi siempre en la mala dirección, tanto por los lugares como por las personas). Se habían abierto avenidas y demolido antiguos barrios. Vedada a los coches, la Plaza Roja parecía más vasta y solemne: un lugar sagrado. Desgraciadamente, mientras que antes la iglesia de San Basilio se alzaba hacia el cielo, ahora un hotel inmenso tapaba el horizonte». ¿Y si esta novela sobre recuerdos marchitos, ilusiones perdidas, cuerpos arrugados y almas heladas por la guerra de Argelia, trazase un paralelismo entre la decadencia del mundo soviético, carcomido por las contradicciones, y la decadencia de las personas que habían creído en él alguna vez, incluyendo aspectos puramente materiales y corporales? “El día antes, en Vladimir, era la penuria. El restaurante no servía ni pescado ni cordero ni aves de corral ni legumbres ni fruta: sólo unos guisos que Nicole y Masha encontraban incomestibles. El pan, ni negro ni blanco, sabía a goma arábiga. En frente del hotel, la gente hacía cola para comprar unas tortas duras como la suela de un zapato. Y resultaba que esta misma mañana unas mujeres salían del pabellón cargadas con guirnaldas de brezos y con los capazos llenos a rebosar de alimentos. Encargaron unos pasteles y unos bocadillos de huevo y queso, excelentes”. Era el caos más o menos asumido, la contradicción constante, que Masha atribuye, bien encaminada, a la esclerosis burocrática.
Decididamente la ciudad parecía más triste, y algo más incomprensible y sucia: «Durante los últimos tres años, se habían construido bastantes cafés. De fuera no eran feos, con las paredes de cristal; pero de dentro parecían lecherías: les faltaba confort e intimidad».
André y Masha, padre e hija y casi desconocidos, no paran de discutir de política. Para el padre, el socialismo es una lucha abstracta, impulsada por los principios; pero Masha vive en Moscú, y defiende la existencia de industria ligera y cultura del confort. Diríase que la autora estaba ya harta y cansada de todo aquello, de las épicas de los años veinte y treinta y de los fantasmas de medio siglo después: «Al cabo, si la URSS se instalaba en la coexistencia pacífica, el socialismo debería esperar. ¡Cuántas esperanzas frustradas! En Francia, el Frente Popular, la Resistencia o la emancipación del Tercer Mundo no habían hecho retroceder ni un palmo al capitalismo”. La guerra atómica flota en el ambiente: Masha desea ayudar al Socialismo internacional, pero no al precio de la destrucción masiva. No hacía ni cinco años, dicen los historiadores, que Jruschov no había pulsado el botón nuclear porque, en definitiva, era un marxista con fe y quería ver en vida a unos EEUU convertidos al comunismo, y no transformados en cenizas. Destruirlos era una especie de fracaso. En una carta, Castro le había exigido acabar con medio mundo en unos minutos…
Beauvoir supo redondear una novela muy filosóficamente poética, o muy poéticamente filosófica, con fragmentos visionarios: «Estaría bien, solía pensar, que el pasado fuera un paisaje en el que uno pudiera pasear a corazón abierto lo que quieras, y descubrir poco a poco sus meandros y repliegues. Pero no. Podía recitar nombres y fechas como el alumno que recita una lección bien aprendida. Se le daba bien, como también en las imágenes mutiladas, amortiguadas, amortajadas, tan estáticas como las de un viejo libro de historia. Surgían arbitrariamente sobre un fondo blanco”. Por si fuera poco, André ya no recuerda casi nada de sus luchas, vivencias y aspiraciones culturales. De la vida intelectualmente activa, parece que ya no quedaba prácticamente nada. Al final de su trayectoria, parece que Simone de Beauvoir fue muy crítica con la falta de libertades civiles en la URSS.
Fuente: educational EVIDENCE
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