- A pie de aula
- 27 de mayo de 2024
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Miedo me da
Miedo me da
De los derroteros que está tomando la FP y la supervivencia de los oficios
Miedo me da. Estoy en uno de esos domingos ojo del huracán, momentos de calma chicha previos al final de curso, sin nada que corregir aún en fin de semana pero con, en lontananza, cientos de páginas asomando. Me relajo. Todo llegará. Me encuentro entonces con un compañero, nuevo docente este curso. Tras treinta años de experiencia en la industria, lo han fichado para enseñar el oficio. Hacía que no le veía desde que dio el paso. Nos tomamos algo.
Por temas personales, que sí vienen al caso pero que no desvelo, necesitaba un extra. Pasta. Por eso sigue en la empresa, pero ha dedicado este curso algunas tardes cada semana a enseñar su profesión. Cuenta que han sido laxos con el tema de los títulos, me dice. Plaza de difícil cobertura. O muy difícil cobertura, añadiría. No encontraban a nadie para impartir ese taller crucial en el oficio. Me pregunto entonces si está la Administración como para ir subiendo las exigencias en el acceso a la docencia, sobre todo en algunas ramas de FP. Mucho ruido en los medios, pero luego se pilla a quien medianamente se puede, y chitón.
Para empezar, una vez resuelto el marrón, le llamaron la atención desde la dirección, a las primeras de cambio, por sus métodos poco ortodoxos. No utilizaba el campus virtual, ni ponía trabajos teóricos: les explicaba la teoría en el taller, les ponía algunos Kahoot! (porque lo aprendió en un cursillo y vio que les motivaba más que hacer test en papel) para que repasasen la parte teórica del examen, y el 90% del tiempo -y la evaluación- lo dedicaba a los ejercicios prácticos. Al oficio.
Tampoco entendía que, viéndole por la tarde en el taller, le reprocharan no responder a correos electrónicos fuera de su horario, enviados aquella misma tarde, por ejemplo: ¿por qué no se acercan al taller, que está a veinte metros del despacho, y me dicen lo que sea, sobre todo si es ‘urgente’? Es que no es nuestra manera de trabajar, le contestaron. Ni la mía son los mails, replicó.
Él, humildemente, puso su cargo a disposición del equipo directivo. Quizá sea yo, pensó. Este oficio no se enseña online. Pero como no tenían a nadie más, no les quedó más remedio que dejarle continuar. Menos mal.
Porque no todo era malo. Fueron francos. Precisamente, su taller ha sido el único en el que no ha habido absentismo. Empezaron columpiándose un poco algunos alumnos, faltando a clase algún día cuando perdía su equipo de fútbol, porque se habían pasado la noche jugando a videojuegos o porque habían quedado para salir. Cosas de las clases en horario de tarde, sobre todo los viernes, de adolescentes mayores de edad. Y él, como en el taller en el que trabaja, les bajaba el sueldo, es decir, la nota. Si no estás no puedes acumular horas de práctica. Tiene más calle que ellos y más callo.
Porque los chavales, todos chicos en su ramo, son también de difícil cobertura. Los caló desde el principio. E hizo con ellos un pacto. Él puso sus condiciones (puntualidad, higiene y respeto, me resumía, fíjense) y ellos las suyas. Adivinen. Los alumnos le pidieron también respeto, que no se metiera con ellos si no sabían algo, porque, palabras textuales, ya se habían burlado de ellos mucho. Y luego, cómo no, le pidieron aprender la profesión. Práctica. Trato hecho. Pero hay que venir.
Cuando no sabían algo, aunque fuera muy básico (medir con la regla, multiplicar, cambios de unidades…) se lo explicaba. No salía con aquello de “es que eso ya lo deberíais saber” o “os lo tendrían que haber explicado en la primaria o en la ESO”.
En la primera prueba, me decía, suspendieron todos. No supieron hacer los ejercicios, básicos del oficio, que les había explicado en las sesiones previas. Lo planteó en un tiempo más que suficiente: varias horas para ejecutar lo que alguien experimentado dedicaría menos de veinte minutos. Se reían al principio porque no sabían qué hacer con tanto tiempo. Cachondeo. Luego sudaron y palmaron. Todas las piezas salieron defectuosas.
Se le quejaron luego de que habían tenido poco tiempo. Que era imposible. No les replicó: les hizo el examen en quince minutos en aquel momento. Autoridad. Les propuso entonces dos opciones: repetir la prueba, y que se la tomasen en serio, o pasar las notas al tutor. Lo que pasa en el taller, se queda en el taller. Les explicó a cada uno los errores que habían cometido al ejecutar cada pieza. Evaluación formativa. Y en la repetición aprobaron todos. No les aprobé yo, que no me tiembla el pulso, aprobaron ellos, me recalca.
Lidió también con los youtubers. Algunos filigranas, me contaba, le venían con vídeos de Youtube en los que se explicaban procedimientos de forma diferente a como él los había expuesto en clase. Le gustó porque aquel interés digital demostraba que ya estaban motivados. Que les gustaba el oficio. Dos cosas, les decía, dependiendo del caso: eso sí, se puede hacer así, pero para eso os hace falta mucha más práctica, primero aprended a escribir y luego haréis poemas; o bien, ¿no ves que el video está editado, que es un fake, que os están engañando? Experiencia y honestidad. Fomento del espíritu crítico y criterio profesional.
Ha pasado el curso. Excepto dos alumnos el resto del grupo ha aprendido el oficio. Promocionarán. Les faltan horas de vuelo, me comenta, ¿pero a quién no, a su edad?
Llega el final de curso. Se están planteando su continuidad. Corren nuevos tiempos y reformas en la FP. No tiene los títulos, aunque domine el oficio como nadie. Y quizá otros los tengan. No usa la plataforma virtual. Prefiere hablar a leer correos electrónicos. Miedo me da.
Fuente: educational EVIDENCE
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