• Humanidades
  • 7 de octubre de 2024
  • Sin Comentarios
  • 9 minutos de lectura

Una conversación chez madame Viardot-García en París

Una conversación chez madame Viardot-García en París

Una conversación chez madame Viardot-García en París

Pauline Viardot (1908) y Reynaldo Hahn (1907). / Wikicommons

Licencia Creative Commons

 

Marta Vela

 

En 1933, el músico venezolano Reynaldo Hahn de Echenagucia (1874-1947) publicaba Journal d’un musicien, un texto con interesantes anécdotas de su juventud, referidas a diversos personajes artísticos de la Belle époque, justo antes de la Primera Guerra Mundial, en que participó como soldado de infantería. Cantante lírico, compositor, pianista y empresario teatral, había estudiado en el Conservatorio de París junto a Ravel, Viñes o Cortot, y su amistad con Diaghilev y, especialmente, con Proust, le otorgaron una panorámica privilegiada del final de la era decimonónica y, después, del periodo de entreguerras.

En 1901, Hahn acudió al encuentro de la reputada madame Viardot-García en su apartamento del tercer piso del boulevard Saint Germain, adonde se había mudado en 1883 desde su casa en la rue de Douai, tras la muerte de sus dos esposos, con pocos meses de diferencia, Louis Viardot e Ivan Turguénev.

En primer lugar, la gran artista habría de recordar su viaje a Granada en el verano de 1842, casi sesenta años antes, donde cantaría Il barbiere di Siviglia, la ópera que Rossini había compuesto para su padre, y, por primera vez en su carrera, la Norma de Bellini, que su hermana María Malibran había encarnado de manera magistral.

Visita a Mme Viardot. Gran salón oscuro, démodé, opulento, pero donde nada sorprende; buen fuego; sobre una silla, delante del piano, una peregrina dejada allí por la vieja artista. Ella entra, un poco arqueada, muy amable. Su célebre fealdad está atenuada por la edad. Tiene hermosos cabellos blancos, sencillos, espesos. Los ojos son un poco sostenidos con kohl; tiene todos los dientes, que tuvieron que ser deslumbrantes y que, amarillos a todavía, conservan todavía su brillo. Gran boca muy risueña, voz de vieja mujer robusta, baja, timbrada. Tiene ochenta años, pero todo en ella, excepto los ojos, que apenas ven, está lleno de vida, de fuego. Tose mucho, resfriada, y como le pregunto si se cuida, me responde con una importancia seria y cómica: ¡oh, tengo demasiadas cosas en la mesilla de noche! Hablamos, todo de seguido: “¡Se me ha dicho que es usted español!”. Y voilà que se pone a hablar un andaluz pegadizo con una agilidad y una pureza de acento extraordinarias. “¡Ey!, me dice ella, ¿acaso no soy española? ¿No he hablado yo español toda mi vida? Con mi padre, mis hermanas, mis hijas”. Además, madame Viardot ha tenido siempre reputación de políglota; habla todas las lenguas, entiende el ruso… Ella me contó que, en Granada, donde había cantado Norma, el público entusiasta, después de la representación, había reclamado a gritos las canciones españolas, ¡y fue necesario que ella y uno de sus compañeros hicieran llevar un piano al escenario para cantar, con el atuendo druídico, vitos y peteneras!

 

Y, tras algunas cuestiones de repertorio, enfocado a las obras de la época…

Trato de orientar la conversación hacia ciertos puntos que me interesan. Le pregunto por qué no escribe sus memorias. Es, dice, porque veo muy mal para escribir mucho tiempo y no sé dictar. Esto nos lleva a hablar de sus ojos, tiene cataratas. Le hablo de operación… “¡estas horribles gafas, estos ojos de vaca que me veo obligada a llevar!”. Coquetería bastante imprevista, me parece, en una mujer de ochenta años que siempre ha sido fea. Bruscamente, ella me pregunta: “¿Le gusta a usted la manera cursi en que se le canta? ¿Es necesario tener esta dicción puntiaguda?”. Trato de propiciar la ocasión que nos lleve a hablar de la dicción. Pero no. Ella me dice con una rudeza amable: ¿me canta usted algo, quiere? Me siento al piano, piano viejo y fatigado, donde no me siento a mis anchas; una silla demasiado alta, qué sé yo. Pero no hay problema; mi oyente se conoce demasiado para que yo tema el mal evento de un accidente vocal. Le cantó Néère, que parece complacerla, después Le cimetière, que ella me pide. Su cabeza blanca de ojos pensativos se inclina a veces con aprobación. “Me gusta cómo canta usted”, me dice calmadamente y como otorgando un gesto de satisfacción: “Es sencillo, está bien”.

…la conversación giraría en torno al Don Giovanni de Mozart, que Pauline Viardot-García había representado por primera vez en Nueva York, junto a su familia, con un pequeño papel añadido por su padre, en presencia del mismo Lorenzo da Ponte, el libretista de Mozart, admirado tal première en América, que se representase por primera vez en Praga, en la vieja Europa, en 1787.

-Madame, ¿le gustaba cantar Don Juan?

-Sí, he cantado Anna y Zerlina. Me gustaba mucho Anna.

Asiente constantemente con la cabeza, busca las palabras y las encuentra, justas, breves.

-¿Ha leído a Hoffmann?

-Ciertamente, digo yo. Él supone que Dona Anna puede haber sido amada por don Juan…

-¡Eso es! He cantado ese rol en ese espíritu. He buscado hacer sentir ese matiz.

-Pero eso me parece muy difícil, pues Anna apenas intercambia unas palabras con don Juan, donde es imposible entrever una inflexión amorosa. 

Y le pregunto si fue mezclando el dolor con el odio para marcar ese rasgo. 

-Sí. Y también se puede indicar en el momento en que ella lo reconoce como su agresor nocturno. 

-¿Y tal vez también en un poco de indiferencia hacia don Ottavio?

-¡Oh, ya lo creo! ¡Pobre Ottavio! Es un poco bobo. Recuerdo que el famoso tenor Bordogni, cantando conmigo, después de la historia de mi lucha con Don Juan, profirió un “¡respiro!” (sic en italiano) que hizo reír al público. 

Le dije que siempre me había parecido ridícula esta palabra y, recientemente, en Alemania, el peligro del efecto desde el punto de vista de una sala moderna. 

–¿Cómo se dice esto en alemán?

-Ach! Ich athme wieder! [¡Oh! ¡Respiro otra vez!]

Ella repite esta frase con un acento perfecto subrayado de un ligero gesto. 

En suma, ella no cree que este pensamiento oculto de Hoffmann haya pasado siquiera por la mente de Mozart, pero piensa que se puede aprovechar para aumentar el interés del rol. 

 

Precisamente, madame Viardot-Viardot había comprado en Londres, en 1855, el manuscrito original de Don Giovanni, del puño y letra de Mozart, que había sido sucesivamente trasladado a París, Baden, Londres y, finalmente, de nuevo a París, hasta el boulevard de Saint-Germain, para admiración de las visitas… que, sin embargo, ya no pudo contemplar Reynaldo Hahn. Semejante reliquia fue donada al Conservatorio de París en 1892 y hoy día puede consultarse de manera digital en Gallica, una dependencia de la Bibliothèque Nationale de France, con el nombre de su propietaria en la portada:

https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/btv1b55002493z/f4.item.r=don%20giovanni%20pauline%20viardot


Fuente: educational EVIDENCE

Derechos: Creative Commons

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *